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MI AVIÓN aterrizó en el aeropuerto Marco Polo, de Venecia, a las once y media de la mañana. Pasé por las oficinas de aduanas y control de pasaportes sin tropezar con la menor dificultad, saliendo al poco a la vía inmediata a los edificios.

El día era cálido y deslumbrante. Frente a mí vi el muelle, atestado de marineros, quienes ofrecían sus embarcaciones para realizar la corta travesía por el lago, hasta la plaza de San Marco. Al otro lado de las centelleantes aguas contemplé la ciudad, con su increíble perfil de agudos chapiteles, rectangulares torres, chimeneas, grandes mansiones y almenadas murallas.

Mi primera reacción fue literaria y absurda. Pensé en Atlantis, Port-Royal, Ys de Armórica… Luego descubrí la inexistencia de elevador de granos y observé cómo las etéreas siluetas se encontraban atadas por una maraña de cables eléctricos y antenas de televisión. La ciudad se me antojaba ahora un fraude, un torpe y voluntario anacronismo. Aquello no era la verdad, sin embargo.

Este doble efecto es típicamente veneciano. La población ha sido siempre demasiado sorprendente y posee cosas postizas con exceso. Ha exigido también en todo momento una desapasionada apreciación. Uno, al ver la «Serenissima» admirándose a sí misma en el espejo de las sucias aguas, se enfada, inevitablemente. Pero por mucho que se deploren los antojos de la Dama, una honesta fuerza interior obliga igualmente a estimar sus encantos.

Ansiaba ir allí inmediatamente, pero yo tenía instrucciones que seguir… Había de continuar viaje hasta la ciudad de Mestre, donde me entrevistaría con Guesci. Era preciso que nos pusiéramos de acuerdo en cuanto al plan a trazar. Me volví pesaroso hacia el oeste, donde una dilatada nube de humo gris señalaba mi objetivo inmediato.

Se me acercó un «Fiat» verde y negro, conducido por un sonriente joven de brillantes cabellos, que ocultaba sus ojos tras los cristales oscuros de unas gafas de sol.

—¿Qué me cobraría por llevarme al «Excelsior», en Mestre? —le pregunté.

—No se preocupe. Le haría un buen precio.

De pronto noté que alguien me echaba a un lado. Un tipo gordo, que era portador de una cámara fotográfica de gran tamaño, embutido en un traje corriente, adornado con una corbata pintada a mano, se me colocó delante. Le seguía un mozo cargado con dos maletas de cuero, de modelo caro.

—Lléveme a Mestre —dijo—, y a toda prisa.

Su tono estridente de voz y la forma especial de pronunciar las vocales me permitieron identificarlo: era un compatriota mío.

—Este taxi se encuentra ya ocupado —respondió el conductor del vehículo.

—¡Qué diablos va a estar ocupado! —exclamó el hombre gordo, colándose con gran trabajo dentro del coche, lo mismo que una cresa adentrándose por una herida.

—Le he dicho que está ocupado —insistió el joven de los cabellos relucientes.

El otro advirtió mi presencia por vez primera. Decidió mostrarse amable.

—No le importa, ¿verdad? Es que tengo muchísima prisa.

Sí que me importaba, pero no mucho.

—Que sea para usted, entonces —dije al tiempo que agarraba el asa de mi maleta.

Pero el conductor del pelo acharolado movió la cabeza a un lado y a otro con firmeza, dejando caer su mano derecha sobre mi muñeca.

—Nada de eso, señor. Usted deseaba que le prestase un servicio.

—Él ha dado su conformidad para que fuese yo quien utilizase el coche —objetó el individuo gordo.

—Pero yo no he dicho nada —recalcó el conductor.

Ya no sonreía aquel. Era un tipo menudo y nervioso. Se sentía ofendido. En lo tocante a la cuestión de los taxis, a mí no me habían dado instrucciones. Era igual. Yo no hubiera ido con aquel chico ni al otro lado de la calle, ni siquiera en el caso de que me hubiera acompañado una escolta armada. Esto podría ser llamado presentimiento, desconfianza…

El hombre gordo se había acomodado ya en el asiento posterior. Secóse la frente con un pañuelo, diciendo al taxista:

—Déjese de tonterías y arranque.

—Es inútil. No pienso arrancar —repuso el muchacho.

Evidentemente, su objetivo fundamental aquel día no había sido otro que el de llevarme a Mestre. El intruso acababa de privarle de tal placer.

—Vamos, ponga el motor en marcha si no quiere que llame a un policía.

—Se equivoca usted, caballero. Seré yo quien llame al policía si se empeña en no salir del taxi.

—Bien. Llámelo —replicó el otro con un gesto de complacencia.

Me guiñó un ojo. ¡Oh! La típica soberbia de aquellos nativos.

Se aproximaba otro taxi y yo eché a andar hacia él. Por un momento, el conductor de los cabellos lustrosos me retuvo cogiéndome por la muñeca. Pero en el último instante debió de comprender que era inevitable que prescindiese de mí. Me dejó ir, pues, dedicándome una mirada de resignación. Seguidamente se cruzó de brazos, apoyándose en el volante del coche.

