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HABÍA SIDO aquel un día largo y duro. Mis visitas se habían extendido de un lado a otro de París. Estuve en las proximidades de la Ópera, crucé el río en dirección a Vanries, regresé más tarde al Faubourg St. Honoré, volví a mi punto de partida… Resultados positivos: ninguno.

Eran cerca de las siete cuando, muy cansado, salí del metro, en la parada de Cluny. Corrían los días del mes de abril. En el boulevard St. Michel se alineaba una interminable fila de camiones «Diesel». Caía una lluvia fría y desesperante. Me sentía fatigado, con los pies doloridos, desilusionado. Me dolía la boca de hablar francés con sombríos recepcionistas. Ansiaba volver a mi habitación para hervirme un huevo. Pero le había prometido a George que nos veríamos sin otro propósito que el de tomar algo juntos en cualquier bar.

Me estaba esperando en un feo y pequeño café que se halla situado en las inmediaciones de la «École». Charlamos un rato sobre el cariz del tiempo. Por fin, me preguntó si había conseguido encontrar empleo ya. Le contesté que no. El hombre se quedó profundamente pensativo.

Conozco a George desde los días de la escuela superior, pero tenemos pocas cosas en común. George es achaparrado. Se mueve siempre con una idea determinada: es esencialmente práctico. Yo soy alto, de carácter indeciso e inclinado a formular especulaciones. Él había llegado a Europa para ocupar un puesto técnico de tipo menor en una oscura agencia gubernamental. Yo no había aguardado ninguna invitación específica. Estaba preparado para desarrollar cualquier trabajo, pero nadie me ofreció ninguno. Pronto me di cuenta de que no tenía porvenir —ni siquiera presente—, la venta de la edición parisiense del Herald Tribune. Trabajé como chófer (ilegalmente, haciendo de esquirol), conduciendo un brillante «Buick» desde El Havre a París. En otra ocasión me coloqué de bajo en una orquesta francesa de jazz que actuaba en Montmartre. A fin de seguir con aquella buena gente, sin embargo, necesitaba un permiso, el cual procedí a solicitar de los «Services de Main d’Oeuvre du Ministère du Travail». Me lo negaron: mi empleo robaría a un meritorio bajo del país la oportunidad de ejercer su honesta profesión.

Estaba desanimado. Pero no sentía ninguna amargura. Me gustaba Europa y deseaba quedarme en ella. Aspiraba a vivir en un apartamento romano, con suelos de frío mármol, calefacción inadecuada, sin frigorífico, con su «loggia», un patio, ventanas de dos hojas y un balcón desde el que se disfrutase de una panorámica de los jardines Borghese. Apurando mucho la cosa me hallaba dispuesto a perdonar lo de la «loggia».

Pero ¡ay!, este modesto objetivo parecía ir a quedar para siempre fuera de mi alcance. Mis reservas económicas habían ido descendiendo alarmantemente. Corrían ya el peligro de desvanecerse. Yo me esfumaría con el último dinero.

—Puede que tenga un trabajo para ti —manifestó George tras dilatada reflexión.

—¿De veras? —inquirí.

George miró a su alrededor. De no haber sido por los trescientos estudiantes que había por allí nos hubiéramos encontrado completamente a solas. Bajando la voz me preguntó:

—¿Te gustaría ayudar a atrapar a un espía, Bill?

—Naturalmente que me gustaría. Me complacería muchísimo. —Hablo muy en serio.

—Ya lo he advertido. Tampoco yo bromeo. ¿Se me deparará la oportunidad de vestir una trinchera holgada y de llevar encima una pistola, con funda de esas que se colocan bajo la axila?

—Nada de pistolas —señaló lacónicamente George.

—¿Trabajaré por lo menos en colaboración con una atractiva y misteriosa

dama?

—Ni eso siquiera.

—Lo que me ofreces no parece ser muy interesante, tal como tú me lo presentas —le dije a mi amigo—. Quizás sea preferible que actúe para el «MI-5» o la «Sûreté».

—Escúchame —contestó George, irritado—. No se trata de una broma.

Inicié una sonrisa que no se consumó. A lo largo de los quince años que conozco a George le he visto gastar pocas bromas y ninguna como aquella…

—La verdad es que desde un principio he pensado que no hablabas por hablar —confesé.

—No te has equivocado, Bill.

Le miré con fijeza. Siempre me había preguntado, hasta entonces, cómo se convierte una persona normal en agente secreto. Lo supe: uno se ve metido en el asunto por un amigo que ya está dentro de él.

—Bueno, ¿qué? —inquirió George al cabo de un rato.

—¿Qué de qué?

—¿Te interesa?

