El canciller Herwart von Hohenburg, de regreso de Roma en aquel año jubilar, se había desviado hasta Praga para saludar al emperador, antes de volver a su gran ducado de Baviera, donde le esperaban sus cargos de ministro y de superior de los jesuitas. Durante este periplo, recibió las dos largas cartas de Kepler, que le contaba con todo detalle sus infortunios con Tycho. El canciller acababa de instalarse en la bella residencia de la embajada de Baviera cuando tuvo conocimiento de la ruptura entre el joven profesor y el astrónomo danés. Ésta se había producido justo el día anterior, y Kepler acababa de pasar su primera noche en casa del barón Hoffman. Sin embargo, los rumores ya corrían por los palacios y los jardines del Hradschin, la inmensa residencia imperial que dominaba el río: los dos hombres habrían llegado a las manos, habría habido un duelo y Tycho no necesariamente habría resultado vencedor. Inmediatamente, Herwart von Hohenburg envió un mensajero que volvió acompañado de Kepler.
No se conocían más que por la correspondencia que habían sostenido. Después de un momento de embarazo, Kepler se lanzó al relato de sus dos meses y medio de tempestuosa estancia en Benatky, empleando el habla rústica y llena de inspiración de su Wúrtemberg natal, lo cual regocijó al muy refinado aristócrata bávaro. Pero Herwart dejó de reír cuando el narrador le explicó que, tan pronto como había llegado a la casa del barón Hoffman, había redactado para Tycho una carta en la que había puesto por escrito los reproches expresados de viva voz la antevíspera.
—Debo confesar, querido amigo, que no os comprendo. Que Tycho os haya puesto de los nervios y os hayáis visto obligado a marchar de allí con una subida de tono lo concibo perfectamente a la luz del apasionamiento de vuestra juventud y vuestras convicciones. Pero que reiteréis, nada más llegar a Praga, vuestros reproches por escrito, eso me parece de lo más desafortunado. Verba volant…
—Es que yo estoy provisto de una extraña naturaleza, Vuestra Excelencia —se justificó Kepler—. Puedo tener una calma olímpica frente a las peores contrariedades de la vida, pero hay palabras insignificantes que me sacan de mis casillas y que no tienen nada que ver con la razón. Entonces ya no me puedo controlar. Salen de mi boca los peores insultos. Lo más horrible es que, una vez apaciguado ese furor, ya no me acuerdo exactamente de lo que he dicho. Cuando se trataba de algún escolar estúpido o de mi esposa, yo siempre encontraba, una vez calmado, una mejor manera de hacerme entender. Pero Tycho no me ha dado ocasión de hacerlo. Así pues, es por carta como pausadamente he reiterado mis reproches y mis reivindicaciones. Si Tycho es un hombre sensato, reconocerá fácilmente sus errores.
—¡Pero, amigo mío —exclamó Herwart—, Tycho no es un hombre sensato! Y si no hubiese tenido la suerte de admirar vuestros brillantes análisis de cronología bíblica, me preguntaría por el estado de vuestra salud mental. Vos escribís bien, pero habláis mal, si me permitís que lo diga.
—¡Así pues, Excelencia, habría sido un pésimo jesuita! Por otra parte, yo no escribo «bien», tan sólo trato de escribir «correctamente», si me permitís que lo diga.
El canciller hizo un movimiento de sorpresa. Kepler era exactamente como en sus cartas: brillante, inteligente, insolente, irónico. Pero, además, ahora podía constatar que aquel hombre endeble y enfermizo era valiente en sus actos. Un hombre de honor. En diversas ocasiones el superior de los jesuitas de Baviera había intentado atraerle a Augsburgo, donde habría sido acogido como el príncipe de los astrónomos. Pero para ello había una condición, de la que, por otra parte, Herwart podría haber prescindido perfectamente: que se hiciera católico. Y Kepler se negaba a ello, al parecer más por fidelidad a los suyos que por cuestiones doctrinales. El canciller sabía que jamás se plegaría. Suspiró y dijo:
—Ah, ¡si finalmente aceptarais haceros de los nuestros! Pero no volvamos a iniciar ese debate. Podría estropear esta amistad ejemplar que nos une, yo el jesuita y vos el luterano. Acabáis de echar a perder la ocasión única de robar el tesoro de Tycho. Tal vez podríais enmendar la cosa presentándole vuestras más humildes excusas…
—¡Eso, jamás! ¡Va en ello mi honor!
