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PASÉ LAS semanas siguientes de forma muy diversa. Por espacios de varios días, en los fines de semana, trabajé, ilegalmente, en una boite situada cerca de la plaza de los Vosgos. Me expansioné haraganeando por las orillas del Sena, visitando también la isla de San Luis y el sombrío y pequeño jardín que hay detrás de Saint-Germain-des-Prés, Descubrí en la calle de la Huchette, en una librería, una colección de documentos relativos a la guerra en el aire, los cuales leí con voracidad, considerando la posibilidad de escribir un ensayo sobre la época de la inocencia en materias de tipo aéreo. El proyecto no cuajó, sin embargo. En lugar de hacer eso me coloqué como asesor en una nueva revista francesa de ciencia ficción. Todo se derrumbó más tarde, al quedarse el editor sin dinero.

Continuaba, pues, igual que antes cuando George me llamó. Habían transcurrido ya seis semanas desde l’affaire Karinovsky. Al parecer, el coronel Baker deseaba verme. Acudí en seguida a la cita. Nuestra última transacción había sido algo más que satisfactoria. Ignoro qué es lo que los agentes secretos ganan normalmente. Ahora bien, teniendo en cuenta las tarifas de Baker, yo me hallaba definitivamente interesado en avanzar en mi nueva carrera.

El coronel fue al grano inmediatamente.

—Se trata de ese tipo que usted atrapó el mes pasado —dijo.

Pensé que el coronel hablaba con propiedad aludiendo de aquella manera a Karinovsky.

—¿Qué le ocurre? —pregunté.

—Desea pasarse a nuestro lado.

— ¡Vaya salida sorprendente! —exclamé.

—No crea. Karinovsky es un profesional. Como tal, es muy capaz de cambiar de bando si se le ofrece una compensación adecuada.

—Ya, ya.

—Usted, probablemente —prosiguió diciendo el coronel Baker—, habrá comprendido: el mes pasado, Karinovsky y yo llegamos a un acuerdo. Yo necesitaba cierta información y él me la suministró. Este hecho, desde luego, me permitió controlarle mejor después. Solicité de él otras cosas, cada día más. Me mostraba insaciable —la sonrisita de Baker era ahora francamente desagradable—. Coloqué a Karinovsky en la posición del agente doble; en potencia, la suya era una situación muy peligrosa. Era cuestión de tiempo que sus jefes se enteraran de lo que estaba haciendo. Ahora pretende unirse definitivamente a nosotros, lo cual viene a ser para mí como un golpe…

—Esa es una buena noticia, ¿no?

—Las cosas no son tan simples como a usted se le figuran, amigo mío. Todo debe ser arreglado con atención. Un agente habrá de ser asignado para el control de la operación, para prestar ayuda física en caso necesario. En este caso, Karinovsky ha solicitado la colaboración de un agente específico: usted.

—¿Yo, señor?

—Sí, usted. Específicamente, exclusivamente usted. Supongo que nos hallamos frente a la consecuencia lógica de nuestra pequeña farsa. Karinovsky se halla en Venecia actualmente y precisa salir de allí con toda urgencia. Desea para ello la ayuda de nuestro mejor agente: el temible agente X. La desea, la espera… En estas circunstancias, me disgusta tener que notificarle que el agente X existe y ha existido solamente en nuestra imaginación.

—No hay razón alguna para obrar así —repliqué—. Yo estoy dispuesto a ayudarle en lo que a mi alcance esté.

—Es usted muy amable —contestó Baker—. Esperaba que adoptara esa actitud. Debo advertírselo, sin embargo: en esta misión hay algún peligro… No mucho, creo, pero hay que tenerlo en cuenta.

—Tal hecho no me causa la menor inquietud, señor.

El coronel pareció sentirse profundamente aliviado.

