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EL INDIVIDUO que tenía a mi izquierda vestía unos pantalones de color chocolate, camisa beige de corte deportivo y chaqueta de seda. Calzaba, zapatos de piel de cocodrilo y manejaba un revólver del calibre treinta y ocho con empuñadura de madera de nogal. Me apoyó en el costado el cañón del arma con aire despreocupado, como si aquello fuese un juego. Me asomé al mirarle a una faz angulosa, menuda, desagradable, adornada con un puntiagudo bigote.

—Ándese con cuidado —me advirtió—. Nada de movimientos bruscos; nada de gritos, ¿eh?

Bajé la cabeza, indicando sobriamente que había comprendido.

—Fíjese en esto —añadió aquel sujeto mostrándome el interior del tambor del revólver—. No falta ni una bala. He quitado el seguro. Una acción imprudente y dispararemos por partida doble sobre usted. ¿Estamos?

—Estamos.

—Beppo —dijo el primero a su camarada, al desconocido que se había sentado a mi derecha—, enséñale tu arma.

—No es preciso. Le creo —medié yo.

—¿Y por qué va a creer lo que yo diga? —inquirió el hombre—. Podría estar mintiendo. Beppo, enséñale tu revólver. Beppo era un individuo de agria faz e imponente corpachón. Apartó su revólver de mis riñones y me lo mostró. Yo hice otro gesto de asentimiento y el arma volvió al mismo sitio.

—Están ustedes en su trabajo de todos los días, por lo que aprecio —comenté.

—Me alegro de que no se sienta disgustado, señor Nye —dijo el caballerete de mi izquierda—. Puede llamarme Cario.

—Supongo que precisamente porque ese no es su nombre, ¿verdad? —inquirí frívolamente.

—Su interpretación del hecho es correcta —contestó Cario, radiante.

—¿También él forma parte del reparto de la comedia? —pregunté señalando al conductor.

—Tiene tan buen humor como nosotros —explicó Cario—. ¿Es eso cierto, Giovanni?

—Conozco varias historias muy divertidas —declaró el taxista—. ¿Sabe usted, señor Nye, la de los dos sacerdotes y la hija del pocero?

—La he oído contar muchas veces —replicó Beppo, con un gruñido—. A ver cuando renuevas tu repertorio.

Cario se echó a reír y yo hice lo mismo. Mi risa era ligeramente histérica. Recordaba los rostros de mis acompañantes de aquellos momentos por haberlos visto en las carpetas que examinara en la oficina del coronel Baker. Lo cual significaba que mi situación era un tanto apurada.

—Vaya, vaya —dijo Cario, pasándose un pañuelo por los ojos—. Hemos llegado.

El taxi se adentró por otra vía, penetrando por fin en un patio, que dejó atrás por otro al que llegamos después de rodear una fuente seca. Giovanni paró el motor y todos nos apeamos del coche.

Vimos unos muros de ladrillo medio derruidos y varias ventanas cruzadas por tablas. La cuarta pared, en la planta baja, correspondía a la entrada de un taller de reparaciones de bicicletas. Los dos pisos del edificio contaban con ventanas de hojas de cristal y estrechos balcones.

—Hemos llegado a casa —repitió Cario, ampliando levemente la información anterior.

Colocó el seguro en el revólver y lo introdujo en una funda de gamuza situado bajo su axila izquierda. Beppo siguió empuñando su arma.

—Por aquí —dijo este último cogiéndome por un brazo.

Nada más tocarme, me solté de un tirón, echando a correr.

Cario no tardó más que unos segundos en interceptarme la salida. Había vuelto a sacar el revólver.

—Deténgase inmediatamente si no quiere que le destroce la rodilla derecha,

amigo.

Lo pensé mejor y me detuve. Era lo más sensato en aquellas circunstancias.

—Llévese las manos a la cabeza —me ordenó Cario.

Obedecí. El hombre se me acercó y soltando una exclamación que delataba su enfado me acarició la frente con el cañón del arma.

Oí a alguien que aplaudía. Todos levantamos la cabeza.

Una de las ventanas de cristales acababa de abrirse, asomándose por ella un hombre. Batió las manos tres veces. Los muros de ladrillo recogieron el rumor del desdeñoso palmoteo, prolongándolo, como un eco.

—Es extraño —dijo el desconocido adoptando el tono del que reflexiona en voz alta—. Hay hombres que nada más tener en las manos un arma se sienten igual que víctimas de un poderoso tóxico. Eso destroza todo raciocinio, ¿eh, Cario?

—Intentaba escaparse —informó el aludido.

—Yo te di órdenes concretas: era preciso no dañar la mercancía —señaló el otro sin alterarse—. Los hombres que normalmente van armados deben andar vivos, deben aprender a no causarse a sí mismos ningún daño.

—Lo siento, señor Forster —declaró Cario.

El individuo de la ventana asintió. —Entre, señor Nye. Aquí podremos hablar de negocios sin apresuramientos, con toda comodidad.

Forster desapareció. Cario y Beppo me colocaron en medio de los dos. Entramos en el taller de reparaciones de bicicletas. El taxista se había sacado un trapo de un bolsillo y había comenzado a pulir la carrocería de su vehículo.