7
AL SALIR de la grisácea e industrial ciudad de Mestre era yo un hombre conturbado, que no acertaba a pensar más que en taxis, que experimentaba la impresión de que las ennegrecidas fachadas de las casas se me venían encima, que no contemplaba otro panorama que el ofrecido por las calzadas de la población, verdadera maraña de raíles de tranvía. Adivinaba que mi rostro tenía un color ceniciento y me deslumbraban las luces procedentes del tráfico. Tarareaba obstinadamente, en voz baja, «Arrivederci Roma»… Pero todo eso me ocurrió antes de adentrarme en Venecia.
Mis cabellos debieron de tomar cierto brillo al entrar el autobús en que viajaba en el «Ponte della Liberta». Mi acné crónico desapareció, sin duda, en el instante en que cruzaba el «Gánale Santa Chiara». Al plantarme, por fin, en la «Piazzale Roma», mi metamorfosis era casi completa. Pero todavía veía la «Autorimessa», con su olor insoportable a gasolina y sus hileras de carnívoros escarabajos «Volkswagen». Me alejé a toda prisa, procurando borrar mis huellas al avanzar por vías empedradas con guijarros. Llegué a «Campazzo Tre Ponti», donde cinco puentes irracionales zigzaguean a través de tres antiguos canales. Allí comencé a respirar por todos los poros de mi cuerpo.
He ahí lo que el amor es capaz de hacer…
A nadie le extrañaría que yo concibiese una gran pasión por Tahití o el Tibet, una mística pasión. Ahora bien, tratándose de Venecia… ¿Ha dicho usted Venecia? ¿La «Disneylandia» del Adriático? Mi querido amigo: ¿cómo puede soportar el frenético afán de vender de sus comerciantes? ¿Y qué decir de la comida insulsa, de los precios abusivos, de las molestias originadas por la grey turística? Sobre todo, ¿cómo puede soportar la insufrible singularidad de ese puntó del globo?
Sí, yo soy capaz de soportar todo eso, fácilmente. Insisto en ello, en efecto. Uno no debe enamorarse mediante el ejercicio de la razón y el buen gusto. Uno se enamora, sencillamente, sin más, trayendo a colación ingeniosas razones después. Uno se enamora fatalmente, se trate de una mujer o de una ciudad. Y de todas las cosas fatales se puede hallar la raíz, los lógicos comienzos, remontándose a la infancia.
Siendo todavía un niño, yo había soñado con los canales, alimentado por el espectáculo que me deparaban las verdes colinas de Nueva Jersey, muy lejos del lago Hopatcong, más lejos todavía del mar. Por aquellos días yo era, quizás, el ingeniero civil de doce años más notable que había hacia el este de las Rocosas. Mi primer proyecto fue el hermoseamiento de mi ciudad natal. Tenía un objetivo simple y audaz: la inundación del paraje; las aguas habrían de alcanzar la profundidad de tres metros, aproximadamente.
Esto borraba del mapa la estación del ferrocarril, la zapatería de Cooper, un surtidor de gasolina «Shell», un establecimiento de comestibles griego y varias cosas más tan destacadas como las citadas, que ofendían la vista de las personas más tolerantes. La iglesia presbiteriana, enclavada en una ladera, sólo iba a salvar el extremo superior de la torre; el colegio de enseñanza superior se perdía con todas sus instalaciones anexas…
Tras el diluvio, los superviviente vivirían felices en lo que quedara de la ciudad. Muchas de las casas seguirían siendo utilizables, en parte. Sus ocupantes se pasearían a golpe de remo de sus botes por encima del desaparecido cuarto de estar, adentrándose en la calle correspondiente. Si disponían de una vela podrían proseguir su paseo por entre rectas filas de árboles, cuyos delgados troncos ya no se verían, gracias a lo cual aquellos parecerían enormes flores.
