17
A BORDO no había nadie. Nos desembarazamos de las botellas de aire y, ya en la cubierta, penetramos en el puesto de mando. Permanecimos sentados allí un rato, procurando recuperar al aliento. Seguidamente, nos quitamos las ropas que llevábamos, poniéndonos otras secas colocadas bajo los asientos a tal efecto. La larga excursión me había dejado muy fatigado. Karinovsky se encontraba peor que yo. Pero no podíamos dedicarnos a descansar exclusivamente, ahora. Nos habíamos quitado de encima a nuestros perseguidores, de momento. Era preciso sacar el máximo de nuestra ventaja antes de que a ellos se les presentase la ocasión de volver a localizarnos.
Karinovsky abrió un cajón, sacando del mismo un mapa y una linterna de reducidas dimensiones. En aquel se apreciaba la porción norte de la laguna Véneta, desde los arrecifes hasta Torcello.
—Nosotros estamos aquí —dijo Karinovsky, señalándome un punto en el mapa—. Los arrecifes quedan a nuestra izquierda; San Michele y Murano, en el lado contrario; la tierra firme directamente, hacia el norte. Seguiremos el canal principal, marcado aquí en rojo, dejando atrás la Isola Tessera, aproximándonos al aeropuerto Marco Polo, pero no al muelle del mismo.
—Naturalmente que no —comenté—. Eso sería demasiado fácil. —Demasiado peligroso— corrigió Karinovsky. —Giraremos hacia el este antes de alcanzar el muelle citado, siguiendo por el canal. Habiendo dejado atrás San Giacomo in Palude, proseguiremos hasta cerca de Mazzorbo. ¿No ve usted aquí Mazzorbo, encerrado en un círculo?
—Creí que era una mancha de mosca. ¿Qué clase de carta es esta?
—Procede de Albania. Es copia de una carta naval yugoslava.
—¿No pudo procurarse Guesci otra italiana?
—En la imprenta oficial del gobierno no se encontró ninguna. La laguna está siendo objeto de una serie de inspecciones.
—Una carta del almirantazgo británico nos habría sido de más utilidad que ese papelote.
—Bueno, Guesci no podía escribir a Londres solicitando tal cosa.
—Supongo que no, es verdad.
—En todo caso, él me aseguró que un niño se atrevería a navegar teniendo a la vista este documento. Fíjese en que los canales y las islas principales están aquí claramente marcados. Todo lo que tiene usted que hacer es enfilar el aeropuerto, girar luego a la derecha, a la altura de la penúltima señal, y continuar viaje hacia Mazzorbo. Después, el giro será en sentido contrario, para seguir el canal y adentrarnos en Palude del Monte.
Karinovsky extendió ambas manos expresivamente, realzando así lo fácil que resultaba aquello. Yo me mostraba menos seguro y convencido que él. En Long Island he navegado a vela bastante, lo suficiente para comprender lo intrincado que puede ser moverse con ayuda de una carta náutica por la noche en una zona marítima desconocida.
Estudié el papel. Sus señales me parecieron un tanto burdas. Los canales eran allí una serie de vigorosos trazos. Los dispositivos de ayuda al navegante eran puntos blancos o rojos. Unas cruces azules marcaban las zonas pantanosas O arenosas. Las había en abundancia. La profundidad de la laguna en la marea baja alcanzaba como máximo el metro ochenta centímetros, pero el término medio se acercaba más a los noventa centímetros. Había muchos sitios en los que una embarcación corría el riesgo de quedar encallada. De ocurrir, esto supondría para nosotros un auténtico desastre.
