Tycho había asistido, por la tarde, en compañía del emperador y de una buena parte de la corte, a la primera disección pública de un cadáver humano, realizada por su amigo, el decano de la facultad de medicina de Praga: el profesor Jessenius. Al final de la lección de anatomía, Rodolfo, presa de una profunda melancolía, en lugar de debatir sobre aquella sesión con el areópago de sabios y artistas que siempre le rodeaba, había preferido aislarse. Kepler, demasiado sensible, se había visto obligado a abandonar el anfiteatro al primer golpe de escalpelo. Pero era con él con quien a Tycho le hubiese gustado filosofar sobre el tema. Desde el retorno de su ayudante, un mes después del matrimonio muy discreto de Elisabeth y Tengnagel, no podía prescindir de él, disfrutando de su conversación más que de cualquier otra cosa en el mundo, de acuerdo en todo, menos, claro está, en el heliocentrismo, al que se resistía tenazmente. Llegaba de improviso al aposento de Johann, se invitaba a su mesa, cubría a Barbara y a Regina de regalos y atenciones, preocupándose de que nada les faltase. Y cuando el emperador lo convocaba, lo que sucedía cada vez con mayor frecuencia, obligaba a Kepler a acompañarle, a pesar de lo poco que a éste le gustaba el ceremonial.
El anfiteatro se vaciaba. Nadie se atrevía a levantar la mirada, era como si hubiesen participado en un asesinato o en una orgía. El cadáver diseccionado había sido retirado, pero las baldosas del suelo todavía estaba manchadas con restos de sangre y algunas vísceras. Tycho respondía de manera maquinal a los saludos que le hacían en silencio. Se habría dicho que se trataba de unos funerales. Tengnagel se le acercó.
—¿No crees que harías mejor estando con mi hija —le dijo sin amabilidad—, que puede dar a luz de un momento a otro? ¡Pero ahora ya no te interesa, ¿eh?, ahora que has conseguido lo que querías de mí! ¡Desaparece de mi vista!
Su yerno no se lo hizo decir dos veces. Tycho salió del anfiteatro. No tenía ningunas ganas de volver al palacio Curtius y enfrentarse a aquella familia que le había traicionado. En el pasillo, dos hombres conversaban animadamente. Conocía al barón Rosenberg y al consejero Minkowitz, dos hombres cercanos al emperador, que animaban a Rodolfo a fomentar, sin mirar los dineros, las artes y la filosofía, llamándole nuevo Augusto y nuevo Mecenas. Habían contribuido a que Tycho obtuviese la considerable pensión de que disfrutaba. Por otra parte, el danés no comprendía demasiado bien por qué aquellos individuos, que no se interesaban por las cosas del saber, le habían apoyado. ¡Qué importaba! Eran unos alegres compañeros que podrían ayudarle a salir de su tristeza.
Como la residencia del barón Rosenberg se hallaba a dos pasos de la facultad de medicina, fue allí donde decidieron hacer sus ágapes. Naturalmente, la conversación giró en torno a la lección de anatomía. Y cuanto mayor era su estado de ebriedad, tanto más sus palabras caían en la escatología más macabra. El juego consistía en quitarles el apetito y aumentarles la sed a los otros dos comensales.
—Señor Tycho —balbució el consejero imperial Minkowitz—, vos que sabéis tantas cosas, ¿creéis que las tripas que tenemos en el vientre son más largas en aquellos que tienen más apetito?
—Es verosímil —respondió Tycho dándose unas palmadas en la panza—, y mis intestinos, mis tripas, como vos decís, deben de medir por lo menos unos cien codos.
—Si eso es así —intervino el barón—, debéis fabricar unas mierdas considerables.
—¡La cosa no está tan clara! Los dos perros que me regaló el rey de Escocia, que acaba de ser coronado rey de Inglaterra con el nombre de Jacobo I, eran dos mastines. Pero Pólux, la hembra, cagaba unos mojones enormes, mientras que Cástor, el macho, los hacía ridículamente pequeños.
—¿Pólux? ¡Extraño nombre para una perra! ¿Será entonces una cuestión de sexo?
—Tal vez. En una ocasión pisé la mierda de una galga de Su Majestad. Pues bien, señores, creedme, ¡el mar Negro, en comparación, no era más que un canal de Benatky!
