Nada había cambiado en la posada de Leonberg. Mamá Kepler se había vuelto muchísimo más desagradable, más dura. Todo en aquella casa destartalada rezumaba suciedad, pobreza. Solamente habían pasado cuatro años desde la última visita de Johann. Cuatro años que le parecían un siglo. Un siglo, pero también algunos barones, un príncipe danés, un emperador, unos cuantos palacios e incluso la hija de un rico molinero… Ante aquella miseria, a Barbara le costó trabajo disimular su repugnancia. Sin embargo, era una buena mujer e intentó poner buena cara. Por su parte, la vieja Katharina trataba de mostrarse amable, pero con ello únicamente lograba parecer más lamentable y espantosa. Quería, sobre todo, gustar a la pequeña Regina, la cual, aterrorizada, se refugiaba tras la amplia falda de su madre. Las conversaciones entre la suegra y la nuera comenzaban a envenenarse cuando aparecieron Margarethe y su marido, pastor en Weil der Stadt, así como Christoph, estañador, también en la ciudad del difunto Sebald Kepler, el abuelo. La llegada del hermano y la hermana de Kepler desvió la atención. Margarethe llevó a Barbara y a Regina a la cocina para preparar la comida que había traído.
Las dos mujeres se entendieron muy bien. Sin embargo, en la sala común, las cosas se deterioraron. En primer lugar, había habido que convencer a Katharina para que cerrase la posada, y el cuñado puso en juego toda su autoridad de pastor para salirse con la suya y hacer marchar a dos clientes ya instalados. Luego la familia se sentó en silencio a la mesa, mientras se escuchaban las risas de Barbara, Margarethe y Regina en la cocina. Cuando las mujeres volvieron, el pastor de Weil der Stadt pronunció la plegaria, añadiendo a continuación:
—Johann, ¿cómo están tus asuntos religiosos?
Kepler no pudo ocultar su asombro. Su cuñado tenía cinco años menos que él y no se habían visto nunca. Y, además, el jefe de la familia era él. Iba a responderle secamente que las reuniones familiares no eran el lugar idóneo para una discusión teológica, cuando el otro prosiguió:
—Corren rumores desagradables acerca de ti. Dicen que has cedido ante la Inquisición…
—¿Quién lo dice?
—Uno de mis antiguos condiscípulos, que predica en Linz y parece conocerte bien.
—¡Ignoraba que hubieses estado en la facultad de Offenbach!
—De ninguna manera, estábamos en Tubinga, lo sabes bien. Y justamente, en Tubinga, el decano Hafenreffer ha dado a entender que ahora profesabas las tesis de Calvino.
—¡Es absurdo! ¡No profeso nada de nada! A petición suya, además. Me contento con tratar de resolver algunos problemas físicos relativos al curso de los planetas.
—¡Eso no quiere decir nada! No hay humo sin fuego.
—Ah, hela aquí de nuevo, la famosa fórmula. ¡Cuántas veces la he oído, en Praga o en Graz! Justifica todas las mentiras, todos los rumores. ¡No quiero oír ni una palabra más sobre este tema!
Se dio la vuelta y comenzó a conversar con su hermano menor, Christoph. Empleando el dialecto wurtemburgués, que, por momentos, se volvía incomprensible para el primogénito, Christoph le explicó que su trabajo no le dejaba tiempo para ocuparse de su madre; que la mujer no hacía más que lo que le venía en gana y que seguía yendo a recoger hierbas al bosque, con las que elaboraba pociones; que no dejaba de reñir con sus vecinas, y que todo aquello acabaría mal, en la hoguera. La vieja trató a su benjamín de mocoso, que no tenía por qué mezclarse en sus asuntos, que era igual de granuja que su padre, y tan borracho y tan vicioso. Johann sintió los primeros síntomas de sus fiebres. Lanzó una mirada desesperada a Barbara, pero su esposa apretaba fuertemente a su hija entre los brazos, como para protegerla de aquella bruja y aquel borracho que se enseñaban los colmillos como dos perros en el patio de una granja.
Margarethe intervino con un tono enérgico.
—¡Christoph! ¡Mamá! ¡Acabad con vuestras peleas! Nuestros queridos viajeros están agotados. Mamá, ¿qué habitación les has preparado?