—¿Vuestro honor? Más bien decid vuestro amor propio. Las humillaciones que habéis sufrido sólo manchan a quienes os las han infligido. Y, además, al romper con Tycho os alineáis entre sus enemigos. Son legión, en la corte, los que quieren su perdición. Empezando por vuestros amigos, los barones Hoffman y Herberstein. El emperador es tan caprichoso como influenciable. Puede hacer caer a Tycho mañana mismo, tan brutalmente como cuando se encaprichó de él. La posteridad dirá entonces de vos que preferisteis el campo de los poderosos al de los filósofos, de los amigos de la Verdad, y que habéis precipitado la caída de quien, a pesar de todo, sigue siendo el mayor astrónomo del siglo pasado.
Posteridad, filosofía, verdad… Frente a estos tres ideales que habían guiado toda su vida, una herida de amor propio no pesaba mucho en el corazón de Kepler. Pero, totalmente ajeno a la intriga, ¿cómo habría podido adivinar que, trabajando en favor de la reconciliación entre los dos astrónomos y evitando así una eventual desgracia de Tycho, el superior de los jesuitas, Herwart, esperaba sin duda acrecentar las extravagancias de Rodolfo, cuya única preocupación diplomática era hacer venir, con un gran dispendio, los aparatos de Tycho que se habían quedado en Dinamarca? Nuevo antojo que se sumaba a la alquimia, el hermetismo, la cábala, en medio de judíos, protestantes, incrédulos, por no decir ateos. Al conjugar sus esfuerzos para hacerle ir cuesta abajo, Roma y los Habsburgo podrían un día declararle irresponsable y privarle de su triple corona… Después de un largo momento de reflexión, Kepler consintió en redactar una carta de excusas, con la única condición de que el canciller participase en su redacción.
Se divirtieron mucho. Partiendo del principio de que todo lo que es exagerado es insignificante, amplificaron la pretendida falta de Kepler hasta el punto de convertirla en un crimen: «Vengo como suplicante para pediros, en nombre de la Divina Misericordia que perdonéis mis terribles ofensas…». Emplearon el mismo procedimiento para describir un comportamiento exactamente contrario al que había tenido Tycho en relación con su invitado: «… No puedo recordar sin dolor vuestras benevolencias, que no pueden ser enumeradas ni valoradas… Durante dos meses, vos habéis proveído muy generosamente mis necesidades. Me habéis hecho todos los favores, me habéis permitido compartir vuestras posesiones más preciosas…».
—Excelencia, ¿no creéis que exageráis un poco? Tycho no es tonto, muy al contrario. No le costará mucho comprender la superchería.
—Os engañáis, querido, puesto que ignoráis hasta qué punto la vanidad ciega a los grandes de este mundo. Toman por dinero contante el más falso de los cumplidos.
—¡Ay! Esto no se nos enseña en las universidades reformadas. En vuestros seminarios, ¿la adulación sería considerada como una nueva arte liberal?
—¡Exacto! ¿Conocéis la estrategia del espejo?
—¡Eso sí! Se trata de atribuirse a uno mismo todos los defectos de aquel a quien uno se dirige. Esta práctica es corriente entre los oprimidos, por ejemplo: «En vez de daros mis más efusivas gracias, me dejé arrastrar por la suspicacia y las insinuaciones, sumido como estaba en la amargura. Jamás tomé en consideración cuán cruelmente debió de heriros esta despreciable conducta».
—Hacéis progresos, alumno Kepler. Al reemplazar el «Yo» por el «Vos», Tycho podría contemplar su propio retrato, mucho más parecido que el que adorna las etiquetas de los tarros de sus polvos de la madre Celestina.
Durante doce días, en la residencia del barón Hoffman, Kepler esperó la respuesta de Tycho. Acabó creyendo que había perdido la partida. Se consolaba diciéndose que, a pesar de todo, había obtenido una buena parte del tesoro: las observaciones marcianas, que habían venido a completar las que Magini le acababa de enviar desde Bolonia. Pero el porvenir era sombrío. En tres meses y medio, su puesto de mathematicus de Estiria le sería arrebatado, a menos que se convirtiese a la Iglesia romana, y ya no tenía recursos para trasladar a su mujer y su hijastra. ¿Para ir adónde, además? Hoffman, que había quemado una buena parte de la fortuna familiar, ya no contaba con los medios para dotarse de un segundo astrólogo. Más que nunca, la salvación de Kepler vendría de Tycho.