Entré en el segundo taxi. Cuando este avanzaba ya por la vía principal volví la cabeza. El hombre gordo discutía acaloradamente con el joven conductor, quien continuaba, indiferente, en la misma posición. No divisé por allí ningún otro vehículo.

Al volante de mi taxi iba un individuo de mediana edad. Sus facciones de orangután daban en conjunto un rostro simpático. Conducía el pequeño «Fiat» a bastante velocidad y no cesaba de hablar. Me deparó la ocasión de airear la historia que yo traía preparada.

—¿Es la primera vez que visita Venecia?

—No. Ya estuve aquí una vez antes.

—¡Ah! ¿Viene en plan de turista?

—Soy agente de ventas.

—¿Por eso quiere trasladarse a Mestre?

—Sí.

—¿Qué vende usted?

—Máquinas comerciales.

—¿Máquinas comerciales? ¿Máquinas de escribir, por ejemplo? ¡Ah, bueno! Usted se dedica a la venta de máquinas de escribir, ¿eh? ¿Y para eso ha hecho un viaje tan largo, viniendo a Italia desde América?

—Pues sí.

La historia que yo forjara estaba siendo sometida, inesperadamente, a una prueba.

—Debe usted de vender muchas máquinas —comentó el taxista.

—Sí, desde luego. Se venden bastantes.

—¿Vende usted más que la casa Olivetti?

—No. Pero intento superarme.

—La máquina de escribir de la firma que he dicho es soberbia —concluyó el hombre, muy convencido—. Eso me ha dicho, por lo menos, mi sobrina, la cual trabaja para un abogado.

—Hum.

—¿Cuál es la marca que ostentan sus máquinas?

—«Adams-Finetti».

—No la he oído mencionar nunca.

—En realidad, nosotros somos más conocidos por nuestras máquinas de sumar —expliqué.

El taxista dejó de hacerme preguntas a fin de adelantar a un tranvía, no muy lejos de un cruce. Consiguió su propósito y se lanzó sin vacilar por una recta. Surgió un «dos caballos» a su izquierda y a la derecha se le colocó un «AlfaRomeo». Tras nosotros corría un «Bentley» supercargado. Con las suspensiones muy castigadas, aguardaba su momento.

El conductor pisó a fondo el acelerador y empezó a mover el volante a un lado y a otro con extraordinaria habilidad, sorteando los obstáculos que le salían al paso en forma de ancianas, carritos de niños y coches de distribución de los establecimientos. Erguí el cuerpo. Nada más falso que la serenidad de que hacía gala en aquellos instantes.

Nos adentramos por un túnel. El «dos caballos», evidentemente superado, fue quedándose atrás poco a poco. El «Bentley», con su motor rugiente, tomaba posiciones. Pero él taxista se plantó más adelante en el centro de la carretera compensando con su destreza la mayor potencia de su oponente. Entonces empezó a cantar, igual que hiciera Pastafazu durante los momentos más críticos de Le Mans.

Ahora vimos que se nos acercaba una motocicleta. Esta se colocó junto a mi ventanilla y por unos segundos el motorista y yo estuvimos mirándonos mutuamente. Vestía unos pantalones de cuero y pelliza del material, fuerte cinturón y grandes guantes. Calzaba botas «Wellington» y se tocaba con un casco. No logré descubrir su faz. Las gafas tenían un cerco de piel. Su boca era lo único apreciable de aquella persona. Pilotaba una «Indian» de grandes dimensiones y muchos caballos de fuerza.

Nos miramos de nuevo. Después hizo girar el puño del gas y nos adelantó, como si fuese una exhalación, perdiéndose entre el tráfico.

Por lo visto había mucha gente que se interesaba por mi persona. Intenté razonar. No era posible que hubiesen tenido noticia de mi presencia en Italia tan pronto…

Llegamos a las inmediaciones de Mestre y el taxi se metió de repente por una estrecha calleja marcada por las fachadas de las casas, sin aceras. Fruncí el ceño, mirando a mi alrededor. El taxista me miró sonriente al observar mis movimientos y aumentó la velocidad.

Dejamos a nuestras espaldas garajes y almacenes. Todo parecía estar cerrado. Apenas se veía transitar gente por aquella zona. Me imaginé que los habitantes del distrito se habrían apostado detrás de los pesados postigos de las ventanas, esperando que aquellas calles, bañadas por la cegadora luz de un sol esplendoroso, fuesen escenarios de terribles violencias. Débil, tímidamente todavía, el pánico se apoderó de mí… Pensaba en el coche en que me encontraba, corriendo cada vez a mayor velocidad, en las desiertas calles, en el hombre gordo, el joven conductor de taxi, la motocicleta…

Mi taxista pisó bruscamente el pedal del freno y el coche se detuvo de súbito en medio de la calle. De dos entradas situadas a derecha e izquierda salieron corriendo dos hombres, quienes subieron al vehículo, sentándose a mi lado. El conductor arrancó inmediatamente. Volvíamos a desplazarnos con rapidez sobre el duro piso del camino.