—Las habitaciones son para los clientes, no para la familia —respondió arisca—. ¿Es que la casa de vuestra niñez ya no os basta?
La «casa» en cuestión no era más que un antiguo granero rehabilitado y situado al fondo del patio. La madre dormía en una habitación y los niños en otra, bajo el armazón del tejado y encima de los pocos animales que aún quedaban. Sin hacer caso de las recriminaciones maternas, Margarethe llamó al viejo mozo de campo y plaza, Hans, un medio idiota, de quien en el pueblo se decía que servía a Katharina para otros menesteres además de para las labores domésticas. Seguida de Johann, Barbara y Regina, Margarethe subió a las dos habitaciones de la posada a las que llamaban «los aposentos del príncipe», ya que, según la leyenda, un antepasado del actual gran duque había pasado allí una noche, con ocasión de una partida de caza, pero de eso hacía mucho tiempo. El lugar estaba limpio, pero despedía un fuerte olor a moho. Una vez acostada Regina en la habitación contigua, Johann se arrojó a los pies de Barbara y le pidió perdón por haberle impuesto semejante familia. Ella le cogió la cabeza y hundió su rostro en el canalillo de su gran pecho, meciéndolo como a un niño.
Al día siguiente por la noche, se hallaban instalados en la mejor posada de Tubinga. Tanto peor para los ahorros, el resto de lo que le había adelantado Tycho y que disminuía de forma alarmante. Barbara exigió cenar en la habitación. Temía que en la sala común Johann se encontrase con alguno de sus antiguos conocidos, ante el cual ella habría pasado por una idiota. Johann protestó, arguyendo que, si se instalaban allí, tendría que tener casa puesta e invitados. Con todo, estaba contento.
Ella no salió en todo el día siguiente, mientras que él, vestido con su toga de mathematicus de los Estados de Estiria, se dirigió a visitar a su antiguo maestro. Maestlin estaba en clase. Una sirvienta muy bonita le hizo pasar a un pequeño salón, en el que cuatro elegantes mujeres escuchaban las palabras, sin duda apasionantes, de un señor de buena presencia, ahogado en encajes y cintas, muy provinciano, según ese fino conocedor de la moda que era Johann Kepler.
Helena Maestlin se levantó y corrió hacia él, cogiéndole las manos y exclamando:
—¡Ah, señor Kepler! ¡Qué contento va a estar Michael de veros después de tanto tiempo!
Habían pasado los años y la Venus de la séptima casa había sufrido algunas de sus afrentas. Pero Johann, con una pizca de nostalgia, se dijo que la pasión etérea de su juventud no carecía de fundamento. Sus tres amigas, todas ellas esposas de profesores, se extasiaron entonces ante El misterio cosmográfico, que todas afirmaron haber leído. Kepler las creyó. ¿Qué autor, incluso desprovisto del más mínimo vestigio de vanidad, no les habría creído? El petimetre conversador consideró conveniente intervenir, y se improvisó en defensor del sistema de Tycho. Mejor que no lo hubiese hecho. Johann no tuvo siquiera que responderle, ya que la señora Maestlin contó a las damas presentes que Kepler, el astrónomo danés y el propio emperador trabajaban juntos, desde hacía muchos meses, en su observatorio de Praga. A pesar de su culto implacable a la verdad, Johann no protestó. Después de algunas explicaciones confusas, el petimetre salió del salón, acompañado de Helena, que trataba en vano de impedir que se marchase. La pelea de gallos no tuvo lugar. Sin embargo, las damas asaltaron al vencedor, haciéndole mil y una preguntas sobre la vida en Praga, las favoritas del emperador, la moda en el vestido. Después de haber confesado su ignorancia en relación con aquellos temas, Kepler emprendió un relato truculento sobre la vida cotidiana en el castillo de Benatky.
Finalmente, apareció Michael Maestlin. Los dos amigos se abrazaron y se saludaron calurosamente. A continuación, el profesor de matemáticas condujo al antiguo discípulo a su gabinete de trabajo. Comenzaron por aquellas banalidades corteses que intercambian los amigos que no se han visto en mucho tiempo y cuyos senderos se han bifurcado. Maestlin insistió en que Barbara y Regina fuesen a cenar aquella misma noche. Kepler protestó que su pobre mujer se cubriría de ridículo delante de Helena, y el otro le contestó que no sabía la suerte que tenía, la de estar casado con una mujer sin educación. La incomodidad se hizo casi palpable. Para disiparla, Kepler entró en el meollo de la cuestión.
