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NO SABÍA si reír o llorar, alabar la inteligencia que denotaba aquel proceder o maldecir por la locura que entrañaba. Afortunadamente, no había tiempo ni para adoptar una actitud. Nos cambiamos con toda rapidez, ajustándonos las gafas al rostro. Los secuaces de Forster aporreaban la puerta, que comenzaba a soltarse de sus goznes. Karinovsky mordió la goma de su regulador de aire y respirador a un tiempo, hundiéndose en las oscuras aguas del canal. Yo le seguí. Pero antes llegó a mis oídos un grito de enojo. Volví la cabeza, viendo entonces una embarcación apostada a menos de seis metros de nosotros. Forster no se había olvidado de aquella salida.

Delante de mí veía el rítmico movimiento de las aletas de Karinovsky. Encontré el agua caliente y ligeramente viscosa. Olía a basuras, a gas de los pantanos. Logré dominar el súbito deseo de vomitar que sentí y después me lancé tras Karinovsky, hacia el fondo del canal, que se hallaba a unos tres metros de la superficie. Giré hacia la izquierda, tocando el muro del pasadizo, una buena guía, y moví enérgicamente piernas y brazos. Tenía que esforzarme para no perder de vista a mi compañero.

Yo sabía dónde estábamos de un modo aproximado solamente. La casa en que me había unido a Karinovsky se enfrentaba con el «Río San Agostin», cerca del centro de la ciudad. Él se había vuelto hacia la izquierda, siguiendo el canal bajo los puentes de la calle «Dona» y la «della Vida». Si continuábamos avanzando en aquella dirección el tiempo preciso, y siempre que no nos extraviáramos dentro del intrincado laberinto que componían los canales, llegaríamos a la periferia de Venecia, en la parte norte, mirando a la laguna y a la tierra firme. De momento, el plan parecía ser razonable, aunque nada apto para estómagos delicados.

Me mantuve a unos centímetros de distancia de Karinovsky en el primer tramo del trayecto. Nos deslizábamos por encima de una masa de negro cieno. Toqué con los dedos los viscosos contornos de un barril, un tablón medio enterrado, la esquina de un baúl de camarote… Los canales de Venecia sirven, no oficialmente, de vertederos de basuras. Los utilizan así las personas que habitan en las casas lindantes con ellos. Axfiél, evidentemente, hacía tiempo que no había sido dragado. Nadábamos en una sopa asquerosa, en la que flotaban pieles de naranjas, trozos de plátanos, cáscaras de huevos, pinzas de langostas y restos de manzanas, todo ello en suspensión. El espectáculo no podía ser más desagradable. Me esforcé por convencerme de que era preferible a una última y desesperada huida por las angostas callejas de la famosa ciudad.

Los dedos de Karinovsky localizaron un cruce y se adentró decididamente en el «Río San Giacomo dall’Orio». Al describir la curva se produjo una apagada explosión en lo alto y yo vi un pequeño y brillante objeto que pasó junto a mí antes de quedar enterrado en la arena. Levanté la cabeza, divisando entonces una larga y afilada sombra, una especie de barracuda monstruosa…

Me paré. Quería esperar a que se alejase aquello. Karinovsky procedió de la misma manera. La embarcación que descubriéramos delante de la puerta al salir había iniciado la caza. Por su longitud y forma pensé que se trataba de una góndola.

El potente y amarillento dedo de luz de una linterna se adentró en el agua. Oía hablar a los hombres de la embarcación. La góndola fue frenada hábilmente en su carrera, empezando luego a deslizarse hacia atrás. Karinovsky me tocó en un brazo, haciendo gestos, y yo asentí. Progresamos velozmente por debajo de la quilla de la góndola, en dirección al puente de Terra Prima. Me di cuenta casi en seguida de que no lograríamos alcanzarlo.

