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UN ROJO destello parpadeó entre dos negros edificios. Luego desapareció finalmente, ahogándose, quizás, en la «Laguna Morta». Un viento nocturno susurraba veladas amenazas a la altura de las chimeneas. Las aguas del canal corroían como unas blandas encías desprovistas de dientes los pilares de piedras, ya carcomidos por la humedad y el paso de los siglos. Las altas y viejas casonas se agrupaban, «consolándose» mutuamente. Muchas figuras del Renacimiento se movían por la hundida calle, vestidas de azul, pretendiendo hallarse vivas. A mí no consiguieron engañarme. Yo sabía identificar una danse macabre cuando se me ponía por delante…
Alcancé el extremo de la «Via di San Lazzaro», donde esta se internaba en el «Río Terra Maddalena». Buscaba el número 32, pero la calle acababa en el 25. Volví sobre mis pasos, indagué, procuré orientarme… Nada; allí no había ningún número 32. Empecé a sentir un fuerte hormigueo en la nuca.
Reflexioné. Desgraciadamente, no sentía el menor interés por los números de aquellas entradas. De un modo involuntario, me fijaba, por ejemplo, en cualquier rendija iluminada. Veía un tirador apostado en ella… Contemplaba mi cabeza atrapada en el redondo marco de un visor telescópico.
Me esforcé por poner el pensamiento en cosas más agradables. En estrangular a Forster, por ejemplo, o en sacarle las tripas al coronel Baker. También me vi en aquellos momentos escapando milagrosamente de Venecia para vivir el resto de mi existencia en el sur de Australia, como un sencillo pastor, entre reses.
¿Dónde paraba aquella condenada casa? ¿Me habría impuesto bien de la dirección? «Via di San Lazzaro», número 32. ¿No habría dicho Guesci «calle» di San Lazzaro? O «Víale»…
Sí. Eso tenía que ser. Pregunté y conseguí algunas indicaciones. «Víale di San Lazzaro» quedaba a cierta distancia, en Cannareggio. Avancé por entre nubes de polvo y humo de carbón, a toda prisa, cruzando el puente de la Estación, describiendo varias curvas a la derecha y otras a la izquierda, llegando así a las inmediaciones del paraje que a mí me interesaba. Pero luego me vi atrapado en una maraña de calles, por la detta Massena.
Había algunos turistas por aquella sección. Pasaron junto mí trabajadores, vendedores de «souvenirs», gondoleros libres de servicio… Una mujer muy gruesa, que llevaba una cesta con ropa, me dio algunas instrucciones. Pasé junto a un grupo de niños alineados, que caminaban bajo la vigilancia de una monja. Después contemplé a mi lado a un pequeño que vestía un blanco traje de marinero, al que seguía un pescador calzado con botas altas, que le llegaban hasta la cadera.
El pescador continuó andando. El niño se detuvo. Saltaba alternativamente sobre una pierna y otra. De pronto, se llevó a la boca el extremo de una cerbatana. Oí un seco repiqueteo. Los proyectiles empleados por el chaval, guisantes seguramente, acababan de rebotar en pared situada a mi espalda. El chico sonrió y, volviéndose, tomó ahora por blanco a una señora vestida de luto que caminaba por la acera, portadora de un cesto de compras. Alcanzada en un costado, se detuvo, maldiciendo a la criatura, en un dialecto ininteligible. El pequeño saltaba incansable. La buena mujer prosiguió su camino.
El chico miró a su alrededor. Buscaba un nuevo blanco. Entonces apuntó de nuevo sobre mí y disparó. Levanté un brazo. Creo que llegué a oír el soplido de mi original atacante. Después sentí como un leve tirón en la manga. Examiné esta y hallé una diminuta flecha clavada en el paño. La parte posterior de la misma era un trocito de algodón enrollado y la delantera una aguja manchada de añil.