—Ya te he dicho que sí. ¿Cuándo tengo que empezar?

—Antes de tomar una decisión quiero que te lo pienses —señaló George, muy serio.

Me puse a meditar, sólo por complacerle. Consideré mis cualidades personales con vistas a la vida aventurera del agente secreto. Sabía disparar un rifle «M-1» con precisión razonable y conducir un coche deportivo a velocidades modestas. Yo había ayudado a patronear una embarcación a vela, concretamente una «Hereshoff-S», en travesía efectuada desde Manhasset a Port Jefferson y en otra ocasión tuve en las manos los mandos de una avioneta «Piper Cub». Sabía hablar a medias francés, español e italiano y había recibido tres horas de instrucción de judo. Por añadidura, había leído, desde luego, mucho sobre tan especial actividad en las páginas de determinadas revistas pasadas ya a mejor vida. En resumen: me hallaba tan bien preparado como cualquiera.

Pensé también en lo interesante que podía resultar aquel trabajo, en el poco dinero de que disponía yo en aquellos instantes, en las escasas perspectivas de prosperidad que me ofrecía París y en que no abrigaba la menor intención de regresar a Estados Unidos. Me constaba que George iba en serio y que incluso había tocado el tema de una forma sombría. Mi actitud era distinta. Había oído decir siempre que Europa estaba plagada de agentes secretos de todas las nacionalidades, sexos, tamaños y colores, pero la idea de que George o yo mismo pudiéramos vernos en ese mundo se me antojaba ridícula.

—De acuerdo —manifesté—. Ya está pensado.

—Al parecer, has reaccionado de un modo muy curioso —indicó George fríamente.

Creí haberle ofendido en su dignidad.

—Lo siento —respondí—. Intento habituarme a la idea. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas tú para el CIA?

—Trabajo para una organización autónoma. Desde luego, colaboramos con la que has citado.

—¿Y por qué me has hecho esta proposición? Quiero decir: esta clase de tareas, ¿no son efectuadas rigurosamente por individuos afectos, ya encuadrados?

—Habitualmente, sí. Pero ahora necesitamos una persona que no haya tenido anteriormente contacto con nosotros, ni con el CIA, ni con ninguna otra organización similar.

—¿Por qué?

—Para atrapar a un espía es preciso poner un cebo fresco —explicó George, sencillamente. Estas palabras no tenían para mí un sonido demasiado agradable. Opté por callar, sin embargo. No podía reprocharle nada.

—Además —añadió George—, había que hacerse con un hombre de cierta apariencia y edad, en quien pudiésemos confiar sin reservas. Nos une una antigua amistad y mi confianza en ti es absoluta.

—Muchas gracias.

—Bien. Si tu decisión es en firme, vayamos a ver a mi jefe. Él te pondrá al corriente de todos los detalles.

George pagó el servicio. Cuando nos marchábamos agregó:

—A propósito… No esperes recibir una gran suma de dinero. Andamos algo apretados desde el punto de vista económico y tu labor será breve.

—Sólo he esperado serte útil —repliqué.

Quizá me hubiese mostrado insufriblemente despreocupado. A modo de compensación, George había actuado en todo momento con extraordinaria gravedad.

Nos trasladamos a la oficina de George, en el boulevard Haussmann. Allí me entrevisté con el coronel Baker. Era un hombre menudo, limpio, de piel color caqui, acerados ojos e irónicos labios. Las extremidades de sus uñas aparecían terriblemente mordisqueadas. Le fui muy simpático.

Procedieron a darme cuenta de la situación tal como se hallaba planteada. Todo estaba referido a un tal Antón Karinovsky, rumano de nacimiento, agente ruso con la ocupación. Este individuo, utilizando diversos nombres y disfraces, se había convertido en una auténtica molestia por espacio de algunos años dentro de Europa Occidental. Al coronel Baker le había sido encomendada la misión de hacer algo con respecto a él…

Había habido un dilatado período de papeleo, vigilancia y simple espera. Por fin, había sido identificado por la organización a que pertenecía Baker, con razonable seguridad, un hombre en quien todos veían a Karinovsky. Esbozáronse planes a continuación. Hubo aportaciones llenas de fantasía, puros juegos de manos. Todo ello culminó en el plan final, conocido técnicamente con la denominación de «Captura». Dos días más tarde, Karinovsky tomaría un tren que había de conducirle a Barcelona. Yo me encontraría con él en dicho tren. Me había convertido en un cebo. En la curiosa jerga del servicio secreto, yo era conocido por el nombre de «el queso».

—Nada tengo que objetar —manifesté—. Pero será mejor que les prevenga… No he disparado un arma de fuego desde que me licenciaron.