El barón Rosenberg se echó a reír ruidosamente, dándose palmadas sobre los muslos. El consejero Minkowitz, perplejo, continuó su razonamiento:
—Pero, entonces, si vuestras tripas son más gruesas y más largas que las de los demás, no sólo vuestra contención es mayor que la de la mayor parte de los seres humanos, sino también vuestro tiempo de continencia. Contención, continencia, es divertido, ¿no es cierto? ¡Ja, ja! Contención, continencia.
—Voy a demostrároslo, señor consejero. Abandonemos este tokay, sólo apropiado para afeminados e italianos. Os apuesto, señores, un polvo con mi hija Cecilie contra un tonel de vino francés a que puedo beber, una tras otra, seis pintas de buena cerveza de mi amigo Scultetus, ¡y que a continuación estoy una hora conteniendo mis aguas!
—¿Seis pintas? ¿Una hora sin mear? ¡Es imposible! —exclamó el barón—. ¡Vais a estallar! Me niego.
—¿Por qué? —dijo Tycho de forma estridente—. ¿Acaso no os gusta mi casta Cecilie? ¿Las preferís un poco más experimentadas, como Sophie? Elisabeth no está disponible actualmente, ¡a menos que la lección de anatomía os haya dado la idea de ir con vuestro instrumento a explorar el vientre de una parturienta! Pero ¡tengo algo mejor! A falta de Citerea, ¿qué os parecería un viaje a Lesbos? Mi hija mayor, Magdalene, os invitará. Siento mucho, señor barón, no poderos ofrecer a mi esposa. Una campesina, todavía sin desbastar… Por lo demás, no vale nada en la cama. Creedme, sé de lo que hablo.
Se levantó de su silla tambaleándose y lanzó un grito en dirección al techo:
—¡Señor, Señor! ¿Qué crimen cometí para que me dieses semejante linaje de bárbaros?
Luego se vino abajo. Con la cabeza hundida en los brazos cruzados, se puso a sollozar. Considerando que había llegado la hora de despedir a sus invitados, el barón Rosenberg le dio unas palmadas en el hombro.
Tycho se enderezó, con la nariz torcida, dio un puñetazo sobre la mesa y gritó:
—¡Ah, no! Os he lanzado un desafío, lo mantendré. Seis pintas, una hora sin mear.
Dos lacayos hicieron rodar un tonel, que colocaron delante de Tycho. Rechazó las gruesas jarras de cerámica, con delicados dibujos azules, y eligió una de estaño, puesto que su padre, explicó, sólo usaba de ese tipo. Arrancó la tapa, que le habría molestado. La sala se llenó con la servidumbre del barón, que quería ser testigo de la proeza. No permitió que nadie le llenase la jarra. La sostuvo inclinada bajo el grifo, para que se formase la menor cantidad de espuma posible. Durante un buen rato, su rostro casi despareció detrás de la vasija. Sólo se veía el movimiento de sus mejillas y su doble papada. Dejó la jarra lanzando una gran suspiro. Su bigote rojo estaba orlado de nieve. Repitió la operación otras cinco veces. Finalmente, bajo los aplausos, se arrellanó al fondo de su asiento, resoplando. El consejero Minkowitz miró el reloj y anunció que eran las 20 horas y 30 minutos.
—Y treinta y dos —precisó Tycho—. ¿Y si cenásemos? Este ejercicio me ha abierto el apetito.
Así pues, cenaron, y copiosamente. Tycho sólo bebió vino tinto, explicando doctamente que era la menos diurética de las bebidas. Los otros dos emitieron ligeros silbidos que pretendían ser de admiración, pero que parecían más bien el murmullo de una fuente. Tycho no se dejó engañar.
—Sin trampas. ¿Queréis dejar de hacer esos ruidos incitativos?
Durante una hora devoraron la comida. Luego, fanfarrón, Tycho esperó otros cinco minutos antes de dirigirse hacia el lacayo portador de un gran orinal. Nada de nada. Tycho se puso a silbar, los otros le imitaron, de suerte que la casa del barón Rosenberg acabó pareciendo una jaula de pájaros. Se sentía hinchado, tenía un vago dolor en los riñones. Decidió volver a casa solo, a pie, por los jardines, considerando que aquella hermosa noche de octubre le sentaría muy bien.