La silenciosa embarcación, impulsada por su único remo, era capaz de desarrollar cuatro veces nuestra velocidad fácilmente. Las burbujas de aire delataban a cada momento nuestra posición. Al volver la cabeza divisé la negra y alargada sombra de la góndola buscándonos. El haz de luz de la linterna se detuvo en mi espalda y percibí la sorda explosión de un disparo.

El proyectil pasó sólo a unos centímetros de mi cuerpo. Karinovsky nadaba furiosamente. Apreté los dientes, moviendo con la mayor celeridad posible mis piernas, intentando despegarme del foco amarillento de luz. Luego, descubrí lo que Karinovsky había visto: un enorme rectángulo oscuro situado bajo el puente de Terra Prima. Llegamos a él. Había allí una barcaza de fondo plano, de las que quedaban amarradas aquí y acullá, durante el paréntesis del descanso nocturno. Entre la quilla y el cenagoso piso había un pequeño espacio que podía servirnos de refugio. La góndola pasó rápidamente por encima de nosotros, deteniéndose después bruscamente. El haz luminoso corría nerviosamente de un lado para otro. La embarcación retrocedió. Hubo un roce áspero de costados. Una voz amodorrada, iracunda, preguntó a aquella gente qué diablos quería.

En el momento culminante de la discusión que se entabló, nosotros nos deslizamos por debajo de la barcaza, continuando nuestro camino en dirección a «Río di San Baldo». Estábamos ganando unos metros de ventaja preciosos. Los gritos cesaron súbitamente y el remo de la góndola se hundió en el agua, ganando en unos momentos los metros perdidos. Nuevamente, las burbujas de aire nos habían denunciado.

Nos hallábamos en una amplia sección del canal y la góndola corría. Karinovsky torció hacia la derecha enérgicamente, cubriendo una docena de metros más, volviéndose por fin en el mismo sentido, como para entrar en el «Río Maceningo». Enderezó la ruta, sin embargo, prosiguiendo camino del «Río della Pérgola». Los de la góndola vacilaron frente al Maceningo, perdiendo algún tiempo al intentar dar con nuestras burbujas.

Buscamos los pesados pilares de madera de Santa María Mater Domini. Por la izquierda penetramos en un canal que tendría metro y medio de anchura. Me figuré que habríamos desorientado definitivamente a nuestros perseguidores. No era así, ya que al mirar hacia atrás descubrí, a unos nueve metros de distancia, el círculo amarillo paseándose por las aguas.

Aquel se fue aproximando a nosotros… Iluminó las orillas del embarcadero, a ambos lados. Un hombre situado a proa animaba al gondolero y la fantástica barracuda consiguió colocarse detrás de mí. Quise decirle a Karinovsky que estábamos atrapados, que era mejor que probásemos a sumergirnos por debajo de la embarcación. Le tiré de la pierna. Él me miró sonriente, se tocó la parte superior de la cabeza y continuó nadando.

No le entendí. ¿Qué había querido decirme? El foco estaba encima de nosotros de nuevo y nuestros adversarios hacían fuego otra vez. Luego… Karinovsky desapareció.

Inmediatamente después… yo también me perdí de vista.

Reinaba una oscuridad completa a mi alrededor. Rocé con el brazo izquierdo un muro de piedra. Me erguí entonces, dando con la cabeza contra la pared de la derecha. Creí oír unos gritos de triunfo detrás de mí y el restregón del brazo izquierdo se repitió. El pasadizo no tendría ni un metro de ancho. Salí de él por último, nadando por las aguas confusamente claras de un canal.

Emergimos. Los chapiteles de Mater Domini apuntaban al firmamento detrás de nosotros. Nos habíamos deslizado por un pasillo existente debajo de la iglesia. Durante la marea alta, completamente inundado, era imposible su utilización por las góndolas.

—Tenemos que continuar avanzando —dijo Karinovsky—. A esa gente les bastarían cinco minutos para volver sobre la ruta e iniciar un rodeo por el canal de Maceningo.

—¿A dónde nos dirigimos? —pregunté.

