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DETRÁS DEL muro de piedra había un jardín pequeño y arrasado, y a continuación venía la casa. Karinovsky me hizo pasar dentro, señalándome más tarde una silla. Quiso en primer lugar que bebiera algo.

—Honestamente hablando, no me es posible recomendarle el «slivovitz» —manifestó—. Guesci debe de haber pretendido gastarme una broma al enviármelo. Una cosa exquisita es, eso sí, el «Lachryma Christi», una bebida de denominación nada festiva, ciertamente.

Mientras bebía estudié al hombre que yo tenía que salvar. Karinovsky llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Usaba para ello un pañuelo de seda negro. Aparte de eso, me pareció el individuo decidido y competente de siempre. Había olvidado yo la leve inclinación, al estilo de los mongoles, de sus ojos. Una ligera mancha de gris quebraba la extraordinaria negrura de sus cabellos, lo que le daba distinción. Tenía el aire discretamente resignado o irónico, y el despego, característicos en los hombres que han conocido muchos cambios de fortuna: los presidentes de las repúblicas de América del Sur, por ejemplo. Yo me alegraba de estar allí y esperaba ser útil.

—¿Qué tal va su brazo? —le pregunté.

—Puedo valerme de él bastante bien todavía —me contestó Karinovsky—. Afortunadamente para mí, el agresor utilizó un arma muy corta. —Pudo haberle degollado con ella, por muy pequeña que fuese.

—Tal fue su intención. Para evitarlo, le presenté oportunamente el brazo.

—¿Qué hizo luego?

—Me dije que aquel sujeto era demasiado rápido para un hombre de mis años —declaró Karinovsky extendiendo ambas manos, en un patético gesto—. La paré los pies valiéndome del sencillo expediente de propinarle un formidable golpe en la espalda.

Asentí, reprimiendo unos deseos incontenibles de aplaudir. Siempre me han impresionado las decisiones de efecto.

—Pero, bueno, usted parece haber tenido también sus problemas —objetó Karinovsky, fijando la mirada en mi pierna izquierda.

—Un rasguño —repuse con naturalidad—. Ciertos encuentros vienen a ser unas auténticas desgracias.

—En Venecia se ve de todo —reconoció filosóficamente Karinovsky, arrellanándose en su sillón.

Continuaban las maneras grandilocuentes. Pero aquello era algo irritante debido a que el éxito de su pose dependía de la forma en que yo desempeñara el papel de hombre-alarma.

Ni por un momento se me pasó por la cabeza la idea de prestarme a aquel juego. Saqué mi paquete de cigarrillos y le ofrecí uno a mi interlocutor. Absolutamente tranquilos, lanzamos en silencio al techo de la habitación unas cuantas bocanadas de azulado humo. Creí haber oído rumores de pasos en el jardín. Karinovsky me invitó a echar otro trago. La puerta de hierro se cerró con algún estrépito. Opté por aferrarme a mi papel, sin más consideraciones.

—¿Qué sugiere usted que hagamos ahora?

—Le sugiero que me ponga a salvo.

—Sí, ¿pero cómo? —inquirí.

Karinovsky hizo saltar con un golpecito del dedo índice la ceniza de su cigarrillo. —Conociendo sus ilimitados recursos, amigo mío, y sus diversas habilidades, estoy seguro de que dará con los medios adecuados para conseguir tal propósito. A menos, desde luego, que prefiera aceptar el plan, bastante flojo, de Guesci.

—¿Bastante flojo?

—Quizás no le haga justicia —manifestó Karinovsky—. El plan de Guesci es ciertamente peligroso. Demasiado ingenioso, tal vez. ¿Me comprende?

—No. Ni siquiera sé de qué plan se trata.

—Le divertirá. Se basa, naturalmente, en sus renombradas y diversas aptitudes.

Sentí un escalofrío. ¿Qué había ideado Guesci pensando en nosotros? ¿Y qué tenía yo que ver con las aptitudes del agente X? Intenté hacer memoria, recordar las proezas que se me atribuían. No me fue posible. Me dije que había sonado la hora de aclarar nuestra situación.

—Karinovsky… —declaré—. Tengo que confesarle con respecto a mis habilidades…

—¿Qué? —me preguntó él con un gesto de complacencia.

—Mucho me temo que hayan sido exageradas…

—¡Bah! ¡Tonterías!

—No, no son tonterías. La verdad es que yo soy una persona que ha tenido siempre muy pocas salidas.

Karinovsky se echó a reír.

—Bien, se ve que es usted un hombre modesto —manifestó—. La modestia viene a ser una enfermedad crónica de la mentalidad anglosajona. A continuación irá a decirme que ni siquiera se considera un agente secreto.

Sonreí entristecido.

—Eso sería ir demasiado lejos.

—Desde luego. Bueno, dejémonos de renuncias y negaciones. Es algo que no resulta correcto entre nosotros, amigo mío.