Años más tarde vi, al llegar a Venecia, que mis sueños juveniles eran ya una realidad. En la ciudad descubrí un sinfín de detalles en los que yo nunca pensara. Los numerosos leones de piedra, por ejemplo, suponían una notable mejora con respecto a nuestro par de cañones de la guerra civil. Me gustaban los grandes palacios, más que nuestras viviendas de estilo neocolonial. Y los inclinados postes, pintados a rayas, como las columnas de las barberías, venían a ser el modelo perfeccionado de nuestros parquímetros. Ya en Venecia, me di cuenta de que no había agotado todas las encantadoras posibilidades que sugerían las embarcaciones: había vapores equipados con servicios de contraincendios; barcazas lecheras; ambulancias provistas de estridentes sirenas; naves dedicadas a la distribución de verduras; canoas pintadas en negro y oro, dedicadas a los enterramientos y ceremonias funerales, adornadas con barbudos ángeles en sus proas…
Aquello era lo fatal: el sueño de mi niñez trascendía. Y ahora, cruzando por la «Salizzada di San Pantaleone», sentí una exaltación íntima difícil de explicar. Me rodeaban los canales de Venecia y caminaba por entre las gentes de la singular ciudad. Numerosas torres me contemplaban desde las alturas. Se me antojó que Forster pertenecía al feo y gris anonimato de Mestre. Venecia, sin embargo, era mía, con toda seguridad.
Por consiguiente, hice caso omiso de las instrucciones de Guesci, trazándome el rumbo que quise para trasladarme al café «Paradiso». Me senté frente a una de las mesas, pedí un vaso de vino y, progresivamente, fue despejándoseme la cabeza. La estampa de mi niñez se desvaneció… A la llegada de Guesci me hallaba ya encajado por completo en el presente.
Guesci pidió que le sirvieran un «Lachryma Christi». Después de bebérselo a mi salud, inquirió:
—¿Qué sucedió en el aeropuerto, señor Nye? ¿Por qué se dejó engañar por aquellos hombres?
No me agradó el tono de presunción con que pronunció sus palabras. Un hombre de mi reputación no podía ser condenado así, tan fácilmente.
—¿Y qué es lo que le hace a usted suponer que me engañaron esos individuos? —le pregunté.
—No le entiendo…
Yo tampoco estaba muy seguro de comprenderme a mí mismo. Pero en aquellos momentos corría el peligro de perder la confianza de Guesci, hecho que podía estropear la operación.
—Quiero decir que yo sabía quiénes eran —aseguré—. No cabía duda…
—Entonces, ¿por qué consintió que le capturaran?
—Me pareció lo más oportuno —respondí sonriendo sutilmente.
—Pero… ¿porqué?
«¿Por qué, Señor?». Tomé un sorbito de vino antes de contestar.
—Había decidido hacer una estimación absolutamente personal de Forster. Con tal propósito, lo más indicado era tener unas palabras con él.
—¡Qué cosa tan absurda! —exclamó Guesci—. ¿Qué le indujo a pensar que acabaría dejándole en libertad?
—Le interesaba proceder así.
—¿Y si Forster se hubiera decidido por lo contrario?
—En ese caso —murmuré—, me habría visto obligado… —hice una pausa para encender un cigarrillo. Luego, levanté la cabeza, sonriendo sin denotar la menor alegría—: Sí, me habría visto obligado a convencerle, utilizando un procedimiento u otro.
Aquello me sonó casi plausible. Esperé a ver si Guesci se tragaba mi embuste. El hombre arrugó el ceño, reflexivo. Me había salido con la mía, según observé. Con claro respeto, algo a regañadientes, manifestó:
—Evidentemente, las historias que circulan en relación con su persona son ciertas. Por lo que a mí atañe, confieso que no me agradaría lo más mínimo quedarme a solas en una habitación con Forster.
—Nos hallamos ante una buena pieza —concedí—; únicamente que le encuentro algo inflado de más.
Guesci me dirigió una mirada en la que descubrí una mezcla de enojo y admiración. Después sonrió, encogiéndose de hombros con un gesto de cómica resignación, dándome unas palmaditas en la espalda. Creo que sospechaba que yo estaba mintiendo. Ahora bien, se trataba de la mentira rimbombante y en gran escala, por decirlo así, que a él podía caerle en gracia. Como me confió más adelante, sólo las pequeñeces le irritaban. El color y el movimiento le encantaban, lo mismo que la apariencia cambiante de las cosas. En este aspecto me dijo que era un auténtico veneciano. Al igual que muchos otros súbditos de la «Serenissima», creía más en el estilo que en el contenido, en el arte más que en la vida, en la apariencia antes que en la realidad, en la forma más que en la sustancia. Creía simultáneamente en la fatalidad y en el libre albedrío. Contemplaba la vida como una especie de melodrama del Renacimiento, total, completo, con apariciones y desapariciones, dolorosas confrontaciones, absurdas coincidencias, disfraces, hermanos gemelos cambiados de cunas y misterios relativos a nacimientos… Todo esto se aliaba en la mente de Guesci con un oscuro y melancólico punto de honor. Y, desde luego, estaba en lo cierto. Guesci había hecho reservar una habitación para mí en el «Excelsior», adonde nos trasladamos en cuanto hubimos dado buena cuenta de nuestras respectivas consumiciones. A través de las cortinas de muselina, pude contemplar los deslumbradores reflejos de unos dragones en el Gran Canal. Guesci se había tendido en una «chaise-longue». Me pareció terriblemente viejo y juicioso con sus ojos, como los de un gato, medio cerrados, fumándose un cigarrillo al estilo búlgaro. Había prescindido de su aspecto anterior. Pensé que quizás había dejado su disfraz en la maleta de su moto. Lo que yo tenía delante era ya un agradable sujeto, un hombre de altos vuelos, del «cinquecento».
