—Espero que no os moleste, señor barón, viajar en compañía del peor ladrón de estrellas que el mundo haya conocido jamás —dijo alegremente Kepler al acomodarse, aquella mañana del primero de junio de 1600, en el coche del gobernador de Estiria, el barón Von Herberstein.
Se juró a sí mismo que nunca más regresaría a Praga. Había conseguido de Tycho lo que se había propuesto conseguir, pero bajo ningún concepto volvería a caer bajo la férula de aquel tirano caprichoso, que unas veces le trataba como a un niño y otras como a un esclavo. Y, por otra parte, Barbara, por demasiado rústica y un poco simple, ¿podría sobrevivir en medio de aquellas personas que se las daban de refinadas, pero que únicamente eran malas, supersticiosas e intrigantes? En cuanto a la protección del emperador, no había que contar con ella. Según palabras del barón, unos monjes capuchinos enviados por Roma difundían por doquier el rumor de que Rodolfo estaba poseído por el Diablo y que había rechazado el auxilio de un exorcista. El monarca, cuya razón ya era delicada, se sumía en una melancolía profunda, e incluso había intentado poner fin a sus días. No, Kepler nunca más regresaría a Praga.
En cuanto hubo llegado a Graz, escribió a Maestlin para informarle del botín cosechado en casa de Tycho y para pedirle que averiguase si el gran duque de Wúrtemberg continuaba estando tan interesado en el planetario. Y que se diese prisa, ya que Kepler habría de pasar, antes de finales del mes de julio, por delante del tribunal de la Inquisición, al igual que los otros tres mil reformados que todavía quedaban en Estiria. La respuesta, por una vez, no tardó en llegar. Maestlin no había cambiado. Referente al planetario, se declaró incompetente en «las cosas de la política». Por lo demás, afirmaba que rezaba por «el constante y valiente mártir de Dios», es decir, por su antiguo discípulo. Pero ni una palabra a propósito de un trabajo en común sobre las tablas arrancadas a Tycho.
¿Mártir? Vale, Kepler lo sería, pero con el menor riesgo posible, puesto que se presentaría ante los inquisidores. El único peligro que correría sería el de que le expulsasen, como a los demás. De este modo daría pruebas de ortodoxia luterana al senado de la universidad de Tubinga y, consecuentemente, al gran duque. A continuación, volvería allí, para presionarles y obtener, tal vez, un puesto de profesor.
La comparecencia del mathematicus de los Estados de Estiria ante el tribunal de la Inquisición incomodaba a todo el mundo en Graz, a excepción del principal interesado y del archiduque Fernando, que sólo veía en él a un hereje al que había que quemar. Para que el proceso tuviera la menor resonancia posible, se fijó su fecha para comienzos de mes. De este modo, Kepler sería de los primeros en pasar y abandonaría la provincia antes que el resto, de manera discreta. Los debates estaban dirigidos por un joven jesuita del que Kepler sabía que tenía sólidas nociones de matemáticas. Uno de sus asesores no era otro que el franciscano que hasta hacía poco actuaba como intermediario de su correspondencia con el canciller Herwart. En cuanto al dominico, la edad hacía que se quedase dormido.
Después de una rápida lectura del acta de acusación, el joven jesuita preguntó a Kepler si quería volver a la fe católica, como si ya conociese la respuesta, que fue negativa, claro está. Kepler debía, pues, partir al día siguiente, con su familia y después de haber pagado una fuerte multa. Pidió que se suspendiese una semana el cumplimiento de la sentencia, puesto que al día siguiente tenía que observar un eclipse de Sol y que luego tendría que poner por escrito sus observaciones, para comunicárselas al archiduque Fernando, último acto del mathematicus de Estiria. Un mathematicus que recordó seguidamente que los susodichos Estados de Estiria le debían un año de atrasos. Se hicieron las cuentas, se abrió un expediente, se realizaron algunas sustracciones y luego se llegó a un acuerdo, como en una oficina bancaria. Antes de separarse, el astrónomo les recomendó que, para observar el eclipse del día siguiente, se cubrieran los ojos con un papel empapado en aceite y teñido con hollín, según una receta de Tycho. Se saludaron. Los inquisidores estaban encantados de haber demostrado su magnanimidad y su amor a las artes. Kepler, por su parte, podría pasar ante los ojos de sus correligionarios por «el constante y valiente mártir de Dios» del que hablaba Maestlin.