—Y además —añadió—, un sicomoro o cualquier otra esencia traída de las Indias inspirarán mi vejiga. Adiós, señores.
La bóveda celeste estaba limpia de toda nube. Relucía con el brillo de todas las estrellas. La borrachera de Tycho se disipó de golpe. Se reprochó a sí mismo perder el tiempo en juegos tan estúpidos con aquellos imbéciles, cuando su lugar estaba allí, en el observatorio. Sus ganas de mear se iban volviendo dolorosas. En ausencia de un sicomoro, lo intentó bajo un olmo. En vano, pensó que la Luna estaba en conjunción con Saturno. La fachada del palacio Curtius estaba sumida en la oscuridad. Sólo la ventana del aposento de Kepler se hallaba iluminada. Tycho se dijo sonriendo que su asistente estaba a punto de tenérselas con Marte. Subió con dificultad los escalones, sosteniéndose en la barandilla, y se dio cuenta entonces de que se ha dejado olvidado el bastón de Euclides en casa del barón. Aquello jamás le había ocurrido con anterioridad. Tuvo miedo. Era una señal. Iba a morir.
—¡A mí! ¡Socorro, auxilio! ¿No hay nadie que me ayude?
El conserje apareció en lo alto de la escalinata, con un candelabro en la mano. Estaba acostumbrado a ver a su amo en aquel estado, de modo que lo cogió por el brazo y lo llevó hasta su habitación. Cuando lo tuvo acostado, aquel excelente servidor consideró que él también podía hacer lo mismo y dejar para el día siguiente la orden que Tycho había balbuceado varias veces mientras lo metía en la cama: ir a buscar el bastón a casa del barón Rosenberg. Iba a cerrar las puertas del palacio con el sentimiento del deber cumplido cuando oyó unos gritos:
—¡Sangre! ¡Estoy meando sangre! ¡Un médico, deprisa!
El conserje volvió precipitadamente a la habitación, sólo para contemplar el lamentable espectáculo de un Tycho sin nariz, desnudo y de pie delante del orinal. Empujado por la curiosidad, el conserje miró en el fondo del recipiente. En efecto, había un filamento rojizo en el centro de un minúsculo charco de orina.
Diez minutos más tarde, toda la familia se hallaba a la cabecera de la cama. Finalmente, encontraron en el barrio viejo a un médico de pobres que, muy orgulloso de tener que sanar a un tan alto personaje, lo purgó y lo sangró abundantemente. Tycho no pudo cerrar los ojos en toda la noche, tan atroces eran los dolores que sentía en la vejiga.
Al final de la mañana, el emperador, alertado, envió a su casa a sus tres mejores médicos personales, entre otros Thaddaeus Hayek, que conocía bien a Tycho, a quien habría tratado hacía tiempo en Ratisbona, y al que después había visitado en Venusia y, finalmente, en Holstein.
Hayek no pudo hacer gran cosa más de lo que ya se había hecho, sólo recomendar al enfermo un ayuno total, moderado únicamente por un caldo suave, una vez al día. El dolor se calmó un poco durante la jornada. Ligeramente molesto, el barón Rosenberg le trajo el bastón de Euclides, que Tycho no había dejado de reclamar. Por fanfarronería, y para demostrar que se trataba de un malestar pasajero sin relación con su borrachera de la víspera, ordenó que le sirviesen paté y vino. Los médicos pusieron el grito en el cielo, pero Tengnagel, que no se había apartado de la cabecera de su suegro, aunque éste no le había dirigido ni una palabra, sostuvo que el apetito era prueba del restablecimiento de su paciente, y los despidió.