Baker hizo una mueca.

—¿No se lo dijo George? Las armas no tendrán aquí intervención.

—George me lo indicó ya, en efecto. A mí esto me parece bien. ¿Qué pasará, no obstante, si Karinovsky decide seguir otros rumbos?

—No se producirán violencias —aseguró Baker—. Todo lo que usted ha de hacer es cumplimentar las órdenes recibidas.

—Escuchar es ya obedecer —repuse.

Las invisibles ruedecillas del misterioso mecanismo comenzaron a girar.

Veinticuatro horas más tarde, cierto general americano que pasaba sus vacaciones en Pamplona recibió una petición con carácter urgente, que procedía del comandante de la 22.a División Acorazada estadounidense, estacionada en Sangüesa. El general rebuscó apresuradamente entre sus papeles, comprendió algo, muy embarazado, y cursó un telegrama cifrado a París.

Poco después de ser recibido en la capital francesa aquel, un civil visitaba el cuartel general del Tercer Ejército, enclavado en la avenida Neuilly. Allí, dentro de una oficina del segundo piso, un coronel de fruncido ceño puso en manos de su joven y bien parecido visitante un maletín. Este último salió a buen paso del edificio y ya en la acera miró con naturalidad en ambas direcciones, haciendo señas a un taxi para que le recogiera. Vestía una camisa «Madras» de corte deportivo, una chaqueta de seda italiana… Sus zapatos, bastos y fuertes, de procedencia escocesa, brillaban. Solamente su pañuelo, de color oliva, como los del soldado raso, no era de origen rigurosamente particular.

El joven y bien parecido visitante del coronel era yo, ya de lleno metido en la intriga bizantina tramada por Baker. Se me suponía portador de unos papeles, por el más sencillo de los medios, los cuales había de poner en manos de mi general, un hombre de congestionada faz. Se me suponía también un individuo obstinadamente empeñado en no asemejarme en nada al clásico agregado militar americano. Tal caracterización presentaba sus dificultades, naturalmente. Con franqueza: no tenía la más leve idea sobre la forma en que Karinovsky iba a enterarse de todo esto. Estimé que aquel asunto era desesperadamente complicado. Desde luego, yo sabía prácticamente bien pocas cosas acerca de los tortuosos caminos que acostumbraban seguir los espías. Sea lo que fuere, Baker me había dicho que no me preocupase.

Al poco de mi entrada en la estación de Lyon me acomodaba en un compartimiento de primera clase del expreso del sur, con sus carga de turistas que se encaminaban a Pamplona. El «queso» se había puesto en movimiento. Cosa sorprendente: el ratón avanzaba ya tras aquel y a escasa distancia.

No tuve que buscar a Karinovsky; me encontró él, como ya me había sido anticipado. Teníamos el compartimiento a nuestra disposición. Karinovsky era un hombre de mediana edad, de cuadrado rostro, en cuyo labio superior campeaba un negro bigote. La expresión de aquel era dura. Tenía unas pronunciadas bolsas bajo los ojos. La nariz era más bien aplastada y grandes las orejas. Los canosos cabellos completaban los rasgos más sobresalientes de su físico. Hubiera podido pasar perfectamente por un defensa, en el terreno deportivo, y también por un coronel húngaro de infantería o un bandido siciliano, quizá. Me dijo que se llamaba Schoner, era de nacionalidad suiza y estaba dedicado a la venta de relojes. Yo le di por mi parte como apellido el de Lymingíon, declarando que trabajaba como ayudante del director de una agencia de viajes.

Hablamos. Mejor dicho, habló Karinovsky. Era un fanático del fútbol. No dejó de charlar un instante, ocupándose a fondo de las probabilidades que tenía el equipo de Suiza de vencer en su inminente encuentro con el Milán. Fumamos casi sin parar y el aire del compartimiento se enrareció con el humo de mis «Chesters» y de sus «Gaulois». El convoy corría por la verde campiña francesa. Al llegar a

Vichy, Karinovsky había agotado el tema del fútbol, comenzando a ocuparse del «Grand Prix». Mis ojos quedaron deslumbrados ante los centelleos de los «Ferraris», de los «Aston-Martins», «Alfa-Romeos» y «Lotus»… Llegué, creo yo, a percibir el estruendo de los potentísimos motores de aquellos bólidos. A las dos horas había agotado un paquete de cigarrillos y empezado otro. Hacía calor dentro del compartimiento. Me sequé la frente con el revelador pañuelo caqui y me pareció advertir un cruel destello en los apagados ojos de aquel individuo.