Al día siguiente por la mañana, al amanecer, Kepler levantó en la plaza del mercado una tienda de tela negra. Luego, en cuanto abrieron los despachos, entró en el ayuntamiento. Le entregaron la suma convenida, treinta florines, con los que llenó su bolsa. Como iba cargado con una gran cartera en la que había guardado su reloj de arena y su cuadrante de bolsillo, metió descuidadamente el dinero en el forro de su capa. Alrededor de la tienda se habían apiñado los curiosos. Kepler les explicó el principio del eclipse, limitándose, sin embargo, para no complicar las cosas, al sistema ptolomeico, que, después de todo, también era apropiado para aquel fenómeno. A continuación afirmó que un eclipse no anunciaba forzosamente una catástrofe en Graz, sino tal vez en otro lugar, en cualquier parte de la Tierra en que la ocultación se pudiese observar. Por último, aconsejó no mirar directamente el eclipse, para no quemarse los ojos. Después reparó, en la primera fila, en un chiquillo de aspecto astuto, que tenía una vaga semejanza con su hermano Heinrich cuando éste tenía diez años. Le pidió que, a cambio de una moneda de bronce, se quedara con él en la tienda, para que diese la vuelta al reloj de arena.
Desde siempre, las gentes sencillas que habían escuchado su discurso experimentaban por este doctor, que se entregaba a misteriosos trabajos, un miedo supersticioso. Además, ¿qué había ido a hacer a Praga, aquella guarida de brujas, de magos y de judíos que bailaban su Sabbat alrededor del emperador loco?
Cuando la Luna hubo acabado de pasar por delante del Sol, desvaneciéndose en el azul del cielo, el joven ayudante improvisado también había desaparecido. Kepler recogió todo su material y, cargado como un borrico, volvió a casa, se desembarazó de las estacas y la tela en el vestíbulo y subió a su gabinete de trabajo. Empezó su pequeño tratado sobre los eclipses destinado al archiduque. ¿Banalidades, cosas ya cien veces dichas, una pequeña predicción, como de propina? No, tenía que poner negro sobre blanco la evidencia que había surgido en su mente durante aquella observación: existía una fuerza en la Tierra que influía sobre el movimiento de la Luna y que disminuía en proporción a la distancia. Era la misma fuerza cuya existencia había adivinado en relación con el Sol cuando había escrito El misterio cosmográfico. Como piedras de imán, los astros se repelían y se atraían, acercándose y alejándose, pero nunca chocaban entre sí. Las tablas lunares de Tycho iban, sin duda, a respaldar esta afirmación. Empezó a consultarlas.
La puerta se abrió y entró Barbara. Desde su regreso, tres semanas antes, la mujer se había mostrado llena de atenciones. Regina y ella se reían mucho con el relato pintoresco que él les hacía de su estancia en Praga. Le pedían incansablemente que imitara a Tycho, quitándose y volviéndose a poner la nariz, cosa que él hacía a la perfección. En cambio, su esposa se negaba a yacer con él, explicando que el viaje que pronto iban a realizar podría poner en peligro el fruto de su acoplamiento. El argumento era sensato, pero Johann, en su larga continencia forzada, llegó a lamentar no haber cedido a las insinuaciones de la joven Brahe.
—¿Te han pagado la suma convenida? —preguntó ella de golpe.
—Treinta florines, sí. Los encontrarás en mi capa. Pero no te los vayas a gastar todos en pasteles y embutidos, como de costumbre. ¿Has tenido cuidado de que Regina no mirase directamente el eclipse?
—No tenía nada más que hacer. Ella, tampoco.
Bajó deprisa y volvió a subir casi enseguida.
—No he encontrado tu bolsa. Estás seguro de que…
El corazón de Johann se encogió. Buscó sobre la mesa, levantó los papeles, examinó sus vestidos. Nada. El chiquillo, que hacía un momento le había estado ayudando y que ni siquiera le había reclamado su moneda. En cierto momento había sentido un roce…
—¡Me han robado!
Barbara soltó un agudo chillido, se puso a gritar palabras incomprensibles, acompañadas de juramentos que no se habría atrevido a pronunciar un carretero. La comisura de los labios se le llenó de espuma y se desplomó sobre el suelo. Su cuerpo se retorció como un gran gusano cortado. Johann se precipitó hacia ella, le agarró la lengua para que no se la tragara y trató de mantenerla inmóvil. Al cabo de una eternidad, la mujer se tranquilizó. La arrastró a duras penas hasta la habitación y la subió a la cama. Parecía dormir.
—Padre, mientras tú estabas ausente, esto jamás le había ocurrido.