—Michael, es absolutamente indispensable que me consigas un empleo en Tubinga, aunque sea de categoría inferior al que ahora tengo en Graz. Jefe de estudios, ayudante, qué más da. De ese modo podría conseguir el doctorado en un año. Después de lo cual, maldita sea, si no puedo obtener una cátedra en cualquier facultad o escuela…
—Por desgracia, Johann, eso es imposible. He intentado informarte de mil maneras en mis cartas, evitando levantar las sospechas de ciertos lectores indiscretos. Pero, en esta habitación cuyas paredes no tienen oídos, te lo digo con toda franqueza: ni el gran ducado de Wúrtemberg ni la universidad de Tubinga te quieren. No tienes más que un amigo en esta provincia: yo. Y esta amistad me pone en peligro, lo mismo que a mi familia. Ni siquiera mi suegro, el decano Hafenreffer, quiere recibirte.
Kepler palideció. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Levantó los brazos al cielo y exclamó:
—Pero ¿cuál es el motivo de este ostracismo? ¡Expulsarme de mi tierra natal! ¡Yo no he cometido ningún crimen! ¡Ni el más mínimo escrito contra la fe de mis antepasados!
Entonces, de una manera pausada y serena, Maestlin detalló cierto número de pequeños hechos sueltos, de frases dichas o escritas, de conversaciones con determinadas personas, de corresponsales de toda laya y de toda confesión. No eran más que detalles ridículos, anécdotas, chismes o cuatro palabras corteses intercambiadas con un jesuita en una calle de Graz. Pero, puestos uno encimo de otro, constituían un gran expediente, expediente que, además, Maestlin había podido consultar gracias a su suegro, el decano. Un expediente abrumador. Kepler ya no era un luterano heterodoxo, sospechoso de cierta simpatía con Ginebra, incluso con Roma, sino un descreído. Un ateo.
—Si se me da la oportunidad, podré defenderme de todas esas acusaciones, explicarlas, justificarlas. De modo que mi correspondencia con el canciller Herwart…
—Pero, mi pobre Johann, nadie querrá escucharte. Les das miedo, comprendes, les das miedo porque eres libre. Yo, yo no soy más que un perro tumbado, como Magini en Bolonia, como John Craig en Edimburgo… Delante del templo o la catedral, nos arrastramos. En cuanto a Galileo en Padua, sin duda a él también acabarán por amordazarlo, si es que no lo han hecho ya. Pero contigo no se atreven y, por lo tanto, te expulsan, te condenan a ir de un sitio a otro. Incluso si llegaras a convertirte al catolicismo y te refugiaras en Baviera, puedes estar seguro de que tu canciller Herwart y su pandilla de jesuitas, al oír el más mínimo ladrido desafortunado, te expulsarían o te arrojarían a las llamas. Sólo te queda un refugio seguro y un solo protector: en Praga.
—¿Tycho mi protector? ¡Bromeas!
—¿Quién habla de Tycho? Tycho es un hombre acabado. Ya no es nadie. Benatky está cerrado, sus veintiséis instrumentos, que finalmente han llegado, han sido instalados en el recinto del palacio imperial. Rodolfo exige tenerle siempre a su lado. Tycho ya no es nadie, porque Tycho ya no es su propio amo. Te necesita. Sin ti, sus observaciones no sirven para nada.
—¿Das a entender, pues, que mi último protector habría de ser el propio emperador?
—Ese pobre hombre ¿cómo podría serlo? Él, que no puede protegerse a sí mismo de sus demonios, de sus consejeros, de sus magos, de sus parásitos…
—¡Y tú que me escribías que no sabías nada de las cosas de la política! Entonces, mi protector ¿quién es?
—Pues bien, tu protector es una entidad que ya no existe o que existe únicamente bajo la forma de un montón de estiércol. Sin embargo, es sobre ese montón de estiércol que podrás desarrollarte con total libertad: el Sacro Imperio Romano Germánico.