Sir Askew dejó la pluma en el tintero, satisfecho. Consideró que la primera parte de su novela no había quedado demasiado cargada de cuestiones matemáticas ni de consideraciones filosóficas sobre la Historia y el destino del mundo. Era extensa, es verdad, pero la vida de dos hombres tan prodigiosos como Kepler y Tycho bien se lo merecía.
Volvió a coger la pluma y, sobre la página de guarda, escribió con grandes letras mayúsculas:
EL TESORO DE TYCHO, O CÓMO JOHANN KEPLER LOGRÓ APODERARSE DE LAS MILES DE OBSERVACIONES CELESTES RECOGIDAS POR TYCHO BRAHE, OBSERVACIONES QUE LE PERMITIERON ELABORAR UN NUEVO MAPA DEL UNIVERSO, COMO SE VERÁ EN LA SEGUNDA PARTE DE LA PRESENTE OBRA. NARRADA POR UN VIAJERO INGLÉS QUE TUVO EL HONOR DE CONOCER A LOS DOS MAYORES ASTRÓNOMOS DE LOS TIEMPOS MODERNOS.
Se levantó y se instaló en el canapé, dejó caer la nuca sobre el respaldo y estiró las piernas sobre los cojines, decidido a descansar un rato antes de leer una última vez la segunda parte, titulada «El ojo de Galileo, o cómo Johann Kepler…». Se quedó dormido. En su sueño, Tycho y Kepler manipulaban un gran sextante. Sucedía en Uraniborg, en la isla de Hven, o Venusia, que sonaba mejor para una novela. Había olvidado describir aquella escena. Había que… Se despertó sobresaltado.
—Soy una idiota —murmuró—. Kepler jamás estuvo allí.
Intentó volver a dormir. Pero la imagen de un Kepler de visita en Dinamarca continuaba persiguiéndole. De manera maquinal, volvió la cabeza hacia la mesa sobre la que había dejado su manuscrito. Un muchacho pelirrojo de unos doce años, con sus dos manos a modo de visera sobre la frente, estaba leyendo su libro. El viejo gentleman se levantó lo más discretamente que pudo. ¡Precaución inútil! El muchacho, sumido en su lectura, parecía haberse ausentado del mundo. Sir Askew posó su mano sobre el hombro del chico y dijo con voz amenazadora:
—¿Qué estás haciendo?
El muchacho levantó la cabeza, ni siquiera sorprendido, y respondió:
—¡Pues leer!
—Lo veo, pero… En primer lugar, ¿quién eres tú?
—Isaac, el hijo de una de vuestras sobrinas, la señora Smith, la esposa del rector North Witham.
—¿Ah? ¿Y cómo has entrado en el parque?
El chico se encogió de hombros, como si aquella pregunta fuese estúpida.
—Hay un agujero en el muro. ¿Por qué no nos enseñan todas estas cosas en la escuela? Todo lo que contáis en vuestro libro…
—¿Vas a la escuela?
—Claro. El año pasado, cuando vinisteis a hacer una inspección en el colegio de Grantham, incluso me felicitasteis, y me disteis cinco peniques por mis buenas notas en cálculo.
Sir Askew recordó vagamente a aquel colegial capaz de hacer mentalmente divisiones de tres cifras. «Igual que Kepler cuando era niño», pensó el anciano. Pero también encontró que era muy insolente. Respondió secamente a la pregunta de aquel pilluelo:
—No son lecturas para niños.
—No hablaba de esas historias en las que hombres y mujeres hacen cosas feas. En la escuela son los malos estudiantes los que las cuentan. Es algo asqueroso. Lo que a mí me interesa es saber cómo los sabios descubrieron que la Tierra era redonda, cómo calculan las distancias entre los planetas, su velocidad y todo lo demás…
Aquel muchacho parecía tener una inteligencia notable. ¡Qué contraste con su numerosa progenitura de cretinos! De pronto, sir Askew, sin saber por qué, tuvo la certeza de que era a propósito de ese niño que aquella voz misteriosa, la que en otros tiempos había escuchado en el camino, le había ordenado: «Cuéntalo todo, cuenta la verdad. ¡Habla!».
—Tampoco esto me parece apropiado para tu edad. Es demasiado complicado. Para entenderlo hay que remontarse muy atrás en el tiempo, hasta los griegos. ¿Quieres que te cuente una bonita leyenda de aquella época, que explica la verdad mejor que la más seria de las memorias, Isaac Smith?
—¡No me llamo Smith, señor! El rector Barnabas sólo es mi padrastro. Yo me llamo Newton.
—Pues bien, Isaac Newton, te voy a contar la leyenda del bastón de Euclides.
FIN