—En realidad, todo es muy sencillo. Karinovsky se encuentra en Venecia, ya se lo he dicho. Se ha puesto en comunicación con el agente nuestro que reside allí, Marcantonio Guesci. Todo lo que tiene usted que hacer es trasladarse por vía aérea a la ciudad mencionada y establecer contacto con Guesci. Él será quien lo arregle todo, por último, sacándoles a usted y a Karinovsky de Italia. La operación completa no puede durar más de un día o dos. Usted se limitará a seguir las instrucciones de Guesci.

Me quedé un poco desilusionado al oír esto. El coronel, evidentemente, se proponía utilizarme sólo como un muñeco, como especie de imitación de un agente secreto. Desde luego, yo no había esperado que hallándome como me hallaba al principio de mi carrera se me confiase un caso como aquel. No obstante, aguardaba un poco más de responsabilidad.

—No tengo nada que objetar —respondí.

—¡Magnífico! —exclamó el coronel Baker—. Bien. Yo preferiría que hiciese de su verdadera identidad un secreto. Ni siquiera Guesci ha de saber la verdad acerca del agente X. Quiero decir que yo confío plenamente en sus recursos personales, pero puede ser que el italiano no piense lo mismo…

—¿Y si Guesci se mete en averiguaciones referentes a mí?

—No lo hará. En caso contrario, sin embargo, usted le dirá que el mando del Lejano Oriente le ha mandado aquí. Nadie sabe en esta parte del mundo qué es lo que hacen esos tipos. Yo creo que en esa ignorancia se mantienen ellos mismos.

—Conforme.

—Todo es, en realidad, muy simple —dijo Baker por segunda vez—. Los únicos factores que complican la situación son los antiguos jefes de Karinovsky. No quieren que este se les escape. Tales incidentes arrebatan la moral y sientan feos precedentes.

—¿Cómo reaccionará esa gente?

—Intentarán matarle, por supuesto. Nosotros deseamos impedirlo.

—Sí, claro. ¿Cuántos agentes enemigos habrá por allí?

—Me imagino que de seis a ocho. Estudie esa documentación antes de marcharse. En su casi totalidad, se trata de individuos corrientes y molientes, con dotes personales muy escasas. Hay que hacer una excepción con Forster.

—¿Forster?

—Le hablo del jefe de operaciones del servicio secreto soviético en el nordeste de Italia. Forster es un hombre formidable, grande, poderoso, hábil… De menudos y ágiles brazos, donde resalta su ingenio es en el planeamiento de sus acciones. El hombre asciende irresistiblemente en su carrera. Sospecho, no obstante, que se mueve con excesiva confianza.

—¿Cómo piensa usted que he de entendérmelas con él?

El coronel permaneció pensativo unos momentos, diciendo por fin:

—Creo que lo mejor sería que le evitase por completo.

Esto no parecía demasiado prometedor. Forster, por lo visto, gozaba de una imponente reputación. Pero yo me encontraba en las mismas circunstancias. Sus actos eran, probablemente, tan fantasmales como los míos. Todo era posible dentro de nuestra especial labor. Y, francamente, el elemento peligroso venía a ser más bien intrigante que desalentador. Era difícil sentirse asustado en aquella confortable oficina del bulevar Haussmann. El ambiente invitaba antes que nada a soñar con Venecia, con las revoloteantes palomas de la plaza de San Marco, las carreras de canoas por el Gran Canal… Hasta me veía a mí mismo entrando en Doney con los bolsillos repletos de dinero.

El coronel Baker y yo sostuvimos una breve e interesante discusión cuyo tema fue el dinero precisamente. Finalmente, acepté la suma de mil quinientos dólares como compensación por un trabajo que no habría de tenerme ocupado más de un par de días. Pensé que me había tratado bien. Incluso me sentí un tanto embarazado por haber tomado una suma tan elevada por una misión tan fácil como la que acababan de asignarme.

Pasé las siguiente cuarenta y ocho horas muy ocupado, estudiando algunos expedientes y diversos mapas de Venecia. De esta manera, me documenté a fondo. Luego, Baker se puso al habla con Guesci. Karinovsky se había introducido en su escondite y se hallaba todo preparado para su huida. A la mañana siguiente yo ocupaba una butaca a bordo de un avión que se dirigía a Venecia.