El monólogo proseguía, sin embargo. A Karinovsky no había quien le hiciese callar. Mi vejiga estaba a punto de reventar (más tarde había de aprender que ella constituía un recurso entre los espías), y en la boca tenía el sabor del polvo. Creo que nos encontrábamos en los alrededores de Périgueux cuando inició el relato de su vida mi compañero, aludiendo a sus actividades de vendedor de relojes principalmente. Literalmente: me tenía aburrido. Su monótona y áspera voz me había puesto los nervios de punta y yo tenía la mente entumecida por una avalancha de informaciones deportivas, falsas opiniones y fáciles anécdotas, cuyo final se adivinaba mucho antes de acabar de ser contadas.

Sentí un peligroso deseo: el de propinarle un buen golpe para que se callara de una vez. En lugar de cometer tal disparate, opté por excusarme, dirigiéndome al tocador y cuarto de aseo. Me llevé el maletín, regresando cinco minutos después. Me dije que lo más seguro era que Karinovsky continuara con su interrumpido discurso. Pero ahora el tren aminoraba la marcha ya, para la inspección de aduanas en Hendaya.

Karinovsky se calmaba. Empezó a mordisquearse las puntas inferiores del bigote. Repentinamente, aprecié unas manchas en su papada. Me confió que se sentía progresivamente indispuesto y yo salí en busca del mozo. A mi regreso vi que el hombre se había tendido sobre los asientos, sujetándose con ambas manos el estómago. Parecía tener fiebre. El mozo y yo calculamos que debía de tratarse de una apendicitis.

Le sacamos del tren en Hendaya. En marcha de nuevo el convoy, examiné mi maletín. Me di cuenta en seguida de que no era el mío, aunque la semejanza se me antojó sorprendente. Karinovsky debió de efectuar el cambio de los maletines aprovechando mi ausencia, al salir yo en busca del mozo. El que me dejara sólo contenía periódicos. En el que se había llevado se encontraba un informe militar de tipo rigurosamente confidencial. El maletín en cuestión contenía, asimismo, un millar de dólares en cheques de viaje. Hasta aquel instante, todo marchada de acuerdo con el plan previsto.

Seguí en el tren hasta una parada posterior: Massat. Aquí me apeé, entrando en un café llamado «El Alce Azul», donde esperé a que me llamaran por teléfono. Estuve tres horas aguardando… Nadie parecía acordarse de mí. Entonces tomé el tren de regreso a París, recreándome con una espléndida cena.

Al día siguiente pase el informe correspondiente sobre lo sucedido en la oficina del coronel Baker. Este y George estaban positivamente desbordantes de buen humor. Baker abrió una botella de champaña, poniéndome en antecedentes acerca de lo que había pasado.

Él, George y uno o dos agentes más estaban en Hendaya, en la estación concretamente, cuando Karinovsky se apeó del tren. Obrando con extremada cortesía, pero también con firmeza, le condujeron a un desierto café, exponiéndole la situación tal como había quedado planteada. A saber:

Karinovsky acababa de robar un maletín en el que había sido depositado un importante documento militar, además de una suma que ascendía a un millar de dólares americanos. El maletín era fácilmente identificable y se disponía de testigos. Y el propietario de aquel aguardaba en Massat, listo para demandar al ladrón formalmente y hacer que cayera sobre él la ley francesa, con todo su rigor.

La «hazaña» podía significar para el culpable una estancia de diez años, por lo menos, en una prisión del país.

Karinovsky sabía identificar perfectamente una trampa, como experto que era en aquellas lides. Le habían engañado; había caído como un principiante en la celada que le tendieran. Estaba dispuesto a hablar de negocios…

En la siguiente media hora fueron discutidas las condiciones. Baker no me las detalló, pero, al parecer, resultaron satisfactorias para ambas partes. El caso quedó así cancelado.

Luego, George comentó:

—Claro que… no sabes lo mejor de la historia.

—¿Debemos de decírselo? —musitó Baker.

—¿Y por qué no, señor? —inquirió mi amigo—. En fin de cuentas, él desempeñó un papel en nuestra comedia.

—Sí, es verdad —dijo Baker. Tras estas palabras se recostó en su sillón. Sus amables y penetrante ojos dieron la impresión de chisporrotear—. Todo pasó en el café, apenas advirtió Karinovsky que se había metido en un lío. Reflexionaba, intentando señalar el momento en que había cometido un error, buscando el porqué, el cómo… ¿Quién le había atrapado en realidad con tanta limpieza?, se preguntaba. De pronto, levantó la cabeza, con una expresión de horror en el rostro. —¡Santo Dios!— exclamó. —Ese estúpido militar del tren andaba metido en esto, ¿verdad? Baker había sonreído, preguntando:

—¿Se refiere usted acaso a nuestro señor Nye?

