Al día siguiente, tras una buena noche de sueño, Kepler ya se encontraba bien. Como siempre, sus accesos de fiebre eran tan repentinos como sus restablecimientos. Hasta el punto de que Tycho se preguntó si el ataque de la víspera no había sido más que una comedia. Jessenius le aseguró todo lo contrario, afirmando incluso que tenía miedo de que su nuevo paciente no llegara a la noche. Tycho tuvo la sospecha de que el médico estaba conchabado con el enfermo, no obstante puso buena cara.
Para obtener lo que quería de aquel hombre impenetrable, Tycho decidió, después del palo, emplear la zanahoria. Recibió a Kepler a solas, en un gabinete cuya llave únicamente tenía él y en el que jamás dejaba entrar a nadie. Comenzó preguntándole largamente por su salud, a continuación, por la situación de los luteranos en Estiria. Kepler respondió con la mayor seriedad. Entonces negociaron, paso a paso, como chalanes de feria, hasta llegar al acuerdo final. Tycho entregaría a Kepler la totalidad de sus observaciones sobre Marte. A cambio de ello, Johann, con su pluma, más afilada que la de su anfitrión, redactaría un panfleto. En este texto se negaría que Ursus hubiese sido el primero en exponer el sistema geo-heliocéntrico. Kepler aceptó, con la única condición de que no tuviese que defender el sistema en cuestión, lo cual habría sido absurdo y un error, arguyó, puesto que no era el suyo. Una vez publicado el opúsculo, Tycho le confiaría sus observaciones sobre los otros cinco planetas; a cambio de lo cual, Kepler emprendería la redacción de otro panfleto, sobre el astrónomo del rey Jacobo de Escocia, John Craig. Éste acababa de publicar una obrita en la que denunciaba con mucha virulencia la otra teoría de Tycho, sobre los cometas, en la que el danés demostraba que los astros vagabundos no eran fenómenos sublunares. Kepler gustosamente habría sumado su nombre a la segunda obra, ya que estaba completamente de acuerdo con este importante descubrimiento de su anfitrión. Pero las prioridades de Tycho eran otras: primero, saldar sus cuentas con Ursus; a continuación, las que tenía pendientes con el rey Jacobo. Tycho era un noble: la vida para él no era más que una sucesión de duelos, y quería la victoria.
Cuando hubieron concluido el trato, Kepler, en tono de broma, propuso a Tycho que chocasen los cinco como si fuesen dos mercaderes en una feria. El otro esbozó una sonrisa condescendiente, se levantó lentamente de su sillón, cogió su pesado bastón de madera de olivo, desenroscó el puño de marfil y, con un gesto teatral, hizo salir del bastón de Euclides un rollo de papel. Se lo tendió a Kepler, declarando con un tono solemne:
—Te confío el conjunto de mis trabajos sobre Marte. Es toda una parte de mi vida lo que aquí te entrego. No trates de servirte de ellos para demostrar tu hipótesis heliocéntrica. Son hechos observados, catalogados. Todas estas cifras son lo más exactas posibles. Y si en ellas hay errores, ínfimos sin duda, son atribuibles a la imperfección de mis instrumentos. Yo jamás he hecho trampas, jamás he falseado la realidad física para que coincidiese con lo que creo.
Tycho nunca había sido tan sincero, Kepler estaba convencido de ello. Habían partido de dos polos opuestos: Tycho, de la física; Kepler, de la metafísica. No podían más que encontrarse. ¿Iban por fin a fusionarse Realidad y Verdad?
Se separaron muy contentos el uno del otro. Tycho tenía lo que quería: un calculador sin par y un trabajador incansable que sería capaz de poner en orden el océano de cifras en el que él se había ahogado. Y, además, finalmente había encontrado una pluma. Desde siempre, escribir le había causado horror. No era, como había pretendido en otros tiempos, que tuviera el sentimiento de rebajar indignamente el rango de su nacimiento. La verdad era que fijar sobre el papel sus ideas, que sin embargo se enunciaban con claridad en su cabeza, le resultaba imposible. Para la Stella Nova, su obra maestra, después de haberse hecho de rogar durante largo tiempo, había trabajado con Pratensis y la pequeña academia danesa, seguro de que aquellas personas callarían su colaboración. Con respecto a sus cartas, se las dictaba a un secretario. Los poemas de Venusia, grabados un poco por doquier en los edificios, eran composiciones de su antiguo preceptor Vedel. Cuando salió de Dinamarca, ya sólo contaba, para que le ayudase en su escritura, con Longomontanus, ejecutante escrupuloso, pero desprovisto del fuego que Tycho quería encender en todas las cosas. Para la poesía únicamente le quedaba Tengnagel, pero tenía conciencia de que los versos pomposos que había hecho grabar en el frontón del castillo de Benatky eran execrables. De modo que cuando había leído El misterio cosmográfico, no era el fondo, la hipótesis de los poliedros, lo que le había conquistado, lejos de eso, sino el estilo desconcertante, nuevo, y que alcanzaba cimas en el himno a Yahvé con que concluía la obra. En Kepler había encontrado a un nuevo Pratensis y a un nuevo Vedel.