Kepler tan sólo se enteró de la enfermedad de Tycho a mediodía, cuando, como de costumbre, se dirigía al observatorio para contemplar el Sol en su cenit. Realizó su trabajo, luego volvió a sus aposentos para comer y hacia las 15 horas decidió ir en busca de noticias. Encontró la puerta cerrada. Delante de ella los médicos del emperador, furiosos, le informaron de la situación: al no respetar la dieta que ellos le habían prescrito, Tycho estaba a punto de matarse. Y Kepler pensó que Tengnagel le ayudaba. Les aconsejó que avisasen al emperador. Él mismo marchó a buscar a Jessenius, puesto que sabía que Tengnagel no le podría negar la entrada: el decano conocía demasiadas cosas de él. Cuando los dos hombres volvieron, entraron sin dificultad en la habitación. Pero el mal ya estaba hecho. Tycho, desnudo, echado de espaldas, con la cara violácea en torno al agujero negro de su nariz, gemía suavemente, con la mano en el vientre. El recuerdo de su primer hijo muerto cruzó la memoria de Kepler. Sólo Magdalene estaba a su cabecera. En el fondo de la habitación, sentados alrededor de una mesilla, Tengnagel y Rosenberg vaciaban una botella de vino. Jessenius les ordenó salir.
—¿Y él? —preguntó Tengnagel, señalando a Kepler.
—Necesito que el profesor me ayude. Emborrachaos en otro sitio.
Tycho estaba inconsciente. El anatomista lo palpó un poco por todas partes. Kepler le ayudaba a dar la vuelta al enfermo.
—Todos los órganos están mal. El hígado y la vejiga están duros como una piedra. El corazón late demasiado deprisa. No se puede hacer gran cosa, tan sólo aliviar sus dolores con infusiones de granos de adormidera.
—¡Absurdo! —dijo una voz potente—. ¿Desde cuándo un desguazador de cadáveres se dedica a curar vivos?
Thaddaeus Hayek y los médicos del emperador habían regresado reforzados. Eran seis, sin contar con sus ayudantes y sus estudiantes. Muy pronto la habitación quedó transformada en una arena romana, en la que los gladiadores se arrojaban unos a otros las almas de Hipócrates, de Galeno, de Celso y de Paracelso, los humores secos contra los humores húmedos, sin olvidar algunos planetas, Mercurio, Júpiter y Saturno, sobre todo. Kepler consideró que, en lo que le concernía, la más hermosa prueba de valor sería la huida. En el vestíbulo, además de toda la servidumbre, inquieta por su empleo si el amo llegaba a desaparecer, la familia Brahe sólo estaba representada por Magdalene. La mujer interrogó a Kepler, el cual le respondió únicamente con un gesto de impotencia. Sólo quedaba esperar.
La agonía duró doce días. Al principio, Tycho, que no podía conciliar el sueño, tan fuerte era el dolor, reclamaba, en secreto, por la noche, «platillos», como él decía, que Tengnagel le servía diligentemente. De la fiebre pasó al delirio. Kepler acudía todos los días para informarse, pero le estaba prohibido acercarse a la cabecera del moribundo. Sólo la familia podía ver al enfermo, así como los médicos. Puesto que Tyge, Jørgen y Cecilie habían vuelto al palacio Curtius, únicamente Kirstine y Elisabeth faltaron al llamamiento: la esposa de Tengnagel y su madre se habían retirado al campo para el parto.
Finalmente, en la noche del 23 al 24 de octubre, hacia las cuatro de la madrugada, alguien llamó a la puerta de Kepler. Era Magdalene.
—Os reclama —dijo con una vocecita.
Kepler la siguió, adormilado, a lo largo de los pasillos iluminados por el candelabro del criado.
—Hace una semana que no deja de pedir por vos. Ay, ese inútil de Tyge, que ahora hace de jefe de familia, pero que sólo es un juguete entre las manos de ese maldito caballero, se opone a vuestra presencia, arguyendo que vais a discutir una vez más y que eso puede resultar fatal para nuestro padre.
—Pero entonces, ¿por qué esta noche?
—La fiebre le ha desaparecido de golpe desde hace una hora. Nos ha hablado con una voz clara y limpia, y nos ha ordenado que os llamásemos. Tengnagel ha puesto algunas objeciones, pero ya conocéis a mi padre, cuando quiere alguna cosa, la consigue.
En la habitación reinaba una atmósfera impregnada de olores agrios que las velas perfumadas no lograban disimular. Sentado y recostado sobre unos cojines, en el rostro de Tycho se dibujó una amplia sonrisa cuando vio entrar a su ayudante. No tenía puesta su nariz, y su cara, de un rojo violáceo, parecía aún más redonda.