Karinovsky abatió los hombros.

—Hubiera debido adivinarlo. Evidentemente, ese idiota trabajaba por cuenta de ustedes.

—No es eso, exactamente —replicó Baker, repentinamente inspirado—. Expresándose con la máxima corrección debiera usted decir que nosotros nos vimos empleados por ese idiota.

Luego, Baker comprendió que había creado una interesante ilusión en la mente de Karinovsky. Acababa de conjurar la imagen de un dechado de agentes, de terrible potencia intelectual y altas y bien desarrolladas habilidades.

Pragmático siempre, Baker había aceptado este golpe de suerte inesperado. Se enfrentaba con ilusiones, después de todo. Le parecía que aquella podía ser útil si alguna vez Karinovsky se malograba. La individuación, en un análisis final, lo era todo. De acuerdo con ello, era mucho más impresionante ver asomarse por encima del hombro de Karinovsky al agente secreto Nye que confiar tal labor a una organización anónima. Y más allá de estas consideraciones puramente prácticas surgían otras posibilidades: un agente fantasma puede encargarse de misiones más peligrosas que las acometidas por sus tangibles antagonistas. A un espectro no se le puede capturar utilizando métodos normales.

Sí. Habría siempre trabajo para el agente X, como Baker lo bautizara en seguida. El agente X se aprovecharía de esa ley de la naturaleza humana que hace de los seres dedicados al engaño las víctimas más fáciles de los hombres que practican el juego eterno de la superchería. La ley de la autodepredación, decidió llamarla el coronel; la regla de hierro en virtud de la cual una inevitablemente misericordiosa naturaleza cambia la fuerza especializada del depredador en fatal debilidad, exponiendo unos intereses creados a las normas de un término medio de largo alcance.

Así, al menos, pensaba Baker, rojo, congestionado, intoxicado por el éxito, convencido de momento de que nada quedaba ya fuera de su alcance. Una palabra suya y se pondrían en marcha ejércitos de fantasmas; los hombres de carne y hueso se estremecerían al contemplar su avance.

En un tono de voz muy amable, le preguntó a Karinovsky:

—Nuestro señor Nye consiguió engañarle, ¿eh?

—Me he preciado siempre de conocer a los hombres —contestó Karinovsky—. Hubiera sido capaz de jurar que ese individuo no era nada… Yo le consideré inmediatamente una nulidad, una de esas personas que pasan inadvertidas casi siempre. Desde luego, nunca pude llegar a imaginarme que se trataba de un profesional.

—Nye se las arregla en todo momento maravillosamente para causar tal impresión —manifestó Baker—. Esa es una de sus muchas habilidades.

—Si lo que ustedes me dicen es cierto —opinó Karinovsky—, hay que afirmar que nos hallamos frente a un agente formidable. Pero, claro, sería usted, naturalmente, quien planeara los detalles de la presente operación, ¿no?

Baker pensó en los lagos meses de rutinario trabajo, en la soberbia coordinación de su equipo de agentes, en su propia astucia al elaborar un plan hecho a la medida de Karinovsky, que sólo a él podía irle bien. Hubiera querido hablar a su interlocutor de todo ello. No lo hizo, sin embargo. Sacrificó de momento unos segundos de orgullosa expansión en provecho de sus nuevas ilusiones.

—Me gustaría haber sido yo quien la planeara —confesó Baker—. Pero la verdad es que desaprobé el proyecto desde el principio. Me figuré que no daría resultado. Nye supo desbordarme… Como de costumbre, la razón estaba de su lado.

Baker había esbozado aquí una sonrisa de amargura.

—Cuando media el éxito las discusiones sobran, ¿no?

—Cierto —convino Karinovsky, suspirando profundamente. Eso fue todo. Abrimos una segunda botella de champaña y brindamos repetidas veces. George me preguntó qué sentía al saberme un agente ultraespecial. Le contesté, expresándome con entera sinceridad, que de momento me encontraba muy a gusto. El coronel Baker, aludiendo complacido a su invención, declaró que siempre había ansiado crear su agente personalísimo. Los de verdad no eran capaces en todas las situaciones de encontrar su camino en la oscuridad. Me refirió varias divertidas historias para ilustrar su punto de vista.

Tras esto, nos separamos. En uno de los bolsillos de mi americana llevaba yo un sobre blanco. Contenía quinientos dólares, cantidad que se me figuró una recompensa provechosa por un día de trabajo.

Había sido aquella una agradable aventura. Por supuesto, yo me imaginé en su día que todo terminaba allí…