Kepler, también él, estaba seguro de haber hecho un buen negocio, aun cuando, al volver a su aposento, se dio cuenta de que su anfitrión le había entregado unas tablas marcianas incompletas y en el mayor de los desórdenes. Tycho quería, sin duda, evaluar sus aptitudes. En cuanto a esa refutación de Ursus, decidió dar largas al asunto. Hoffman le había contado que el enemigo de Tycho se estaba muriendo de desesperación porque el emperador le había apartado y sustituido por su antiguo verdugo. Bastaba con esperar… Kepler no lograba imaginar que la vindicta del danés pudiese extenderse en el más allá: sus temores supersticiosos, pero también un fondo de clemencia, seguramente se lo impedirían.
En aquel final de mañana, Kepler decidió ponerse a trabajar. Antes pasó por la cocina, para pedir que le preparasen un vino caliente y que le sirviesen en su aposento una comida al mediodía y otra por la noche. Le respondieron que «La señora decidirá». Luego comenzó a examinar las columnas de cifras de Tycho, a pesar del ruido que hacían los obreros, cuyos pies veía desfilar por el andamio que obstruía su ventana. Por precaución, primeramente asumió la tediosa tarea de copista, con la nariz pegada al papel. Debido a su carácter voluble, el danés muy bien podía cambiar de opinión y volver a quitarle aquella parte del tesoro. Para evitar las consecuencias de un nuevo capricho del señor, tenía que estar preparado para guardar, en caso de urgencia, la copia en un improvisado bastón de Euclides, calzas de Arquímedes o sombrero de Hiparco.
—La comida está servida y se os espera con impaciencia, señor Kepler.
El criado había entrado sin llamar, y a Kepler nadie le había dado una llave.
—Había pedido que me sirvieran aquí.
—El señor exige que se coma en su mesa.
Si el señor lo exigía… Muy molesto, Kepler siguió al sirviente, después de haber ocultado las hojas copiadas, con la tinta apenas seca, en el bolsillo interior de su abrigo. Los comensales estaban exactamente en el mismo lugar que la víspera. Kepler se acercó a saludar a la señora Brahe y le presentó sus excusas por el retraso. Ella las aceptó con una vaga sonrisa y con los párpados bajados. Tycho, por su parte, no le dirigió ni una mirada: comía glotonamente, con el rostro congestionado. A su lado, el barón Herberstein no ocultaba su repugnancia. Kepler se sentó.
—Yo tenía razón —soltó el enano Jeppe—, es sordo el pequeño profe. Ni siquiera ha oído la campana. Es verdad que los búhos sólo salen de noche.
Kepler se arrancó con rabia los quevedos, que había dejado olvidados sobre su nariz. Nadie esbozó la más mínima sonrisa. El silencio que siguió no era turbado más que por el ruido de la masticación del señor de la casa. A pesar del frío, en la vasta sala de guardias reinaba un calor sofocante, como de tormenta de verano que no acaba de estallar. Tengnagel trató de que una nube descargase.
—Debo comunicaros, señor Kepler, las leyes que rigen en esta casa. Todo el mundo debe someterse a ellas, a excepción de nuestros invitados, claro está, señor barón. El maestro exige de todos nosotros la máxima puntualidad. Desde las seis de la mañana…
Siguió una fastidiosa enumeración de horas y actividades que dejaba muy poca libertad a quienes debían someterse a dichas normas: dos horas después de la comida del mediodía, para permitir que Tycho hiciese la digestión, y la noche, cuando el estado del cielo impidiese su observación.
Por fortuna para Kepler, durante las dos semanas siguientes el tiempo fue execrable. Ciertamente, era curioso ver a Tycho manejar sus prodigiosos instrumentos, aunque los más grandes continuaban todavía en Dinamarca. Pero de momento, Kepler tenía cosas más urgentes que hacer durante las noches. Mientras pasaba a limpio los datos de Tycho sobre Marte, podía dejar que su espíritu divagase, aunque su pensamiento siguiese el camino abierto por su mano y sus ojos. Al poner en orden aquellas cifras, experimentaba el mismo placer que desmontando y montando aquel hermoso reloj de Graz que había dejado en herencia el funcionario de finanzas, segundo marido de Barbara.