Karinovsky se mostraba ahora inquieto. Sin embargo, yo me tomé unos minutos para examinar la embarcación. Era un monstruo marino, plano, de escaso atractivo, con la proa que recordaba una cabeza de tiburón, todo él cubierto de zarpazos. Contaba con una aleta a popa y una maciza caseta de tres metros de altura a proa, suficientemente grande, quizás, para albergar el motor de un camión. En el tablero de mandos se veían los aparatos de control de costumbre, si se exceptuaba un mecanismo denominado «trim-tab», que yo desconocía, decidiendo desde el primer momento desentenderme del mismo. Contemplé las figuras familiares de dos tacómetros, uno para el motor y otro para el sobrealimentador. Había una placa de bronce en el centro en la que se reflejaban las características principales de la embarcación: ocho metros y cincuenta y cinco centímetros de eslora; tres metros y cuarenta y cinco centímetros de manga; peso bruto: dos mil seiscientos quilos; motor: «Rolls Royce Merlin»; fuerza en caballos: dos mil…
¿Dos mil caballos de fuerza? Me detuve, volviendo a leer la placa. Sí; no me había equivocado. Esa es, efectivamente, la fuerza desarrollada por un motor «Rolls Royce Merlin». Se trata del mismo que, según pude recordar, fue utilizado durante la segunda guerra mundial para propulsar el «Mosquito», destinado a misiones de caza y bombardeo…
—He aquí a un maniático homicida —comenté, procurando levantar la voz—. Me refiero al que buscó esta especie de bomba para nosotros.
—¿Llama usted bomba a nuestra embarcación? Guesci fue quien dio con ella, por supuesto. —Bueno, pues que la pilote él.
—Una embarcación es siempre una embarcación —manifestó Karinovsky con escasa agudeza.
—¡Diablos! —exclamé—. Esto no es una embarcación. Esto es un hidroplano de velocidad ilimitada. ¿Sabe usted lo que tal cosa significa?
—Me imagino que significa que es rapidísima.
—Es muy rápida, en efecto. Suficientemente rápida para ahorrar a Forster la molestia de ir en nuestra busca y matarnos.
Karinovsky pareció interesarse por lo que yo decía.
—¿Qué velocidad alcanzará este bólido entonces?
—Puede que su velocímetro haya visto las cifras 170 ó 180 cuando la embarcación era nueva. En su estado actual, la manecilla se detendrá en el 130, aproximadamente.
—¿Habla usted de kilómetros o de millas?
—Hablo de millas por hora. ¿Se da cuenta? Vamos a navegar con este lanchón de noche, guiándonos por una carta albanesa, adentrándonos en una laguna que es más bien una bañera, con más bancos de arena que agua.
—No sé nada sobre embarcaciones —anunció Karinovsky, despreocupadamente—. Por otro lado, ¿se nos ofrece alguna opción?
Pues no, esa era la verdad. No; en absoluto. Karinovsky no se hallaba en condiciones de comenzar nuevamente a nadar. No disponíamos de tiempo para localizar otra embarcación y no había ni que pensar en el transporte por tierra. Nuestra suerte se hallaba unida a la de aquel tiburón de madera y hierro, al hidroplano. Yo no tendría más remedio que tomarme las cosas con calma. Esperaba que de un modo u otro pudiera arreglármelas bien, vamos, que no saliéramos volando para terminar aterrizando en otro punto de la costa.
—De acuerdo —dije—. Suelte las amarras, Karinovsky.
El hombre obedeció, apartándose la embarcación ligeramente del muelle. Yo accioné el interruptor del encendido, tocando el arrancador. El motor gimió… Los doce pistones del «Merlin» modificado parecieron moverse en avalancha. El ruido del tubo de escape me recordó el de una ametralladora que se disparara sola.
—¿No puede ser más suave eso? —me gritó Karinovsky—. Vamos a despertar a todos los habitantes de la población.
—Esto empieza ahora, querido —repliqué—. ¡Sujétese bien!
Así fue como el agente X —endiablado piloto de las máquinas más rápidas del mundo—, se encajó en su asiento… Había una dura sonrisa en su atezado rostro, de facciones que recordaban el aire de un gavilán. Sus fuertes manos descansaban —nada de crisparse—, sobre los mandos. Con la delicadeza de cualquier cirujano, pongamos por ejemplo, soltó el embrague, aumentando la presión sobre el acelerador.
El hidroplano respondió a esto con un rugido que tal vez fue oído en Suiza. La manecilla del indicador de revoluciones por minuto saltó a los tres mil. El artefacto salió disparado con un ímpetu semejante al del proyectil cuando abandona el alma del cañón, y el agente X aguantó estoicamente la embestida… por la cuenta que le tenía.