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AL DESPERTARME vi que me había convertido en algo así como un personaje importante de un filme terrorífico. Tenía las muñecas maniatadas, frente a mí, y me rodeaba la cintura un trozo de cadena, sujeta a una gruesa anilla clavada en un muro. Ya de pie, comprobé que podía moverme unos centímetros sobre las losas de piedra, hasta que la cadena me inmovilizaba.
Retorciéndome, descubrí que en el bolsillo de la derecha, en mi americana, no había nada. El revólver que me diera Guesci había desaparecido. No me había hecho la ilusión de poder apoderarme de él, pero lo cierto es que me quedé profundamente desconcertado.
Examiné las esposas. Eran modernas y eficientes. La cadena era tan gruesa que hubiera podido ser utilizada por un remolcador para tirar de un barco. El candado que aseguraba su unión con la anilla era nuevo. Esta última se encontraba firmemente encajada en el muro.
—¿Le satisfacen a usted los preparativos? —me preguntó alguien. La voz era profunda, amenazadora, ligeramente burlona.
Miré a mi alrededor y por un momento no vi a nadie. Después bajé la vista.
—Soy el doctor Jansen —dijo el hombre.
Se trataba de un enano que no mediría un metro de estatura siquiera. Tenía una cabeza grande, bien formada. Sus saltones ojos azules se asomaban al rostro detrás de unas gafas de gruesos cristales. Vestía un traje oscuro y se había puesto encima de él un delantal de goma. Llevaba barba. Parecía un Paul Muni en miniatura representando el papel de Pasteur a su escala.
Otro hombre se había sentado junto a uno de los muros. Su faz quedaba algo sumida en las sombras. Al principio tomé al desconocido por Forster, que se preparaba para presenciar el espectáculo. Se trataba de Beppo, en realidad.
—He escuchado sus conversaciones con el señor Forster —declaró Jansen—. He sacado de ellas la impresión de que es usted un hombre inteligente. Esto me satisface. Sepa que la efectividad de las técnicas de coacción, es decir, su eficiencia en función del tiempo y la energía empleados, se incrementa cuando el «paciente» posee una mentalidad superior a la media normal.
Nunca había oído una afirmación semejante. No formulé ningún comentario. El doctor Jansen, sin embargo, parecía estar habituado al monólogo.
—La inteligencia del sujeto es, desde luego, un factor solamente. Lo mismo de importante resulta en aquel el grado de sensibilidad. Esto, a su vez, es una consecuencia de la imaginación. ¿Sabía usted que las dos cualidades son de importancia vital?
—No, señor. No lo sabía. ¿Y por qué es así?
—Porque no hay que contar únicamente con la tortura exterior. Uno también suele torturarse a sí mismo —contestó el doctor con una sonrisa reveladora de unos dientes muy blancos y diminutos. Me prometí formalmente ensayar en él algún día ciertas prácticas odontológicas con la exclusión de calmantes.
—Sin tal fenómeno —añadió Jansen—, no habría ni que pensar en una auténtica ciencia coactiva. Se produciría un dolor brutal, vendría luego la negligente resistencia, el desmayado alivio… Tal sería el ciclo sin el concurso de la inteligencia y la sugestibilidad.
Me dije que todo aquello era un engaño, que nadie iba a torturarme, que nada iba a pasarme en definitiva. Pero no logré creerme a mí mismo. El sonriente enano de las manos menudas y gordezuelas como las de un muñeco podía conmigo, evidentemente. Yo me sentía cada vez peor.
—Es posible que usted se pregunte por qué razón me molesto en explicarle todo esto —Jansen se acarició la barba, sin dejar nunca de sonreír—. Procuro alimentar su imaginación. Usted debe saber lo que le espera; usted ha de reflexionar sobre ello. Su inteligencia y su fantasía soltarán, darán plena libertad de movientes, al supremo torturador que habita en su mente.
Asentí sin prestarle mucha atención. Intentaba forjar un plan para salir de allí conservando la piel. Ni siquiera me importaba en aquellos instantes ceder una pequeña parte, de ser preciso. ¿Y si le facilitaba a Forster una dirección, una dirección cualquiera, diciéndole que era la de Karinovsky? Una treta así me haría ganar un poco de tiempo, pero no mucho. Y las cosas, además, se me pondrían más difíciles.
—Mi método —decía el doctor Jansen— se basa en la claridad. Yo explico mis teorías e intento responder a sus preguntas. Pero, por supuesto, no puedo contestarlas a su satisfacción.
—¿Por qué?
—Porque todas sus preguntas pueden, en último término, ser reducidas a un problema final y sin solución. Lo que usted quiere realmente, señor Nye, es la solución al viejo problema metafísico: «¿Dónde radica el dolor?». Y ya que no me encuentro en condiciones de responder a tal pregunta, lo importante es (siguiendo las leyes de alimentación de la fantasía), aumentar la ansiedad, la angustia…
Escrutaba mi rostro cuidadosamente mientras hablaba. Probablemente, se dedicaba a observar mis reacciones. Querría descubrir, quizás, una distensión típica en las pupilas de mis ojos, un tic facial, cierta sequedad de labios, un pronunciado temblor digital…
—¿Tiene usted que decirme algo referente al señor Karinovsky? —inquirió Jansen.