Le pregunté cómo se suponía que yo iba a sacar a Karinovsky de Venecia.
Guesci, inevitablemente, se puso a discursear filosóficamente al elaborar la respuesta.
—La huida de una ciudad como Venecia —declaró—, ha constituido siempre un problema complicado y profundo. Dando a las palabras un tono real, podría afirmarse que nadie consigue nunca escapar de Venecia, por el hecho de ser nuestra ciudad un simulacro del mundo.
—Bueno. Huyamos entonces de Forster —sugerí.
—Mucho me temo que eso no nos sirva de nada —señaló Guesci, entristecido—. Si Venecia es el mundo, Forster habrá de ser el antiguo protagonista conocido por el nombre de Muerte. No, amigo mío. Expresándonos en términos absolutos, la huida, de un tipo o de otro, es claramente imposible.
—Pensemos entonces en los términos relativos —apunté.
—Supongo que hemos de llegar a ello obligados. No obstante, aun así hallaremos dificultades. El carácter de esta ciudad, su naturaleza, es un factor en contra nuestra. Venecia debe su misma existencia al arte de la ilusión, la cual es una de las artes negras. Es una ciudad de espejos: los canales reflejan las fachadas de los edificios y las ventanas recogen las imágenes de aquellos. Escapan las distancia a nuestra percepción normal, se complican. La tierra penetra en el agua y viceversa. Venecia proclama sus falsedades y oculta sus verdades. En la ciudad en que nos encontramos no es posible predecir determinados acontecimientos como cabe la posibilidad de hacer, por ejemplo, en Génova o Milán. Lo relativo y lo condicional están abocados a entrar en lo absoluto y lo irrevocable sin previo aviso.
—Todo eso es terriblemente interesante —confesé—. Sin embargo, ¿no puede usted intentar esbozar una predicción condicional con respecto a la forma (relativa, por supuesto) de saludo aquí?
Guesci suspiró.
—¡Siempre el hombre de acción! Mi querido agente X: todavía ha de advertir el supremo desatino que viene a ser la vanidad. Pero, claro, me imagino que siente una gran ansiedad por poner aquí a prueba sus conocidas habilidades.
Moví la cabeza, denegando.
—Pretendo únicamente sacar a Karinovsky de esta ciudad por el medio más sencillo y seguro.
—Ambos términos son mutuamente contradictorios —subrayó Guesci—. En Venecia, lo simple o sencillo raras veces resulta seguro. Y esto último es demasiado complicado para ser sometido a consideraciones siquiera. No obstante, abrigo algunas esperanzas. Mañana por la noche se nos va a presentar una oportunidad. Se nos alía lo sencillo con lo seguro… Relativamente.
—Hábleme de ello.
—Hace varios días murió un primo mío. Será enterrado mañana en el «Cimitero Communale» de San Michele.
Asentí. San Michele es una pequeña isla de forma rectangular situada al norte de Venecia.
—Habrá una hermosa procesión en su honor —prosiguió diciendo mi interlocutor—. He contratado lo mejor con tal objeto. Mi primo era un Rossi y el apellido familiar está inscrito en el libro de oro. Murió en Roma, donde se hallaba estudiando, pero será enterrado como un veneciano. —Magnífico. ¿Y qué se propone usted hacer con Karinovsky y conmigo?
—Les voy a transportar al «Cimitero» en una barcaza funeral. Después embarcarán en un pesquero que zarpará para «Seno di Tessera». Habiendo puesto los pies en el continente, lo que venga más adelante será fácil.