La pequeña Regina estaba de pie en el umbral. Había pronunciado aquello como un simple reproche. Él no le respondió y fue a encerrarse en su gabinete de trabajo, encorvado como bajo el peso de una carga imposible. Intentó retomar su tratado, pero una vaga náusea le anudaba el vientre. ¿Qué dios maligno acababa siempre con su entusiasmo? ¿Por qué no había vuelto a sentir aquel éxtasis inspirado que le había acompañado a todo lo largo de la redacción de El misterio cosmográfico? ¿Volvería a encontrarlo algún día, para descubrir aquellas fuerzas que subían del Sol y de la Tierra y que movían los planetas? ¿Habría siempre un Tycho, un Maestlin, una Barbara y ladrones de feria que le impidiesen llegar al final de su tarea, de su sed devoradora de descubrimientos?
En tres días y tres noches, al precio de un esfuerzo desproporcionado en relación con la facilidad del trabajo, acabó su pequeño tratado sobre el eclipse. Lo dedicó al archiduque con unas cuantas frases de una banalidad desesperante. Después, se dirigió al palacio para entregarlo. Durante mucho tiempo fue de despacho en despacho, agresivo, tenaz, obsequioso también, y acabó por arrancar una veintena de florines. Si Barbara llegaba a hacer cualquier alusión a la diferencia con la suma robada, le daría una paliza, se juró a sí mismo. Pero no tuvo que hacerlo: después de la crisis, con la nariz en su libro de plegarias, se había vuelto de una docilidad muda e indolente, más horripilante aún que sus cóleras incontrolables. A continuación, se dirigió a la posta para anunciar a Maestlin su llegada a Tubinga. Le esperaba una carta de Tycho, abierta, naturalmente. Los familiares de la Inquisición no trataban siquiera de disimular su espionaje. «Date prisa, ten confianza», escribía el danés, antes de comunicarle que el emperador finalmente había consentido en darle un puesto en el nuevo observatorio de su palacio, al que pronto llegarían los veintiocho instrumentos que habían quedado en Dinamarca. El resto de la carta estaba llena de testimonios de un afecto rudo, de compasión por la prueba que había debido de ser su comparecencia ante la Inquisición. Kepler, a quien le gustaba tanto que le quisieran, habría cambiado gustoso sus planes si al otro no le hubiera parecido oportuno recordarle, en un post scriptum, que debía imperativamente terminar el panfleto contra Ursus. ¿Por qué aquel hombre tenía que estropearlo todo con esa única preocupación de exhibir su poder?
La antigua casa del funcionario de finanzas fue vaciada totalmente de sus muebles, confiados al viejo Mulleck, que tendría igualmente el encargo de venderlos: éste se había convertido al catolicismo, de modo que sus bienes no podrían ser embargados. A continuación se fueron: primeramente en dirección a Linz, ciudad libre imperial concedida a los reformados, luego ya se vería. ¿Ratisbona tal vez y, claro está, Tubinga?
Kepler rechazó el hermoso coche que quería prestarle el gobernador Herberstein, y prefirió unirse a un convoy de reformados expulsados, mártir anónimo entre los mártires. Los caminos del éxodo siempre se parecen. El mismo polvo, las mismas roderas, los mismos paquetes, cofres, sillas y colchones amontonados sobre el techo de los coches de los pudientes, las carretas de los humildes, la espalda, los brazos y la cabeza de los indigentes.
El viejo Mulleck, a quien la edad y su conversión habían vuelto avaro, sólo había consentido en dar a su hija una rechinante carreta para el transporte de gavillas, que su yerno cubrió con una lona. En lugar de animal de carga, un viejo borrico, cuyo destino natural debería haber sido acabar la vida haciendo girar la muela. La mañana del 15 de agosto —los papistas no les habían dejado elegir otra fecha para su partida— el triste cortejo salió de las murallas, en un silencio apenas turbado por el rechinar de las ruedas y el llanto de algún niño. Johann tiraba del borrico por la brida. Cuando ya estuvieron en el campo, Barbara bajó de la carreta y se adelantó, llevando a Regina de la mano.
—¿Adónde vas? —preguntó Johann un poco exasperado—. No es el momento de coger setas.
—Ah, definitivamente no eres más que un zoquete. Y además, no es la época. Déjame hacer a mí.
Se quedó solo, saturado de la serenidad estúpida del arriero que lleva su cosecha a la feria. No pensaba en nada, verdaderamente en nada, y saboreaba intensamente aquella vacuidad del alma. Barbara regresó al cabo de un cuarto de hora, en compañía de un hombre vestido con ricas ropas de burgués de viaje. Johann lo conocía vagamente: era el impresor de las efemérides. Avanzó hacia Kepler con los brazos abiertos, como si fuese a abrazarlo, exclamando en un tono de conmiseración:
—¡Profesor, profesor, vos en semejante cortejo! ¡No puedo tolerarlo! Mi coche es el vuestro. En él charlaremos. Uno de mis criados se encargará de vuestro equipaje.