La mañana del 27 de abril, un lacayo en librea imperial fue a buscarlo: Su Majestad Rodolfo consentía en recibir inmediatamente al mathematicus de Graz en audiencia privada. Como todas las casas aristocráticas de Praga, la residencia de Hoffman se hallaba a dos pasos del palacio imperial. El lacayo le condujo hasta un invernadero en el que se multiplicaban árboles y plantas exóticas. En aquel lugar reinaba un calor del infierno, pero la delgada complexión de Kepler le hacía insensible a las diferencias de temperatura. Al final de una avenida de grava fina, un hombre pequeño y grueso, vestido con un blusón manchado, pintaba. El astrónomo no tuvo dificultad alguna en reconocer, bajo el gorro de artista y la larga barba que ocultaba el prominente mentón de los Habsburgo, al hombre más poderoso del universo, junto con el Gran Turco y el emperador de China: Rodolfo. Estaba rodeado de dos o tres gentileshombres, cuyas ricas ropas contrastaban con el modesto blusón imperial.
—Así que sois vos, Kepler —tan sólo dijo el emperador, sin lanzar más que una mirada furtiva al recién llegado, que se inclinaba muy profundamente—. ¿Cuáles son vuestros maestros, en pintura?
—¡Ay! Vuestra Majestad, soy muy mal dibujante como para tener maestros.
—También sois muy mal cortesano, muchacho. De lo contrario me habríais contestado que tenéis uno solo: yo. ¿Qué hace Tycho? ¡Ese sujeto siempre se retrasa! Tengo ganas de conocer el cuento que va a inventar esta vez para justificarse. Una rueda rota, un gato negro, una vieja que se cruza en su camino…
—Nada de todo eso, Majestad. Antes de venir aquí he pasado por la casa del barón Hoffman para buscar al señor Kepler, pero he encontrado la puerta cerrada.
Tycho había aparecido, vestido todo de rojo, con la mano puesta sobre el bastón de Euclides. Un emisario del rey de las Indias habría creído que el emperador era él y no el aprendiz de pintor.
—Al parecer —dijo el emperador—, habéis tenido una violenta disputa a propósito de Copérnico y del sistema de Ptolomeo enmendado por Tycho. Decididamente sois incorregibles. Si se ponen tres reformados en una misma habitación, al cabo de una hora de ella salen tres religiones.
—No se trataba de religión —replicó Tycho—, sino de filosofía.
—En ese caso, amigos míos, la razón y la argumentación deben tener preeminencia sobre la pasión y la ira. ¿Qué piensas tú de esto, Kepler?
Era evidente que Tycho había provocado aquella audiencia mintiendo sobre las causas de su ruptura: nunca habían reñido a propósito de los sistemas del mundo, si bien sus opiniones divergían sobre la cuestión. Implícitamente, Tycho reconocía así sus errores. Había que seguirle la corriente.
—Señor —dijo Kepler—, la entera responsabilidad de este desencuentro recae sobre mí. Llevado por mis convicciones, el copernicano fanático que soy ha tenido para con el señor Tycho palabras imperdonables, sin tomar en consideración sus bondades y el respeto que debo a su alto linaje. Cuando me di cuenta de mi locura, creí morir de vergüenza y preferí huir.
Tycho soltó una carcajada un poco forzada.
—¿Qué? ¿Sólo ha sido por eso, por cuestiones de precedencia? Pero, Johann, amigo mío, hace mucho tiempo que me he desembarazado de esos prejuicios de nacimiento. En filosofía somos todos iguales, todos hermanos.
El rostro del emperador se descompuso de repente, como presa de un inmenso cansancio.
—Ya que os habéis reconciliado, daos un abrazo y dejadnos en paz.
Kepler se arrojó a las rodillas de Rodolfo y exclamó:
—Señor, luz universal de las artes y de la filosofía, vuestra clemencia no tiene parangón más que con vuestra sapiencia y con vuestro amor a la verdad. Sólo se puede comparar a Su Majestad con su lejano antepasado, el rey Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, el Astrónomo o el Filósofo, que hizo redactar las famosas tablas astronómicas que todavía se utilizan hoy en día. El señor Tycho y yo estamos dispuestos a erigirle un monumento mayor aún, al que llamaremos tablas rodolfinas…
La mirada del emperador, que se había apagado bajo los pesados párpados, se encendió de nuevo.
