El viejo león perdía sus dientes y sus garras. Con cincuenta y cinco años, Tycho conservaba aparentemente toda la soberbia del gran señor. Pero su corpulencia, su porte erguido y altivo, su voz fuerte, su apetito, eran una mera ilusión. Sufría. Pequeños achaques asediaban su cuerpo, dolores en el oído, muy agudos en un dedo del pie, y, sobre todo, irritaciones alrededor de la nariz. Estos pequeños males le dejaban en paz cuando estaba en sociedad, pero parecían coaligarse contra él cuando se hallaba solo. Y cada día estaba más solo.
Longomontanus le había abandonado. Encargado de ir a buscar los veintiséis instrumentos que quedaban en Dinamarca y de escoltarlos hasta Benatky, los acompañó hasta Rostock y luego regresó a Copenhague. Desde allí anunció que el rey Cristián le había nombrado su astrónomo personal, adornando su carta con reproches, que Tycho habría podido creer que habían salido de la boca de Kepler. Cuando el convoy que venía de Dinamarca estuvo a tan sólo diez días de marcha, el gran chambelán del emperador, del que Tycho sospechaba que en la corte había fomentado conspiraciones contra él, se desplazó en persona a Benatky, que aún estaba en obras. Le anunció la nueva ineluctable en la que Tycho no quería creer: los instrumentos astronómicos obtenidos tras largas gestiones diplomáticas y, a continuación, remitidos con gran dispendio, serían instalados, no allí, sino en Praga, en el recinto del palacio. Tycho seguiría siendo su legítimo propietario, pero la corona sería la que detentaría su usufructo. Así pues, Benatky ya no tenía razón de ser. Ni siquiera protestó. Su sueño de reconstituir Uraniborg en tierras de Bohemia, de convertirse a la vez en dogo y astrónomo de una nueva Venecia, había concluido.
Creyó encontrar un poco de felicidad al reconstruir su observatorio sobre la colina del Hradschin, en el palacio que le habían prestado, la residencia Curtius. Con la ayuda de un arquitecto, dibujó los planos, desmesurados. Se los mostró al emperador, seguro de obtener su aprobación, tan grande era su influencia sobre él. Pero Rodolfo se negó en redondo. No quería el alboroto que provocarían unas obras en aquel puerto de paz, propicio al arte, la poesía y la magia, que debía ser su refugio. Tiempo atrás, cuando había establecido en Praga la capital del imperio, había soñado con construir sobre aquella colina del Hradschin un nuevo Escorial, más vasto aún que aquel en el que había pasado su infancia. Pero en cuanto resonaron los primeros golpes de pico, ordenó que parasen todo. Su Majestad Rodolfo de Habsburgo jamás sería un constructor. A causa del ruido.
Tycho entonces hizo instalar como pudo sus grandes máquinas sobre su terraza, en los jardines, allí donde no pudiesen alterar la tranquilidad de Su Majestad. Como para vengarse, le redactó horóscopos cada vez más sombríos. Sin embargo, los turcos se batían en retirada y el puñal del regicida se hacía esperar. Pero el emperador creía en ellos, y sus accesos de melancolía se multiplicaban. En la corte, ahora el astrónomo era llamado «el mal genio de Su Majestad». Sin embargo, había otros, y peores. Lo que se ignoraba era que Tycho se servía a sí mismo predicciones tan fatales como las de su señor. Cuando, el 15 de agosto, se le comunicó la muerte de Ursus, se contentó con responder que pronto se encontraría con él. En el infierno, añadió.
En cuanto a su hogar, se iba a pique. Sus hijos Tyge y Jørgen desertaban del palacio Curtius: Praga ofrecía muchas tentaciones. Las hijas, a excepción de Elisabeth, jamás salían del recinto imperial, salvo cuando eran invitadas a la residencia de verano de éste o aquél para una excursión campestre. Sin embargo, asistían a todas la fiestas, a todos los bailes de la colina imperial, es decir, todas las tardes, todas noches. Se rumoreaba incluso que el emperador, que coleccionaba mujeres hermosas con tanto frenesí como obras de arte, había conocido entre los brazos de las hijas de su mathematicus emociones que no tenían nada de euclidiano o copernicano. La señora Brahe, en las cocinas o a través de sus camareras, a menudo recibía ecos de la conducta desordenada de sus hijas. A pesar del miedo que todavía le inspiraba aquel hombre, que la había violado y comprado en su niñez, decidió alertarle. Tycho le respondió que, si ésa era la única manera de que encontrasen un partido, pues bien, que dejase que se divirtiesen. Le quedaba Elisabeth, la discreta, la virtuosa, la sabia Elisabeth.