—Yo no sé dónde para ese hombre.
—Muy bien. Comenzaremos, pues.
Sin demostrar la menor prisa, sacó un par de guantes de goma de uno de sus bolsillos, que procedió a calzarse. Contempló luego atentamente los instrumentos que colgaban de la pared, seleccionando por fin unas pinzas que tendrían metro y medio de longitud. Eran negras, de forma angular y estaban enmohecidas. De burda confección, los dos brazos se hallaban imperfectamente unidos. Jansen abrió y cerró las pinzas varias veces, probándolas. Se oyeron unos leves chirridos al principio, pero luego las mandíbulas de la alargada tenaza comenzaron a cerrarse con un seco y metálico golpe.
Después, Jansen avanzó hacia mí con las pinzas extendidas frente a él. Me agaché al tiempo que me arrimaba al muro. Seguía sin dar crédito a lo que estaba viendo. Los brazos de las pinzas se abrían como las fauces de un chiquiguao. Las puntas se acercaban progresivamente a mi rostro. Ya estaban sólo a unos centímetros de este… Y yo oprimía mi cabeza contra la pared. Al darme cuenta de que así no conjuraba el peligro, quise gritar. Pero de mi garganta no salió el menor ruido. Estaba tan asustado que ni siquiera me desmayé, manteniéndome el mismo nerviosismo bien alerta y despierto.
Luego oí a alguien que daba continuos puñetazos en la puerta. Escuché unas
voces:
—¡Ya lo tengo! ¡Ya tengo a Karinovsky! ¡Beppo! ¡Échame una mano! Beppo dio un salto, lanzándose a toda prisa sobre la puerta. Una vez la hubo abierto, subió dos peldaños de la escalera y emitió un gruñido. Dio la vuelta y regresó con una profunda expresión de enojo en la cara. Pasaron unos segundos antes de que comprendiera que le acababan de clavar un puñal en el pecho. Vi asomar por encima de su ropa la empuñadura de brillante plástico de aquel, negra…
Oí a escasa distancia el rumor de unos disparos. Esto debía suceder en el corredor. Mi salvador, por lo que yo apreciaba, se hallaba bastante ocupado.
Beppo intentó sacarse el puñal. Lo logró a medias, derrumbándose casi inmediatamente, estando a punto de caer sobre el doctor Jansen.
El enano se escabulló para evitarle. Seguía sosteniendo entre sus manos las pinzas, mostrándose un tanto descuidado. Me las arreglé para asir el extremo libre. Luego tiré con fuerza y Jansen perdió el equilibrio antes de poder apartarse. Tan pronto sucedió esto, abatí los hierros, alcanzando a mi oponente en los tobillos y derribándole. Extendí un brazo, reteniéndole por el delantal. Él dio un grito e intentó huir. El delantal se desgarró y comenzó a arrastrarse para ponerse fuera de mi alcance.
Invertí las pinzas, dejando las manecillas abiertas e imprimiendo a aquellas un movimiento repentino hacia delante. Cogí a Jansen por el brazo izquierdo, que quedó entre las fauces del férreo cbiquiguao, cerrando el artefacto.
Jansen respiraba tan aceleradamente que no pudo lanzar un grito. Retorcíase alrededor del eje de las pinzas como un salmón arponeado, procurando librarse con la mano libre de la inmóvil boca de hierro que le atenazaba. Aumenté levemente la presión. Su faz tomó entonces un color muy pálido. Miraba a un lado y a otro, desesperado. Tenía la barbilla cubierta de saliva.
—¡Deme la llave! —le ordené—. ¡Deme la llave inmediatamente si no quiere que le pulverice el brazo! Me refería a la que necesitaba para abrir las esposas.
Aquello debía resultar melodramático en exceso, quizás, pero, en fin, estaba recurriendo a una treta de tipo psicológico.
Sacó la llave de uno de los bolsillos de la chaqueta y me la entregó. Quise alcanzarla y en ese momento me di cuenta de que nos encontrábamos separados por metro y medio de pinzas. Obligué a Jansen a que se me acercara, instante en que, desentendiéndome de los hierros, le sujeté por la garganta.
—Abra las esposas.
El hombre obedeció. Después me libró de la cadena que me retenía por la cintura. Ya era libre. Con un extremo de aquella misma cadena propiné un fuerte golpe a Jansen en la cabeza. El enano se derrumbó, quedándose inmóvil en el suelo.
Salté por encima de Beppo y comencé a subir por las escaleras, en dirección al corredor. La oscuridad era total y no vi a nadie. Creí haber oído unos pasos a mi izquierda, de manera que torcí hacia la derecha y empecé a correr.