Karinovsky me contestó, muy resuelto:

—Al igual que lord Byron, vamos a cruzar a nado el Gran Canal. Tras esto, remontaremos el «Gánale della Misericordia», penetrando en la laguna… Sin embargo, por demasiado evidente, no nos ajustaremos de un modo riguroso a tal ruta. Por razones de seguridad, avanzaremos también un poco por «Quartiere Grimani». Yo le guiaré.

—Gracias. ¿Tenemos suficiente provisión de aire?

—Espero que sí.

—¿No cree que obraríamos mejor si siguiéramos a pie? —No. Forster habrá desplegado, quizá, uno docena de hombres por tierra. Serán pocos, en cambio, los que hayan embarcado. Dentro del agua se nos ofrecen más probabilidades de salir airosos en nuestro empeño.

Iba a preguntar a mi compañero qué haríamos cuando hubiésemos llegado a la laguna… Pero entonces advertí un gesto de dolor en su rostro.

—¿Qué tal va ese brazo?

—Me molesta más de lo que yo creí en un principio. No nos impedirá seguir moviéndonos, sin embargo. Ahora, vale más que…

Alguien nos gritó desde una orilla:

—¡Eh! ¿Qué diablos pasa ahí abajo?

Nos sumergimos, dejando atrás rápidamente San Stae para internarnos en el Gran Canal. A medio camino, Karinovsky se elevó hasta la superficie, miró hacia el «Palazzo Erizzo» y la iglesia de la Maddalena y tornó a sumergirse. Me pareció que nadaba más lentamente.

Un «vaporetto» nos adelantó y poco después una barcaza. Veinte minutos más tarde habíamos cubierto los setenta metros del canal y penetrábamos en el «Río della Maddalena».

Se me antojó aquel un excelente refugio. Avanzamos sin novedad por el «Río dei Serví» y seguimos su serpenteante curso hasta el «Río di San Girolamo». Pasado el «Ghetto Nuovo», Karinovsky y yo nos adentramos por un canal de conexión en el «Río della Sansa». Pasó por encima de nosotros una góndola, pero no vimos ningún haz luminoso. Luego, tampoco oímos gritos de alarma. Todo lo contrario. Una voz de tenor atacó una canción de amor napolitana, coreada por las risas de una joven.

El cauce del canal giraba hacia la derecha y perdimos el contacto con el muro. El emerger de nuevo, vi que estábamos en la laguna veneciana. La ciudad quedaba a nuestras espaldas. Sus chapiteles y cúpulas surgían de las aguas como en un romántico esbozo de la Atlántida. A una milla de distancia de nosotros, aproximadamente, se hallaba la pantanosa costa del «Véneto»; a la derecha teníamos la isla de Murano y, muy cerca, pero por la izquierda, veíamos la ruta que conducía a Mestre.

—¿Hemos de cruzar la laguna a nado? —inquirí.

—No —replicó Karinovsky—. Vamos a ahorrarnos eso. Simplemente, seguiremos la línea de la costa por la «Sacca di San Girolamo», encaminándonos a un punto situado en las proximidades de «Ricovero Penitenti». Una vez aquí, todos nuestros apuros se habrán esfumado.

Karinovsky flotaba con alguna dificultad. Había echado la cabeza hacia atrás y su respiración era más bien ronca. Empezó a nadar otra vez, lenta y obstinadamente, siguiendo el contorno de la tierra por el oeste. A los diez minutos llegamos a un sitio en hondo, llano. Nos hallábamos a la entrada del canal Cannareggio, frente por frente casi del matadero.

—¡Ahí tiene! —señaló Karinovsky de pronto, orgullosamente.

Vi la embarcación, pintada de negro, esbelta, amarrada al muro. Algo relativo a su largo y aplastado casco me inquietó, excitando mi memoria, pero sin lograr recordar nada concretamente. De pronto, me resistí inexplicable y silenciosamente a tener que ver lo que fuese con ella. Pero esto era absurdo, claro. Olvidé tal sensación, carente por completo de lógica, y seguí a Karinovsky, pasando los dos a la embarcación por una escalera de cuerdas.