Tengnagel había visto en la instalación en Praga una victoria personal. Para lograrla, había intrigado suficientemente en los pasillos de palacio, incluso dando a entender que podría convertirse al catolicismo si ello era necesario, y que luego arrastraría a los Brahe tras su estela. Naturalmente, nadie se preocupaba en la corte de las profesiones de fe de un personaje tan voluble, del que se servían para que espiase a Tycho, haciéndole tener esperanzas de un vago cargo en la magistratura. Creyó haber alcanzado sus fines, y se presentó ante Tycho, pretextando que tenía que hablar con él de una cuestión muy importante.
—Señor —le dijo con una voz solemne—, pronto hará siete años que estoy a vuestro servicio. Gracias a ello mi vida tiene luz. Habéis sido para mí el padre que nunca tuve.
Tycho esbozó un bostezo. Cuando era rey de la isla de Venusia, consideraba al caballero sajón como una suerte de ministro de los asuntos corrientes, un chambelán, incluso un confidente, cuando su humor melancólico se ensombrecía. Tengnagel tenía ese raro talento de saber escuchar. Pero ahora que el señor danés frecuentaba diariamente a personas de su rango, tan sólo consideraba al oscuro hidalgo como un secretario, un miembro de su servidumbre y nada más.
—¿Qué quieres, amigo Franz, un incremento de tu pensión? No puedo. Ya tengo bastante con arrancarle la mía al Tesoro, tú bien lo sabes.
—Señor, no se trata de eso. Permanecer a vuestro lado es para mí el más hermoso de los salarios. Es a mi padre a quien hoy me dirijo y no a mi amo. Padre, estoy enamorado.
—Bien, he aquí una buena noticia —respondió Tycho perfectamente indiferente—. Tienes mi consentimiento para contraer un matrimonio justo. ¿Cuándo me presentarás a la feliz novia?
—Es que… Se trata de vuestra hija Elisabeth.
Sorprendido, Tycho se incorporó de su asiento. Dudó un momento entre la ira y la risa. Eligió el desprecio.
—Veamos, muchacho mío, eso no es razonable. ¡Un Tingangel, juntarse con una Brahe!
En ese momento, un lacayo entró y anunció:
—El señor y la señora Kepler solicitan una audiencia.
—¡Por fin, él! No, no le hagas subir. Bajo a recibirle yo mismo. ¡Al fin Kepler! Sólo un consejo, caballero. Deja de soñar en casarte con mi hija. Demasiado pequeño, amigo mío. Te doy una semana de vacaciones. Ve a aclararte las ideas en los burdeles de la ciudad.
El reencuentro entre Tycho y Kepler le pareció caluroso a Barbara. Al abrazar a su delgado marido contra su corazón, el hombre gordo hacía que la mujer evocase irresistiblemente las imágenes de los libros piadosos de su infancia: las del padre que reencuentra al hijo pródigo. Y cuando Tycho se inclinó ante ella para besarle la mano, aunque evitando que su nariz la rozase, y después de que le hiciese un bonito cumplido sobre su belleza, la mujer consideró que Johann, esa lengua de víbora, había sido injusto con aquel viejo y encantador gentilhombre. Ella respondió con una reverencia y una tópica fórmula de cortesía, al mismo tiempo que se divertía observando con el rabillo del ojo la inquietud del esposo, que tenía un gran temor a que ella dijese alguna estupidez.
Tycho no dejó que nadie acompañase a los Kepler al aposento que les tenía reservado. Johann se mostró muy satisfecho. Barbara apenas pudo ocultar su decepción. Para ella, que sólo había conocido la hermosa propiedad de su padre, luego la gran casa de su segundo marido, el funcionario de finanzas, el lugar le pareció triste, pequeño y sucio. A continuación, ambos astrónomos se dirigieron a visitar el observatorio, sobre la terraza. Barbara permaneció en el aposento con una doncella para organizar su instalación. También esperaba la visita de la señora Brahe. Johann le había contado la unión de Tycho con Kirstine, pequeña campesina difuminada a la sombra de su señor y marido, y logró convencer a Barbara de que pronto se convertiría en una amiga. La ilusión fue de corta duración.
