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ME DESLICÉ por interminables pasillos de suelos y paredes de mármol. Resonaban profundamente entre estas mis pasos a causa del gran silencio reinante. Dejé atrás angostas ventanas medievales, cada una de las cuales aparecía cubierta con modernos postigos de acero. Había muchas, sí… Me veía a mí mismo correr siempre en torno al punto central, invariable. Sentía punzadas en un costado y me dolía una pierna, pero no por eso aminoré la marcha. Finalmente descubrí una puerta de madera. Salí a la niebla y al aire salado. Pisaba los redondos guijarros de un empedrado. Había abandonado el edificio.

Me encontraba en una calle insignificante que se deslizaba a lo largo de un canal de estancadas aguas. A mi izquierda quedaba la boca de una oscura vía. En la lejanía divisé un halo de luz. Me había extraviado. Pensé que estaría tan sólo a unas cuantas manzanas de distancia de San Marco y la «Riva degli Schiavoni». Pero no sabía qué dirección seguir. Me volví hacia la derecha, en busca del resplandor descubierto.

Venecia es una ciudad extraordinariamente pequeña. Esto es cierto siempre y cuando uno no intente trasladarse a alguna parte con prisas. Entonces entra en juego su sucia maraña de calles, canales y puentes, que se convierten en una obsesión y se cuelgan del visitante lo mismo que un viejo e impertinente mendigo. La ciudad toma en tales circunstancias un aire insufrible. Y salen al paso todas sus ridículas plazas, del tamaño de un sello de correos, de las que irradian cinco, seis o siete callejas estrechísimas —así como las infinitas vías, «salizzadas», ríos, «fundamentas» y «molos»—, cruzándose y recruzándose igual que los cortesanos entregados al minuet. Venecia en estas condiciones es una ciudad provincial que pretende dárselas de metrópoli; es un monumento superfluo y fantástico que quiere figurar como algo real y necesario… Id a Venecia; admirad sus obras de arte; gastad dinero; enamoraos… He aquí unos objetivos plenamente justificados en el seno de tal población. Ahora bien, no aspiréis a valeros de la ciudad para salvar vuestra vida. La excéntrica y antigua Venecia deplora todo sentido práctico.

Pasé por un empinado y menudo puente, adentrándome en un patio. Divisé los sombríos muros de un grupo de casas que parecían estar dándome sus espaldas. Escuché un rumor de voces y de música, procedente de un receptor de radio o televisión. Al detenerme de pronto, sentí que alguien se paraba también… Me desplacé rápidamente hacia una abertura existente entre los edificios. Detrás de mí oí un sonido, una especie de tos. Y luego un golpe seco. Una pequeña nube de polvo cayó sobre mí. Alguien había disparado una pistola provista de silenciador, incrustándose la bala en el muro cercano, por encima de mi cabeza.

Eché a correr. Crucé unos cuantos canales y me perdí por otras calles. Así llegué a una amplia plaza dominada por una iglesia. Creí identificar la masa de piedra que adornaba su crestería: Santa María Formosa. Había avanzado en una dirección errónea, encaminándome a un distrito que me era desconocido. Escuché a mi espalda un susurro de pasos.

Dejé atrás la iglesia y me interné en otro laberinto de callejas. Ya no sentía ninguna punzada en el costado. Había desaparecido por efecto del terror. Corría como un potro desbocado y el sonido de aquellos pasos fue perdiendo intensidad gradualmente. El agente X se había salido con la suya de nuevo.

Pero me sentí satisfecho de mí mismo demasiado pronto. Al llegar al final de la calle en que me hallaba me detuve frente a un muro de piedra, un obstáculo insalvable. A la izquierda divisé otra pared. Lancé un gemido, presa del mayor desaliento. Venecia me acababa de obsequiar con otra de sus características sorpresas.

A la derecha, a tres o cuatro metros de altura, contemplé un artístico balcón. Retrocedí. Seguidamente, eché a correr y dando un salto que sólo un campeón de carreras de obstáculos hubiera podido igualar, me así a la parte inferior de aquellos hierros. Percibí un crujido. Balanceándome pesadamente, logré alcanzar con una pierna el piso del balcón. En tan comprometida situación comprobé que alguien, desde arriba, intentaba herirme en el rostro con un instrumento cortante.

—¿Por qué hace usted eso? —inquirí.

—¡Fuera, fuera del balcón! —dijo una voz femenina.

Entreví una masa de negros cabellos y un ondulante albornoz. Yo hacía todo lo que podía por evitar la amenaza terrible que significaba aquel cuchillo.

—¡Fuera! —gritó ella.

—Está bien —repuse con amargura—. Ya que tiene tanto interés en que abandone el balcón, le proporcionaré el placer de contemplar cómo me matan.