Kepler intentó protestar, afirmando que él sólo era un desterrado igual que los demás. De nada sirvió, tuvo que aceptar. Además, sentía que pesaba sobre él la mirada amenazadora de Barbara.
Los cuatro días que necesitaron para llegar a Linz habrían podido convertirse en un viaje de recreo. El coche grande y rápido del impresor contaba con todas las comodidades. Muy pronto dejaron atrás el convoy de carruajes, de suerte que, al llegar la noche, encontraban libres todas las habitaciones de la posada. El impresor tenía el proyecto de abrir un nuevo taller en Linz. Afirmaba que a un hombre de la fama de Kepler no le sería difícil encontrar en aquella ciudad el lugar que se merecía, y le propuso incluso convertirlo en su socio. ¿Librero? ¿Impresor? Después de todo, ¿por qué no? Por fin sería su propio amo, lejos de archiduques, de emperadores, de príncipes daneses y sus caprichos. Y, además, observaba con el rabillo del ojo cómo Regina jugaba tranquilamente con la hija del impresor, que tenía su misma edad; oía a Barbara y a la esposa de su compañero de viaje hablando de las cosas que sucedían. La pertinencia de las palabras de su mujer le sorprendió. Pero lo cierto era que en Graz él nunca se había preocupado de saber si Barbara tenía amigas y Regina pequeñas compañeras de juego.
Linz era un puerto. El Danubio parecía detenerse allí para depositar las riquezas procedentes de Ratisbona y cargar las destinadas a Viena. El contraste con Graz, fría y acurrucada en el valle, maravilló a Barbara y a Regina, tanto bullía allí la vida, como el río al que se abrazaba amorosamente. La proposición del impresor iba tomando una mejor perspectiva en la cabeza de Kepler.
Sin embargo, mientras bajaba del gran coche, reconoció la silueta flaca del pastor Hitzler, aquel con quien se había enfrentado con tanta violencia no hacía mucho en Graz. El fanático avanzó hacia él como si quisiera pegarle.
—Vaya, el hermano Kepler —gangueó—, te creía en Praga, haciendo cocer a fuego lento las marmitas del Diablo Rodolfo, en compañía de tus amigos magos y judíos. O todavía en Graz, besando los bajos del sayal del gran Inquisidor, prometiéndole renegar de todo y dedicarte al culto del Anticristo en Roma.
Kepler lo cogió por el cuello de sus ropas, de un negro dudoso y gritó:
—¡Jamás permitiré a nadie que dude de mi fe! Son las personas como tú, pobre chiflado, las que provocan las matanzas y la guerra…
Barbara le tomó del brazo.
—¡Johann, te lo suplico! ¡Vámonos!
Se dejó arrastrar, al tiempo que gesticulaba con sus grandes brazos de araña.
—Tienes razón, ¡prefiero otra vez la nueva Babilonia de Rodolfo a esta Florencia donde reina esa pálida imitación fanática de Savonarola!
Nadie comprendía nada de aquellas frases incoherentes, pero causaron gran impacto en el impresor, quien le cogió por la manga, conduciéndoles a él y a su familia a la mejor posada de la ciudad. Allí alquiló a sus expensas un camarote a bordo de una embarcación que remontaría el Danubio hasta Ulm y, por último, le garantizó que recibiría su equipaje, que aún estaba de camino.
Al día siguiente, después de una mala noche de fiebre, en el curso de la cual Kepler creyó morir, Barbara, Regina y él subieron a bordo del Neckar, que zarpaba para Ratisbona, amarrado a otros grandes barcos de fondo plano, que por su aspecto tosco eran llamados en tono de burla «las cajas del Danubio». El largo convoy se puso en movimiento con los primeros resplandores del día, tirado desde la orilla por una hilera de fuertes caballos, que en ocasiones serían reemplazados por hombres, cuando el camino de sirga no fuese apropiado para los cascos.