—Me imagino que nos llevará allí en el ataúd…
—Eso había pensado.
—¿Dejará algún espacio libre su primo?
—Todo —afirmó Guesci—. Mi primo se encuentra en Roma, más vivo que nunca y estudiando de firme porque dentro de poco se examina. Me he tomado, como familiar suyo, la libertad de proceder a su enterramiento o ensayo de tal.
—Admirable —confesé.
Guesci desechó sobriamente el cumplido.
—Mi pequeño plan está claro. Yo creo que surtirá los efectos apetecidos. Siempre en el supuesto de que no surja nada extraordinario que nos impida llevarlo a la práctica.
—¿Qué podría pasar?
—Es que… resulta demasiado sencillo y tajante. Esta clase de proyectos marcha hacia el éxito sin la menor duda en sitios como Torino. Aquí, en Venecia, suelen disolverse frecuentemente en la nada.
—Me parece que vale la pena hacer una prueba.
—No hay otra salida —declaró Guesci. Incorporado ya, tomó un aire de hombre metódico—. Ha sido acordado… Mañana se unirá usted a Karinovsky, trasladándose con él al «Guartiere Grimani». Aquí, enfrente del «Casino degli
Spiriti», les estará aguardando una góndola, que les trasladará a la barcaza funeral, en la «Sacca della Misericordia». Más tarde le explicaré cómo han de dar con el casino. ¿Va usted armado?
El coronel Baker no había hablado nada acerca de la cuestión de las armas, temiendo, quizás, que me causara a mí mismo algún daño en lugar de intimidar a un probable enemigo. Pero, naturalmente, yo no podía decirle esto a Guesci. Por toda respuesta, denegué con la cabeza, al tiempo que sonreía levemente, contemplando mis manos, las despiadadas manos del agente X…
—Nunca pensé que fuera armado —dijo Guesci—. Habría sido una estupidez probar a pasar de contrabando una pistola. Por eso me he tomado la libertad de ocuparme de este detalle.
Introdujo la mano en uno de los bolsillos interiores de su americana, de donde sacó una enorme pistola automática de siniestro aspecto. Acarició delicadamente su cañón, alargándomela. Yo la cogí con gesto cauteloso. Leí lo que había sido grabado a lo largo del cañón. Era un arma francesa, una «Mab» del calibre veintidós, conocida por la denominación de «Le Chasseur».
—En los informes relativos a usted quedó anotada su preferencia por las armas más ligeras —manifestó Guesci—. Esto fue lo mejor que pude encontrar en el corto espacio de tiempo de que dispuse. El cañón de esa pistola es de siete pulgadas y media, al cual ya se halla usted habituado, pero no fui capaz de dar con su modelo favorito.
—No importa —respondí.
Desde luego, el coronel Baker se había tomado toda clase de molestias al ocuparse del agente X. Me pregunté cuál sería mi marca de whisky preferida y si se decía en mi expediente personal, en lo tocante a faldas, si me agradaban las rubias o las morenas.
—Por lo que a mí se refiere —declaró mi interlocutor con una sonrisita de conmiseración para sí mismo—, me consideraría un ser completamente inútil con esa arma. Yo suelo usar esta otra.
Con tales palabras, extrajo de su cinturón un revólver compacto, chato, de gatillo interior.
—He aquí lo que un hombre de mis condiciones de tirador requiere —prosiguió diciendo Guesci—. Naturalmente, su precisión no es la de un arma equipada con cañón de dos pulgadas. Hice un gesto de afirmación, intentando acomodar la maciza pistola del veintidós en uno de los bolsillos de mi chaqueta. No cabía. Finalmente, me la coloqué en el cinturón. Confiaba que no llegaría a caérseme. Si se disparaba corría el peligro de causarse una herida en la pierna. Pensé que mi situación sería verdaderamente apurada si me veía en la necesidad de atacar o de defenderme.
—¿Dónde he de encontrarme con Karinovsky? —inquirí.
—En el edificio que hay detrás del Palacio Ducal. Karinovsky se unirá a usted a las cinco, en las galerías inferiores, más allá de los calabozos y el antiguo osario.
No me molesté en señalar que igual hubiéramos podido vernos en las Grandes Escalinatas o en la «Ca’ d’Oro». Tales puntos de reunión habrían sido un insulto para el mordaz genio de Guesci. Era indispensable buscar un ambiente adecuado para aquellos que pretendían desempeñar un papel destacado en un funeral.