La desconocida se quedó repentinamente quieta.

—¿Qué habla usted?

—Estoy en un apuro, señorita —repuse.

La joven era americana. Contaría unos veinticinco años de edad y se me antojó bien parecida.

—No le creo —afirmó.

—Claro que no me cree. Entonces, ¿qué es lo que piensa usted? ¿Que estoy realizando los ejercicios que practico todas las noches para mantenerme en forma? —ella hizo caso omiso de mi humorística consideración.

—¿Qué clase de apuro es el suyo? —quiso saber.

—Varios hombres intentan capturarme.

—¿Por qué razón?

—De momento no me encuentro en condiciones de poder explicárselo.

La joven me miró, pensativa. Sí. Era una mujer bien parecida, desde luego. Sin el cuchillo en las manos se me habría figurado sensacional, incluso. Por último, según vi, llegó a la conclusión de que no se las había con un asesino ni con un violador. Seguramente, se dijo también que tampoco era un ladrón. Yo podía ser muchas otras cosas aparte de lo indicado, pero ninguna de ellas era previsible para una muchacha de Forest Hills.

—No sé… Todo esto es muy extraño…

—Decídase de una vez —apremié—. No voy a estar colgado toda la noche.

Ella frunció el ceño, haciendo avanzar el labio inferior. Muy mono, por cierto… Volví la cabeza, disponiéndome a dejarme caer sobre la calzada. —¡Oh! ¡Demonios! Entre.

Trepé hasta lo alto del balcón, penetrando después en el apartamento de mi salvadora. Esta me siguió tras haberse sujetado con más fijeza el albornoz a la cintura, manteniéndose lista para atacarme con el cuchillo en caso necesario. Me aproximé a la primera butaca que vi, sentándome. Al cabo de un rato, ella se acomodó en el sofá, encima, con las piernas recogidas.

Desde el sillón yo contemplaba buena parte de la calle. No divisé a nadie. Tal vez hubiera desorientado a mis perseguidores. Cabía la posibilidad también de que me estuviesen aguardando una manzana más arriba. Encendí un cigarrillo, poniéndome a reflexionar. Pensaba en mi futuro, principalmente. De nuevo me veía asaltado por una serie de dudas relacionadas con mis supuestas aptitudes para trabajar como agente secreto. De todos modos, no me habituaría jamás a aquella existencia. Se me antojó lo mejor renunciar, abandonar el peligroso juego y regresar a París…

—¿Y bien? —inquirió la dueña del apartamento.

—Y bien… ¿qué?

—¿No va usted a explicarme nada?

—No puedo —repliqué—. No me está permitido.

Dije eso mecánicamente, pero a continuación pensé que así debía de ser, en realidad. El caso es que ella se impresionó, ahorrándome una serie de tediosas explicaciones.

Intercambiamos toda una colección de datos relacionados con nuestras respectivas existencias. Mavis Somers había estado en Hunter y yo en la universidad de Nueva York. Los dos visitamos Miami en los últimos días del mes de febrero de 1961. Mavis procedía de la escuela superior de Summit, en Nueva Jersey; yo había conocido la de South Orange.

Charlamos. Ella preparó unas tazas de café instantáneo y continuamos charlando. Hablamos de cosas insustanciales. Poco a poco elaboramos una red invisible de mutuos acuerdos. Cayó en mis brazos sin mucha resistencia. Ni aun llegué a pensar que esta pudiera darse. ¡Qué diablos! Aquello, de todas maneras, habría ocurrido en nuestra siguiente entrevista, o posteriormente. (Los hombres americanos suelen hacer el amor en seguida a las mujeres que les gustan; tienden, en cambio, a desistir de tal proceder cuando se enfrentan con una dama a la que pueden amar andando el tiempo).

Así transcurrió la noche. Las luces del amanecer disiparon las últimas sombras entre cantos de pájaros y se iluminaron los tejados de todas las casas. Por las calles ya no avanzaban siniestras figuras. Pedí autorización a Mavis para usar su teléfono y llamé a Guesci. Me quedé sorprendido al escuchar su voz.

Guesci se había enterado de que el éxito de su plan se hallaba comprometido media hora después de marcharme yo. Entonces se había trasladado al Palacio Ducal para cancelar la operación. Había localizado a Karinovsky oportunamente. Pero en aquellos instantes yo estaba metido ya en la cámara de los tormentos.

Él y Karinovsky habían actuado como unos comandos. Guesci consiguió dar muerte a Beppo mientras Karinovsky vigilaba el corredor. Se habían visto obligados a dejarme en manos de Jansen en tanto se abrían paso hacia la salida del palacio. Resultado: Guesci había sido herido en un muslo, recibiendo Karinovsky una cuchillada en un brazo.