Luego se encendieron las luces de la calle. Bajo una amarillenta claridad, contemplé la faz del chiquillo, todavía sonriendo. Junto a la gorra vi una frente surcada de arrugas. Sus ojos eran negros. Había unas diminutas bolsas bajo los párpados. Desde la base de la nariz hasta las comisuras de los labios descubrí ahora unas pronunciadas líneas. Las mejillas y el mentón estaban cubiertos por una capa de polvos…
Se trataba, sí, de un viejo amigo: el maligno Jansen, el verdugo enano.
Le examiné atentamente. Jansen se había afeitado. Me dirigió una perversa sonrisa. El enano se había disfrazado de niño, manejando una cerbatana infantil. Disparó nuevamente y yo procuré evitar el tiro. El dardo pasó a unos milímetros de mi cuello. Me pregunté si habría manchado la punta de la aguja con curare o estricnina o cualquier producto igualmente mortal por él obtenido.
Jansen danzaba y reía. Su imitación adolecía de defectos, pero bastaba a sus fines. Varios transeúntes se echaron a reír al verle. Jansen introdujo otro proyectil en su cerbatana.
Yo hubiera querido abalanzarme sobre él antes de que tuviera tiempo de disparar, lanzándolo de dos patadas al canal. Pero se había congregado allí ya una pequeña multitud ansiosa de divertirse, por lo visto. Sin embargo, se encontraban entre aquella gente tres personas, por lo menos, que no daban la impresión de estar muy alegres.
Una de ellas era Cario. La otra era el falso turista de la faz rojiza que conociera en el «vaporetto». En la tercera vi al individuo gordo que se había apoderado de mi taxi al poco de mi llegada al aeropuerto de Marco Polo.
Entonces comprendí que Forster, con su afición por los espectáculos de dudoso gusto, había montado toda una comedia en mi honor. Irritado, habían supuesto que me lanzaría sobre el enano para impedir que me alcanzase con sus proyectiles. En tales condiciones, lo más seguro era que la multitud, al ver que un hombre hecho y derecho atacaba a una criatura indefensa —aparentemente—, reaccionaría de un modo violento. Cario aprovecharía la escaramuza para hundirme una navaja entre las costillas.
Di la vuelta, alejándome. Los hombres de Forster empezaron a seguirme y Jansen se colocó al frente de ellos. Alargué el paso, preguntándome al mismo tiempo qué alcance tendría la cerbatana de mi agresor.
Intenté desvanecerme en la compleja maraña de calles, canales y puentes. Las luces de las farolas proyectaban, alargándola exageradamente, mi sombra, que llevaba detrás de mí como una cola. Crucé un puente, descendí por una vía y de pronto me vi en el «Ghetto Vecchio», frente a una diminuta sinagoga. Al igual que en tantas ocasiones, me había extraviado. Doblé una esquina y entré en la «Víale di San Lazzaro». No experimenté ninguna sorpresa. Dentro del laberinto veneciano resulta difícil encontrar lo que se busca rápidamente, pero tampoco se puede andar desorientado mucho tiempo.
El número 32 quedaba al final de la calle, cerca del canal. Lo vi tras un alto muro de piedra recubierto por una hilera de cristales rotos. Había allí una pesada puerta de hierro, cerrada. La sacudí, escuchando el metálico ruido del cerrojo al correrse. La puerta se abrió por fin. Una voz gritó:
—¡Dese prisa!
Caminé a ciegas durante unos segundos, ya dentro. Tropecé repentinamente con un objeto muy duro, cayéndome. Me puse en pie en seguida. Delante de mí descubrí un Cupido de piedra.
Cerrada la puerta, el cerrojo volvió a su sitio. Y luego, Karinovsky se plantó a mi lado, sujetándome con fuerza por los hombros.
—¡Nye! —exclamó—. Mi querido amigo: llega usted con retraso. Comenzaba a temer que no viniese.
—Me entretuvieron, cosa que me fue imposible evitar —me oí a mí mismo contestar, en un despreocupado tono de voz, ligeramente divertido—. Debiera usted haber supuesto que no habría faltado a esta cita por nada del mundo.
Había hablado mi vanidad: una condición negativa que tantas veces ha ocupado el lugar del valor, con el que casi siempre se confunde.