—¡Las tablas rodolfinas! Tycho, Tycho, ponte a trabajar inmediatamente con tu joven colega. Que yo pueda consultarlas en vida. Me queda muy poco tiempo. Traman mi muerte, y el asesino afila ya la hoja que se clavará en mi pecho, tal como tú, fiel amigo, me has vaticinado. ¡Idos ahora!
Después de haberse abrazado para demostrar su reconciliación al emperador, los dos astrónomos salieron del invernadero, cogidos del brazo. Pero, tan pronto estuvieron fuera, Tycho gruñó:
—¿Qué es esa historia de las tablas rodolfinas? ¿Por qué no keplerianas, ya puestos? Sigues disponiendo de mis observaciones como si fueran tuyas.
—Pero son las mías, Tycho, son las del emperador, son de las de todo el mundo, son las de Dios también. ¿De qué servirías, Tycho, si no mostraras a todos la obra de tu vida?
Una vez más, Kepler ponía el dedo en la llaga. Y Tycho no tenía respuesta para aquella pregunta. De modo que volvió a coger el brazo de Kepler.
—Bueno. No vamos a comenzar a reñir de nuevo. Entonces, ¿en qué punto estás de tu refutación a Ursus?
—Detesto golpear a un hombre que está en el suelo —respondió Kepler, nuevamente molesto—. Y Ursus está en el suelo, Tycho, está perdido. Es inútil encarnizarse con él.
—No importa. Se ha eclipsado de Praga, ya sea por mala conciencia y porque teme los rigores de la ley o porque rumia en secreto, como es costumbre en él, otra pequeña maquinación. Sea como sea, habrá que hacerle comparecer ante la justicia y castigar sus actos. La posteridad debe saber qué es lo que me pertenece a mí y qué es lo que él robó.
Durante todo el viaje de regreso, no hablaron más que de las tablas rodolfinas, de cuya paternidad Tycho se apropió, como si desde siempre hubiese sido la gran idea de su vida. ¡Qué le importaba eso a Kepler! El danés abría finalmente su cofre de par en par, y su tesoro aparecía infinitamente más rico de lo que se había imaginado.
El castillo de Benatky estaba desierto, a excepción de la muy numerosa servidumbre, dirigida con mano de hierro por la señora Brahe, y del hijo menor, Jørgen, que salía muy poco del laboratorio de alquimia. Tengnagel había conducido a Tyge y a las muchachas a Praga, al palacio Curtius, ofrecido por el emperador, a fin de evitar una conjuración que trataba de perderle. En cuanto a Longomontanus, había marchado a Dinamarca para supervisar el desmontaje y el transporte de los instrumentos dejados en Venusia. Tycho jamás habría confesado que era la vehemente carta de reproches enviada por Kepler la que estaba en el origen de uno de esos caprichosos cambios de opinión, habituales en él. Aquella lectura había reavivado su obsesión por una muerte próxima, sin dejar nada a la posteridad, después de una vida inútil. La carta de excusas que había seguido, en su hábil formalismo, no había cambiado nada, al contrario.
Como un mal escolar antes del comienzo de curso, Tycho había hecho «buenos propósitos»: lejos de los fastos de los que gustaba rodearse y apartado de su familia, a partir de aquel momento se volvería sobrio, ascético, aplicado, preciso, como Kepler. ¿Para hacer qué? «El pequeño profe» le había dado la respuesta durante la audiencia imperial: unas tablas astronómicas, simplemente. Dentro de poco haría cuarenta años que realizaba observaciones. Durante todo aquel tiempo se había contentado con anotar meticulosamente sus datos, noche tras noche, dando la fecha y la hora exacta, todos los planetas mezclados, sin olvidar los cometas, los eclipses y otras lluvias de meteoros, pero siempre según una clasificación cronológica, de modo que aquello no quería decir nada. Claro está que a veces había tenido la veleidad de clasificarlos por fenómenos, sobre la base del modelo de las tablas alfonsíes o pruténicas, pero cada vez que lo hacía, se sentía presa de un miedo inconfesable a que la realidad del mundo le apareciese in fine diferente de lo que él había decretado. Esta vez, se juró a sí mismo, llegaría hasta el final.