—Fue una desgracia —opinó Guesci—. Lo siento por Karinovsky, especialmente. En estas tareas hay que desarrollar una actividad extraordinaria y hasta llevar un ritmo. La eficiencia del cazador crece conforme aumenta el desfallecimiento de su presa. Hemos de sacar a Karinovsky de aquí esta misma noche.

Yo no suscribí la teoría de Guesci. Sabía, simplemente, que Venecia era demasiado pequeña para aquel juego de ratón y gato y que Forster había puesto en movimiento numerosos hombres. Pese a tal desventaja, sin embargo, no me agradaba nada la facilidad con que incurríamos en torpes movimientos. La precipitación no trae nunca nada bueno. De la forma que marchábamos, las heridas leves de Guesci y Karinovsky podían transformarse al día siguiente en otras mortales de necesidad.

—Quizás sea lo más prudente esperar uno o dos días —sugerí.

—Imposible de todo punto —opuso Guesci—. Aparte de otras consideraciones, esta es la última noche en que se da la pleamar primaveral.

Esto parecía decir algo, sí, pero yo no lo entendí.

—¿Y qué? —pregunté.

—Tenemos, pues, que sacar a Karinovsky de aquí esta noche, ya que mi plan depende de eso.

—Ya, ya… Pero ¿por qué depende de la pleamar?

—No es el presente el instante más oportuno para que le dé explicaciones, señor Nye. Karinovsky le facilitará los detalles que precise. Le encontrará en «Víale di Santazzaro», cerca de la «Piazetta dei Leoncini», en el número 32. ¿Sabe dónde es?

—Puedo averiguarlo. Sin embargo, quisiera saber…

—No hay tiempo ahora. Habrá de encontrarse allí esta noche, a las ocho y media. Vaya a la hora en punto, ni antes ni después.

—¿Y qué hago si veo que alguien me sigue?

—Al elaborar el plan se ha previsto tal posibilidad —afirmó Guesci.

—No se puede imaginar lo que me alegra oírle decir eso. ¿Qué sugiere su plan en tal caso?

—Habrá de ser precavido, desde luego. He de insistir en ello. En este asunto se halla en juego la reputación de Forster y hasta su seguridad personal, si pensamos en quiénes son sus jefes. Le recomiendo encarecidamente que evite los lugares solitarios. Es posible que Forster no se haya puesto tan nervioso como para asesinarle a usted en público, pero no hay que despreciar tal riesgo. Por lo demás, yo pienso que la elección de específicos cursos de actividad debe ser dejada en sus manos, a fin de obtener el mejor fruto de su personal experiencia. —Gracias, maestro. ¿Y dónde estará usted mientras yo me esfuerzo por conseguir esos sazonados frutos?

—Le aguardaré en el continente, cerca de Mazzorbo. Karinovsky conoce el lugar. Yo había pensado en acompañarles en su huida. Ahora mi pierna no haría más que dificultar las cosas.

Me sentí avergonzado por haber formulado aquella pregunta. Apresuradamente, inquirí:

—¿Qué tal marcha el brazo de Karinovsky?

—Bastante mal. La herida le produce un dolor considerable. Pero nuestro amigo es un hombre enérgico, muy decidido. Por añadidura, tiene una gran fe en usted, señor Nye. Confío en que logrará sacarle con éxito de aquí.

—Eso espero —murmuré.

—Nada más colgar voy a ocuparme de mi propia partida —anunció Guesci—. ¡Buena suerte!

Cuando ya había quedado interrumpida la comunicación, advertí que se me había olvidado dimitir. Era esta una cosa típica de mí ya. De todas maneras, yo no podía huir encontrándose Guesci y Karinovsky en aquella situación. Tal clase de cobardía requiere más valor del que yo en realidad poseo.

—¡Dios mío! Tú estás verdaderamente preocupado.

Acababa de hablar Mavis y yo asentí, malhumorado.

—¿No hay modo de salir de ese atolladero?

—Un día más y todo habrá terminado —le aseguré.

Era cierto. Veinticuatro horas más y, con un resultado u otro, todo habría acabado.

Nos pusimos de acuerdo para vernos en París una semana más tarde. Mavis me besó, diciéndome que era un imbécil y que tenía que prometerle que me cuidaría. Luego la besé yo y así sucesivamente, con lo que el agente X estuvo a punto de retirarse de la organización a que pertenecía de un modo efectivo. Pero Mavis divisó a un hombre haraganeando por las inmediaciones del edificio, un individuo en quien yo identifiqué a Cario, por su ceñuda expresión. Había llegado el momento de que «Pepe le Moko» huyera una vez más por los tejados de la Casbah veneciana.