—Que salgan todos —dijo con una voz firme—. El señor Kepler y yo tenemos cosas de que hablar.
La docena de personas presentes, incluidos sus hijos y el doctor Hayek, obedecieron. Una vez que la puerta se hubo cerrado detrás de ellos, indicó a Kepler un pequeño sillón que estaba cerca de la cama.
—Me alegra ver, Tycho, que te estás restableciendo.
—No digas tonterías, amigo mío. Si hubieses estudiado algo de medicina en lugar de tu revoltijo teológico, habrías diagnosticado lo que se denomina euforia moribunda. No protestes y déjame hablar. No tengo mucho tiempo. He cometido muchos errores contigo. Un grave error: no haber confiado en ti. También el error de haber guardado para mí todas las observaciones que podían respaldar tu teoría y perjudicar el sistema de Tycho. Las retenía como retengo mi orina. En pocas palabras: muero por donde he pecado.
Esbozó una pálida sonrisa que se transformó en una mueca de dolor.
—¡El dolor vuelve, el dolor vuelve! —chilló—. Me duele, por Dios, cómo me duele.
—No blasfemes —suplicó Kepler, poniéndole la mano sobre la frente.
—¿Has hecho el horóscopo de mañana? ¿No? ¡Qué importa! No puedo perder tiempo, ahora. Mi bastón… mi bastón de Euclides… Te lo lego. Es todo lo que puedo hacer por ti. No, otra cosa. Ayer, en fin, ya no recuerdo cuándo, el consejero Barwitz vino a verme, en nombre del emperador. Me ha jurado que me sucederás como mathematicus imperial. ¡Ay! Mi vientre.
—Tranquilízate, Tycho, descansa.
—Kepler, esta noche he tenido un sueño… Veía a Atlas, desolado, que contemplaba un mundo cuyos círculos y anillos tu Copérnico había roto. Yo ocupaba su lugar y me había colocado debajo del globo terráqueo, de modo que lo sostenía sobre mis hombros, mientras que Ptolomeo, gritando y gesticulando, intentaba impedir que ese terrón en forma de esfera se precipitase en la nada. La nada, ¿me escuchas?
—No te atormentes de esa manera, Tycho.
—El bastón de Euclides… Tú conoces el secreto… Maestlin ha debido revelártelo… Bravo Maestlin… Qué despilfarro… Cuánto tiempo hemos perdido… En fin, estás ahí, tú. Démonos prisa, están esperando los buitres. Tiemblan ante la sola idea de que te deje mi fortuna. Ignoran, esos burros, que la fortuna está ahí, en el bastón. Pero no solamente…
Con mucha dificultad, sacó de debajo de su almohada una llavecita de oro.
—No van a esperar a que esté enterrado… Van a registrar en todas partes, en mi gabinete, van a desmontar mis muebles, rasgar mis colchones… Pero allá arriba no buscarán. En el pedestal del gran cuarto de círculo, yo mismo hice un escondrijo. Todo está allí. Treinta y ocho años de escrutar el ciclo. Toda una vida… Mi vida… Sé franco, Kepler, ¿mi vida ha sido útil para algo? ¡No, no me respondas! Acabo de encontrar un verso muy hermoso, perfectamente compuesto: «Ne frustra vixisse videar». «Que no parezca que he vivido en vano». Haz de manera, hijo mío, que no parezca que he vivido en vano. Ahora, llámalos. Las tablas… ¡Termínalas, publícalas! Por fin voy a saber si era yo quien tenía razón o si era Copérnico. O tú.
Cuando todos hubieron entrado, anunció su decisión de entregar su bastón a Kepler, e incluso se tomó la molestia de pedirles su opinión. Sólo Tyge hizo una mueca: el cetro se le escapaba. Pero como Tengnagel, gran señor, concedía el presente a aquel oscuro obrero, el mayor de los Brahe no podía hacer nada.
A manera de adiós, mientras Kepler, en el umbral, se volvía hacia él, apoyado sobre la cabeza de esfinge de viejo marfil que servía de pomo, Tycho le repitió:
—Ne frustra vixisse videar. Que no parezca que he vivido en vano.