Como un torbellino, una gran mujer delgada y cubierta de joyas entró en el aposento, seguida de una media docena de criados. Examinó a Barbara de la cabeza a los pies, luego le hizo una pregunta con una voz estridente, en un alemán que Barbara no comprendió. Curándose en salud, la señora Kepler respondió que estaba muy bien instalada, pero que estaban a principios de octubre y pidió que le suministrasen leña con la que calentarse. La señora Brahe la miró con un aire sorprendido, y se puso a hablar con una voz aún más alta y más rápida. Los ojos de Barbara se abrieron como platos y se quedó boquiabierta. Se puso a gritar «¡Leña, frío, fuego!», acompañando sus palabras de gestos. Kirstine se encogió de hombros, dio media vuelta y salió, lanzando una orden a uno de sus servidores, aquel con el que a partir de ese momento Barbara trataría de las cuestiones domésticas. Pero desde aquel instante la señora Brahe llamó a la señora Kepler «la vaca gorda» y la señora Kepler a la señora Brahe «la vieja cotorra».
Sin embargo, tendría que transformar aquellas cuatro habitaciones siniestras en un hogar que ofreciese a Regina una vida normal para un niña de diez años. De la escolta de la señora Brahe, sólo permaneció una camarera. Únicamente hablaba la lengua de Bohemia, pero, por gestos, las dos mujeres acabaron por entenderse. Por lo general tan impaciente con los criados, esta vez Barbara la dejó hacer y pronto las maletas estuvieron vacías y su contenido ordenado. Luego la camarera desapareció, llevándose la ropa blanca sucia. La madre y la hija se quedaron solas. Tenían frío, hambre, también miedo de los grandes retratos colgados en las paredes. Aquellos hombres parecían seguirlas con la mirada: Ptolomeo, Albategnius, Regiomontano, Copérnico… Crujidos, ruidos sordos, pasos, el murmullo de la lluvia contra las ventanas negras. A lo lejos, el repique de una campana.
La puerta se abrió intempestivamente. La luz de un candelabro las deslumbró durante unos instantes.
—¿Qué hacéis aquí a oscuras, queridas niñas? Vamos a cenar.
Barbara creyó reconocer la voz de la señora Brahe, que finalmente había encontrado una lengua inteligible. Cuando sus ojos se hubieron habituado a la luz, tuvo un momento de horror: era ella, pero por un extraño sortilegio había rejuvenecido veinte años. Sólo se tranquilizó cuando la recién llegada se presentó como la hija mayor de Tycho, Magdalene. Las dos mujeres se rieron en voz alta por aquella confusión. Magdalene cubrió de besos a Regina, declarándola «la más bonita molinera del mundo». Explicó cómo se procedía en el palacio Curtius: hora de las comidas al sonar la campana, y otros ceremoniales cotidianos, como el sermón, que tenía lugar en la antigua capilla. Les prometió que al día siguiente les enseñaría el palacio; luego, cuando el tiempo lo permitiese, los jardines de plantas de las Indias, y las jaulas en las estaban encerrados los animales feroces y los monos del emperador.
Se presentaron, cogidas de la mano, en una bonita habitación bien caldeada. No era en absoluto como Johann se lo había descrito a Barbara, sino todo al contrario. Se habían dispuesto tres mesas redondas. En torno a una de ellas, Tycho y Kepler sostenían una muy animada discusión con cuatro señores, de los que unos parecían nobles personajes, los otros doctores.
Un criado les condujo hasta la segunda mesa, presidida por la señora Brahe, mientras que Magdalene llevaba a Regina a la tercera mesa, cosa que no le hizo ninguna gracia a Barbara, a la que no le gustaba separarse de su hija. Afortunadamente, desde el sitio que le habían asignado podía vigilarla, mientras que, desde el suyo, Kepler hacía lo mismo con ella. En su jerga espantosa, la señora Brahe la presentó a las otras cuatros damas, que eran las esposas de los comensales de Tycho. Luego, hasta la hora de cenar, permaneció callada. Las otras vecinas, en cambio, hablaban en un alemán que era el de los libros. Parecían muy cultas y le hacían preguntas acerca de las ideas que tenía su marido sobre la marcha de las estrellas. Con el tiempo, Barbara había adquirido algunos conocimientos del tema, pero prefirió representar el papel de tonta, explicando que a ella jamás le habían interesado aquellas cosas. Luego la interrogaron sobre la situación en Graz. No tuvo necesidad de las muecas de su marido para decidir ser prudente: se trataba de asuntos de religión. Pero pronto se tranquilizó, al saber que todas aquellas damas eran de confesión luterana. Así pudo relatar las vejaciones y persecuciones de las que eran objeto sus correligionarios en Estiria, ennegreciendo un poco el cuadro para captar mejor la atención de sus oyentes. No obstante, también permanecía atenta a lo que se decía en la otra mesa, donde Regina parecía atraer todas las atenciones de las hijas de Tycho y del caballero Tengnagel.