Los Kepler y las otras dos familias de pasajeros contemplaron durante mucho tiempo las maniobras de los marineros y después la ciudad de Linz, que desapareció detrás de un meandro del río. Entablaron conversación. Eran también reformados expulsados de Estiria, pero que habían considerado que Linz estaba aún demasiado cerca del archiduque Fernando. Así pues, habían preferido reiniciar su vida en un viejo país luterano, como Wúrtemberg. Johann se sintió muy halagado de que aquellos señores y señoras le hubiesen reconocido, si bien admiraban sobre todo la exactitud de las predicciones de sus horóscopos. Sin embargo, enseguida notó, detrás de sus insistentes preguntas, que ellos, al igual que el pastor Hitzler, sospechaban que se había convertido en secreto, bien ante la Inquisición, bien en Praga, para complacer al emperador. Sin olvidar el persistente rumor de sus simpatías por las tesis de Calvino. Se defendió de aquellas calumnias con mucho rigor, tal vez demasiado. Pero le dejaron en paz respecto a esas cuestiones hasta el final del viaje. Por otra parte, constató con gran satisfacción que Barbara desempeñaba muy bien su papel de esposa de gran sabio, que vela por su tranquilidad y su aislamiento.
Cuando se quedaban solos, una vez acostada Regina en el camarote, permanecían uno al lado del otro sobre el puente contemplando la hermosa noche de verano. El nombre de los astros y su movimiento no interesaban a Barbara. Prefería que su esposo le contase su niñez y, sobre todo, que le hablase y le volviese a hablar de su madre, sus hermanos y su hermana, a los que pronto iba a conocer. Se enfadó cuando él comenzó su relato con aquella irreprimible ironía que empleaba cuando se trataba de cuestiones personales. Se esforzó entonces en ser lo más neutro posible. Ella se apiadaba, le cogía la mano, se secaba una lágrima y murmuraba: «Pobre mujer, pobres niños». Pero, al volver a entrar en el camarote, seguía negándose a tener trato carnal con él, para, decía, no despertar a la pequeña.
El convoy remontaba poco a poco el río, bajo las montañas azules del bosque de Baviera. Cada ciudad en la que hacían escala, con sus bonitas casas multicolores, parecía decirles: «Deteneos aquí. Entre nosotros se vive bien». Comían bien, y Barbara engordaba a ojos vista. ¡Ah, la audaz mezcla de carpa, barbo y morcilla, regada con licor de pera flambeado, en Passau! Los pesados pasteles de avellanas de Straubing, de los que no se sabía si contenían más harina, huevos o azúcar, y con los que atiborraba a su hija, la cual no tenía ojos más que para la cabalgata de las fiestas de la ciudad, en memoria de la princesa Inés, que en otros tiempos se habría arrojado al río después de la muerte de su esposo. La pequeña Regina, que había llorado al escuchar la narración de aquella dramática historia de amor, reía ahora al ver desfilar a los soldados y luego a los pastores, que llevaban al cuello sus grandes campanas, haciéndolas resonar con un ruido ensordecedor. Ah, las salchichas asadas en su cama de repollo, delicadamente cortado, servidas en el muelle de Ratisbona por las muchachas más bonitas del mundo… Johann contemplaba sus graciosos movimientos, mientras que Barbara representaba el papel de celosa, golpeándose la mano con el mango del cuchillo.
—¡Quieres parar, sátiro!
—Pararé cuando la mujer que me sirve de esposa tenga a bien saciar mis instintos animales.
Después, llevó a Regina a visitar la vieja ciudad de Marco Aurelio, que se hundía bajo el peso de la historia y los edificios religiosos, mientras que Barbara volvió a subir al barco para una siesta digestiva. A continuación franquearon gargantas vertiginosas. Una hilera de hombres sirgaba el convoy por una estrecha senda excavada en la misma roca blanca. Cantaban como para ahogar la llamada mortal de Lorelei, encaramada allá arriba sobre el acantilado. Los pasajeros, acodados en la borda, contemplaban el espectáculo entre deliciosos escalofríos. Luego el río retomó su curso rectilíneo, cruzando el inmenso bosque bávaro, del que emergía a veces un monte solitario o un campanario. De vez en cuando, en esta vegetación casi azul o negra, se abrían como claras las alineaciones de color verde pálido de los campos de lúpulo, enredado alrededor de sus altas pértigas. Esta monotonía apacible sólo era turbada por el canto de los pájaros o el restallido del látigo, que estimulaba a los caballos de la sirga. El calor era agobiante.
Todo el mundo estaba medio dormido, unos en el camarote, otros en el puente. El propio timonel roncaba, sentado a horcajadas sobre el gobernalle, que semejaba un monstruoso príapo. Kepler había tendido un lona improvisada para protegerse del sol. Debajo había puesto una mesita en la que escribía. Dio el último toque a su tratado sobre los eclipses, ya que Maestlin era un lector mucho más competente que el archiduque. Después, su mente vagabundeó. Remontaba el río, lo remontaba hasta la fuente. Volvía a casa de su madre. Su verdadera madre, Alma Mater, la universidad de Tubinga.