Kepler se hizo cargo de todo. En primer lugar, decidió que la sala de guardias, donde por lo general Tycho daba sus banquetes, sería el gabinete de trabajo de ambos, puesto que estaba bien iluminada, era más caliente en invierno y más fresca en verano. Mandó instalar en ella anaqueles y estanterías. Tycho le dejó hacer, sereno, feliz de no tomar ninguna iniciativa. A continuación, el pequeño profe decidió concentrar allí los cuadernos, los expedientes, las cajas y las carpetas donde estaban consignadas todas las observaciones del papa de la astronomía. Una vez hecho esto, alineó sobre la mesa grandes etiquetas en las que estaba escrito: Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno; luego, después de un vacío donde se veía el círculo dejado por un vaso, Tierra, Luna, eclipse de Sol, eclipse de Luna, cometas.
—Como ves, Tycho, compongo nuestro universo según tu sistema, y no según el mío… en fin, el de Copérnico.
—Está muy bien, pero ¿cómo vamos a proceder?
—Paso a paso. Aquí tienes, coge ese cuaderno. Año 1569. Lo abres, y trasladas tal angulación de Marte a la sección Marte; tal apogeo de Mercurio a la sección Mercurio; tal conjunción de Júpiter y Venus a las secciones correspondientes, y así sucesivamente.
—Pero eso va a ser extremadamente fastidioso. ¡Cualquiera capaz de leer y escribir podría hacerlo en nuestro lugar!
—De ningún modo, Tycho. Nos vamos a divertir, ya lo verás.
—Quisiera creerte, pero… El año sesenta y nueve. ¡Qué recuerdos! Aquel año me alojé en casa de los hermanos Hainzel, en Augsburgo. Construimos un cuarto de círculo enorme. Y allí fue donde me encontré con Ramus… Tengo que contarte…
—¡Lo ves Tycho! Ya empezamos a divertirnos. ¡Ah, esos bellos recuerdos que afloran a la superficie! Yo me hago cargo del año 1584. El año de mi beca…
—¡He comprendido, Johann, he comprendido! ¡Divirtámonos! ¡Vino, por Dios, que traigan vino!
Se divirtieron como niños. Cuando por azar debían trasladar determinado dato al mismo tiempo y a la misma sección, se hacían bromas.
—Después de vos, señor Tycho.
—No haré tal cosa, maestro Kepler.
A continuación reían y brindaban. A veces, Tycho se sentía horriblemente contrariado. Era cuando Johann descubría bajo una nube de polvo tal observación, anotada deprisa en un trozo de papel roto, y exclamaba:
—Tycho, pero esto es extraordinario. ¿Por qué lo has ocultado?
Retomaba la iniciativa cuando su colega se abandonaba a hipótesis extravagantes.
—¡El círculo, el círculo! Ciertamente, he ahí una figura perfecta. Pero Marte no lo considera de la misma manera, con sus pequeños vagabundeos por el cosmos. Hay otras figuras perfectas y altamente simbólicas. El óvalo, por ejemplo. ¿No es el huevo el símbolo de la fecundidad? ¿Por qué Dios no le habrá dado a Marte una órbita oval?
—Johann, no te comprendo. No dejas de repetirme que debemos limitarnos a los datos concretos, físicos, matemáticos, comprobados, y he aquí que te lanzas a las hipótesis más ridículas, que tu espíritu vagabundo…
A finales del mes de mayo habían logrado, a partir de elementos dispersos en mil y un documentos, establecer unas tablas de Marte y de la Luna casi completas. Kepler se acordó entonces de que tenía una familia en peligro que le estaba esperando en Estiria. Una carta del barón Von Herberstein se lo recordó. Le proponía que aprovechara su coche para volver a Graz en su compañía.
Para gran asombro suyo, Tycho no puso dificultad alguna a esta separación totalmente provisional, adelantándole, incluso, una muy considerable suma de dinero, que contaba con hacerse reembolsar por el Tesoro imperial. Afirmó que se alegraba por anticipado de conocer finalmente a la señora Kepler, a la que trataría como a su propia hija, y recordó que se produciría un eclipse de Sol el 10 de julio. Su observación simultánea en Graz y en Praga sería de lo más instructivo.