No hubo más comidas de este tipo. Kepler, en efecto, convenció a Tycho de que se trataba de una pérdida de tiempo y que valía más la pena consagrar sus energías, el uno a la observación, el otro al cálculo. El cielo, en su opinión, ya no podía esperar más, en aquel año del jubileo, que tal vez sería fatal. Jugaba con los miedos de su anfitrión, como con los del emperador. Fue así como obtuvo que los aposentos que ocupaba fuesen considerados como los suyos propios, en los que viviría en familia, sin tener otras obligaciones para con Tycho y los suyos que las que se derivaban de su trabajo de primer ayudante astrónomo. Kirstine y Barbara determinarían las cantidades de leña, pan y vino que necesitaría aquel segundo hogar del palacio Curtius, aparte de una criada. Tycho aceptó todo sin dificultad alguna. Era como un rey desnudo al que se desposee de todos sus poderes salvo de la corona. Al emperador de la astronomía sólo le quedaban su verdadera posesión y sus verdaderas joyas: el cielo y las estrellas.
Kepler y Tycho trabajaban de manera ininterrumpida, cuando el cielo lo permitía. Durante el día, se observaba el Sol, se anotaba cuidadosamente su movimiento aparente y su situación en su órbita, en ascensión recta y en declinación, en su distancia con respecto al globo terrestre. Se hacía lo mismo durante la noche con los seis planetas: altitud, azimut y las variaciones aproximadas de su brillo. La sombra redonda y la sombra delgada iban así, de sala en sala, de terraza en terraza, seguidas de una procesión de ayudantes encargados de manipular los enormes instrumentos. Sólo intercambiaban breves palabras, cifras, lo esencial, como los oficiales de servicio a bordo de un navío. Pero si un viajero perdido en el parque veía aquellas siluetas que se movían sobre los techos, apresuraba el paso, no sin antes haber hecho la señal de la cruz.
Así concluyó el año 1600. A continuación se estrenó el siglo, sin que ninguna señal de un próximo fin de los tiempos hubiese podido hacer prever, en aquel 15 de marzo de 1601, la muerte del molinero Mulleck, en Graz. Salvo su médico, claro está, cuya carta había avisado a Kepler de que su suegro se moría. Y los nobles amigos que aún conservaba en Estiria le pedían que acudiese lo más rápidamente posible, antes de que los jesuitas y la Santa Inquisición se apropiasen de la gran herencia del difunto.
Haciendo ver que ignoraba que de todas maneras llegaría demasiado tarde, Kepler pidió permiso a Tycho, a fin de que Barbara y él pudiesen acudir a la cabecera del moribundo y asistir a sus funerales. Éste, como siempre cuando se trataba de su colaboración astronómica, puso muchas dificultades. Pero esta vez tenía otras razones. Tycho sabía que el molinero poseía numerosos bienes, y que si por desgracia Kepler lograba hacerse con ellos, éste ya no tendría necesidad de él. Se le escaparía, como antes se le había escapado su amigo de Wittenberg, Scultetus, al tomar las riendas de la próspera cervecería familiar y aceptar el cargo de burgomaestre de su buena ciudad de Görlitz. A partir de entonces, el honorable Schultz no había hecho nada interesante. Y Tycho imaginaba que sucedería lo mismo con Kepler, sin duda viviendo de sus rentas en Weil der Stadt o en Leonberg, pero definitivamente perdido para la filosofía de la naturaleza. Sabía, sobre todo, que una vez desaparecido su ayudante, estaría definitivamente solo, y que nadie más que Kepler podía ordenar toda una vida de observaciones.
Comenzó por sermonear paternalmente a su ayudante: Barbara no estaba en condiciones de realizar semejante viaje. Su hija mayor Magdalene le había informado de que, al enterarse de la agonía de su padre, la pobre mujer se había hundido en una desesperación que hacía temer por su vida. Aquella súbita solicitud por el prójimo le pareció extraña a Kepler, que argumentó que, para su esposa, ir a recogerse sobre los restos mortales paternos y ver una última vez su país natal serían el mejor de los remedios. Y le precisó que la presencia de Barbara en Graz podría facilitar las cuestiones sucesorias. Tycho no cedió: o bien Kepler partiría solo o no partiría.
—De ese modo —creyó oportuno añadir—, estaré seguro de que volverás.