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LA PIERNA izquierda me empezaba a doler. Resbalaba la sangre dentro del zapato, empapando el calcetín. El sol se acababa de poner, pero la calle aparecía sumida en una dorada claridad que daba contornos fantasmales a todas las cosas. Venecia ponía en juego una de sus más viejas tretas. Yo me sentía muy débil para disfrutar de ella, sin embargo. Poco después resbalaba, al avanzar sobre los guijarros redondos del empedrado. Se me dobló la pierna izquierda e inicié la caída. Entonces alguien me sujetó, impidiendo que perdiera por completo el equilibrio.

El hombre que acababa de prestarme su ayuda era alto y fornido. Su rostro era de expresión amable y cruel, a un tiempo. Vestía un traje ligero de estambre, de correctísimo corte. Una corbata del color de sus ojos, de un azul grisáceo, había sido anudada descuidadamente al cuello de su camisa italiana de seda. En una de sus muñecas descubrí un voluminoso «Rolex Oyster Navigator». A mí me pareció una especie de araña tropical con su esfera negra y las manecillas y números fosforescentes.

—¿Le sucede algo, amigo? —inquirió con agradable voz, en la que noté un acento puramente británico.

—Sentí un mareo… —respondí—. Gracias por haberme cogido a punto ya de caerme.

Hice un movimiento de tanteo para libertar mi brazo.

—No tiene importancia.

Me soltó. Su breve movimiento me permitió ver la culata de una pistola «Beretta» del calibre treinta y dos, introducida en una funda de piel acomodada bajo la axila.

—Al parecer se ha hecho usted daño en la pierna —opinó mi auxiliador.

—Resbalé al abandonar el «vaporetto» en que llegué aquí.

El hombre asintió, examinando los leves desgarrones del traje.

—En los embarcaderos venecianos hay que caminar con cuidado. Se ven piedras que cortan como navajas, ¿verdad?

Me encogí de hombros. Mi interlocutor sonrió.

—¿Ha venido a pasar aquí sus vacaciones? —quiso saber luego.

—Pues… sí. En este momento buscaba la casa de un amigo mío. Lo malo es que estas calles le desorientan a uno. —Bueno. Yo conozco esta parte de la ciudad con cierto detalle. Tal vez pudiera serle útil.

Sentí un toque de atención. Me hablaba la voz de la prudencia. No hice caso. Tenía que suponer que era seguido y que mis adversarios preparaban otro asalto contra mí. De ser el desconocido un enemigo más, había tenido tiempo suficiente para realizar cualquier ataque. Si no era así, cabía la posibilidad de que Forster optara por modificar sus planes al comprobar su presencia. ¿Qué podía perder por el hecho de mantenerlo a mi lado?

—Busco la «Via di San Lazzaro» —dije.

—Creo conocer esa calle —repuso él—. Déjeme pensar un instante —en su frente se dibujaron las rayas verticales denotadoras de la concentración—. Sí, naturalmente. Queda directamente detrás de la «Piazzetta dei Leonciní», acabando en el «Molo». Habitualmente, uno cruzaría la plaza de San Marco, pero hay una ruta más corta si se deja atrás la Basílica, dirigiéndose a la entrada de la Mercería…

Más adelante viene esa vía denominada, un tanto grandilocuentemente, «Salizzada d’Arlecchino». ¿Quiere que le acompañe?

—Lamentaría tener que entretenerle…

—¡Bah! Dispongo de tiempo de sobras y no sé qué hacer —respondió mi nuevo amigo con una risita que no resultaba del todo desagradable—. Mi compañía me envió aquí para que llevara a cabo un trabajo, pero, por lo visto, no podré hacer nada ya.

—¿Su compañía?

—Sí, la «Bristol Business Systems» —nos encaminamos a la Mercería—. A propósito… me llamo Edmonds. Soy viajante de máquinas para oficinas. En el último momento, una firma americana, no sé cuál, nos ha chafado nuestro último contrato aquí.

—¡Qué interesante! —exclamé—. Yo también me dedico a la venta de ese tipo de máquinas.

Edmonds asintió. —Me lo había figurado, no sé por que.

Le miré fijamente. Máquinas de oficina, un contrato, una pistola «Beretta» bajo la axila… ¿Sería aquel hombre mi oponente inglés? En cualquier parte hubiera sido considerado esto una coincidencia excesiva; en cualquier parte menos en Venecia, donde la maquinaria de la ilusión se complace en originar lo improbable, lo nada corriente, lo inesperado… Ello tiene su precio, por supuesto. Influyendo en las probabilidades, Venecia echa a perder lo trivial, lo cual es una desventaja para la singular población.

El rostro de Edmonds, de irónica expresión, no delataba nada de particular.

—Lamento que haya perdido usted ese contrato —le dije.

—Es igual. Hay trabajo para todos. La verdad es que ahora he sido asignado a la representación de Jamaica,

—¿Existe mucha demanda de máquinas comerciales allí?

—Suficiente, para los modelos que nosotros vendemos.

—Deben de salirse de lo corriente, sin duda.

—Se trata de máquinas auxiliares que tienen diversas aplicaciones, eso es

todo.

—Así pues, ¿abandonará usted Venecia pronto?

—Salgo de esta ciudad dentro de tres horas. Hago el viaje en avión. Dispongo de tiempo de sobras para revolotear un poco por las mesas…

Hice, seguramente, un gesto de extrañeza, ya que Edmonds se apresuró a explicarme:

—Me refiero a las mesas de juego del «Lido». Son el bacarrá y el «ferrocarril» las principales atracciones allí, desde luego… Yo lo que deseo es probar mi suerte a la ruleta. Nadie o casi nadie lo sabe: esta temporada fueron establecidas ciertas ventajas para la clientela con el intento de atraer a la gente que habitualmente se dirige a Monte Cario. Se ofrecen ahora algunas oportunidades…

—Parece interesante la cosa —opiné—. ¿Quiere acompañarme? Hacia el «Lido» me encamino. No pienso dar ningún rodeo.

—Me gustaría ir con usted —dije—, pero no me es posible.

—Ya comprendo —contestó Edmonds—. Bueno, ya hemos llegado. Esa es la «Via di San Lazzaro», con toda su grandilocuencia.

Le di las gracias por su amabilidad. Edmonds hizo un expresivo ademán, restándole importancia a sus atenciones.

—Lamento no poder acompañarle para mostrarle algunas perspectivas que hubieran sido de su agrado. Tal vez le ayude en alguna ocasión a no resbalar en un embarcadero u otro. Pero el tiempo, la marea…

Edmonds levantó una mano, en cordial gesto de despedida, y desapareció. Me había animado durante los minutos que hablé con él. Era un hombre que inspiraba confianza.

Consulté mi reloj de pulsera. Eran las ocho, casi. Comencé a avanzar lentamente por la calle, mirando uno por uno los números colocados encima de las entradas de las casas.