—Conforme —contesté. Evidentemente, no había llegado el instante propicio para poner en claro todo lo referente al agente X—. Recuerde, no obstante, que quizás le parezca un tanto «oxidado».

—Lo tendré presente. ¿Un poquito más de vino?

—No, gracias. Vayamos a lo nuestro. Esta casa se halla ahora cercada, probablemente.

—En el plan de Guesci se preveía ya esa eventualidad.

—¿Se suponía que saldríamos de aquí alegando que somos dependientes de cualquier establecimiento del distrito y que vestiríamos los disfraces correspondientes?

—Esa es una treta excesivamente burda.

—¿Pues qué?

—Examinemos serenamente el problema —dijo Karinovsky con irritante indiferencia—. ¿Qué opina usted acerca de una posible huida por los tejados?

—Forster habrá pensado en ello…

—Cierto. ¿Y qué le sugiere el canal? ¿Usted cree que podríamos utilizar una embarcación para escapar de aquí?

Moví la cabeza nerviosamente.

—También en eso tiene que haber caído Forster. En los canales venecianos no hay nada que escape a la observación de un espectador atento.

—Perfectamente. Las salidas previstas están bloqueadas. Ahora, siguiendo el razonamiento de Guesci, habremos de fijarnos en lo improbable. Es decir, hemos de estudiar lo que no es práctico, en apariencia; hemos de ver lo que es irrazonable, así, de buenas a primeras. Tenemos la obligación de considerar…

El discurso de Karinovsky fue interrumpido por un estrépito de cristales rotos en las alturas. De pronto se hizo un silencio absoluto. Entonces oímos caer algo al suelo, con un fuerte golpe.

—Tácticas de comandos —apreció Karinovsky con un gesto desdeñoso.

Recostándose en su asiento, procedió a encender otro cigarrillo. Yo le hubiera ahogado de buena gana. Estaba cansado de su comedia.

Oíamos rumores de pasos. Encima de nosotros un hombre, o varios, se movían cautelosamente en la oscuridad. Luego percibimos un estruendo procedente de la puerta exterior y un tintineo. Al parecer, el cerrojo había sido cortado. Tras unos momentos, oímos los crujidos de la puerta al abriese.

—Supongo que ha llegado ya el instante de que nos pongamos en marcha —manifestó Karinovsky.

Se levantó, sacando el brazo enfermo del pañuelo. Seguidamente, echó un vistazo a su reloj de pulsera. Dio una chupada final a su cigarrillo y aplastó lo que de él quedaba con la punta del pie, sobre la alfombra. A continuación me condujo fuera del cuarto, haciéndome descender por un pasillo.

Nos detuvimos junto a una pesada puerta de madera. En soporte, al lado de la misma, había una linterna eléctrica. Karinovsky la cogió, abriendo la puerta. Pasamos por allí y mi compañero de aventuras tornó a cerrarla.

Descendimos por una sombría escalera, penetrando en una cámara de pétreos muros, totalmente vacía. Resplandecían aquellos a causa de la humedad. Se olía a rancia antigüedad; era aquel un olor especial, en el que seguramente entraban por partes iguales el ajo, el cieno, el granito corrompido y el agua estancada. La pared situada frente a nosotros tenía una puerta de hierro. Junto a ello descubrí un bulto informe…

Karinovsky cruzó la habitación, tirando de la hoja que cerraba la abertura. Vi un destello de luz en el agua. Estábamos en el canal de acceso a la casa.

Empecé a asomarme, pero mi amigo me hizo retroceder.

—Se expone usted a que le localicen, ¿me comprende? —me dijo—. Estoy convencido de que Forster ha ordenado que sea vigilada esta salida.

—Entonces, ¿cómo vamos a llegar hasta la embarcación?

—Ahí no hay ninguna embarcación, querido. ¿No desechamos ya esa posibilidad? Más pasos sobre nuestras cabezas… Unos minutos más tarde, los hombres de Forster comenzaron a dar golpes en la puerta de la cámara.

—¿Qué hemos de hacer, pues? ¿Nadar? —quise saber.

—Según y de qué modo… —contestó Karinovsky, misteriosamente.

Dirigió el haz luminoso de su linterna al bulto que yo observara al lado de la puerta. Distinguí claramente unos cilindros amarillos, aletas de buceador, reguladores de aire, grotescas mascarillas negras de goma, con su ojo único, oval, de cíclope.

—Nadaremos, sí —anunció Karinovsky—. Pero esto que ve no supo anticiparlo Forster, quizá. Lamento el fracaso. Teníamos que esperar ineludiblemente a que subiese la marea. De lo contrario, hubiésemos encontrado en nuestra ruta canales insalvables. Le sugiero ahora que se cambie rápidamente… Nos pondremos en marcha en seguida. Es probable que la puerta no resista durante mucho tiempo las embestidas de esos energúmenos.