Era así como habría que proceder cuando tuviese en sus manos el tesoro completo de Tycho. Dios había construido el universo no como un mago, sino como un relojero, como se construye un mecanismo a partir de elementos sueltos. ¿Y qué mecánico sería lo suficientemente estúpido como para hacer que uno de los principales elementos de su máquina realizase movimientos irregulares, como esos epiciclos? Para reconstituir la obra del Relojero, Kepler tendría que descartar toda noción que tuviese relación con la metafísica. En suma, debería rehacer la astronomía a partir de cero. Tycho no le había suministrado más que algunos engranajes de aquel mecanismo. Kepler obtendría el resto, no sólo de Marte, sino también de la Luna. Con respecto a los otros planetas, pospondría momentáneamente su estudio. En lo que se refiere a la esfera de las estrellas fijas (pero ¿seguro que era una esfera?), no era más que el envoltorio, la pintura exterior del templo.
Durante las desagradables comidas impuestas por el señor, Kepler aún intentó arrancarle algunos datos, en vano. Tenía que soportar entonces las pullas de Jeppe o Tengnagel sobre su incapacidad para resolver la cuestión de la órbita marciana. Tycho, por su parte, respondía, con la triste obstinación del borracho, que su nuevo ayudante debería terminar el panfleto contra Ursus antes de obtener cualquier cosa nueva.
Cuando podían hablar sin testigos, Longomontanus trataba de excusar a su señor, afirmando que, desde su salida de Dinamarca, ya no era el mismo. Esto espoleaba a Kepler a obtener lo que quería: si Tycho se sumía prematuramente en la senilidad, su manada de lobos no dejarían ni un pellizco del tesoro al «perrito», como decía Jeppe, sino que liquidarían al mejor postor y a precio de saldo lo que no pudiesen utilizar.
Así pues, lo más urgente era obtener la totalidad de las observaciones sobre Marte. Sólo una persona en el mundo era capaz de completar las que Tycho había accedido a darle: Giovanni Antonio Magini, profesor de astronomía y matemáticas en Bolonia, observador y calculador de renombre, que era a los papas lo que Tycho era al emperador. Pero el italiano, al menos, jamás se mostraba avaro con sus descubrimientos y los dispensaba con generosidad a quienes tenían a bien pedírselos. Magini tenía otra ventaja: este amigo de Maestlin, también él prudente copernicano, había sido el único en hacer propaganda en Italia de El misterio cosmográfico. Entre Tycho y él, las relaciones eran escasas, cuando no inexistentes. De modo que Kepler le escribió y, por prudencia, confió su carta y la destinada a Maestlin a Jessenius, el cual debía trasladarse a Praga.
Las semanas pasaron, rutinarias, tensas. Aunque la disciplina cuartelaria que reinaba en Benatky le era cada vez más penosa, el profesor de Graz se esmeraba en parecer como el más entregado de los ayudantes, empleo del que, sin embargo, no tenía ni el estatuto ni el salario. Tycho sólo se humanizaba al llegar la noche, en la terraza donde había instalado sus instrumentos, cuando la bóveda nocturna era bella y su hijo Tyge y Tengnagel estaban ausentes, circunstancia que se producía cada vez con mayor frecuencia.
A pesar de su miopía, Kepler aprendió enseguida el manejo del cuarto de círculo y el sextante, siguiendo los consejos de un Tycho paciente y paternal, que a veces consentía en comunicar algunos datos más, de la misma manera que se recompensa a un buen alumno o se echa un hueso al perro. Luego, cuando el cielo palidecía, Tycho, encuadrado por Kepler y Longomontanus, volvía a bajar a las cocinas, donde le servían un caldo revitalizante, acompañado de pan y regado con vino. Sólo entonces, en la suave excitación que sigue a las noches sin dormir, el hombre gordo se abandonaba a las confidencias, o se interesaba, finalmente, por los demás. Escuchaba de buena gana a Kepler, que le hablaba de su vida en Graz. Para él era como la narración de un viajero que hubiese vuelto de las Indias. A Tycho nunca le había faltado nada, y la necesidad, por no hablar de la miseria, le era absolutamente exótica. Kepler aprovechó uno de aquellos amaneceres sosegados para traer a colación su situación financiera, el salario que su anfitrión tenía previsto pagarle y el viaje que habría de realizar para ir a buscar a su familia. Tycho le respondió que tenía que ir a Praga aquel mismo día, y que evocaría ante el emperador la posibilidad de dotarse de un mathematicus adjunto remunerado por el Tesoro.
Las ausencias de Tycho no duraban más allá de unos días. Únicamente se trasladaba al palacio imperial tras mil y una súplicas de Rodolfo o por orden expresa de algún ministro, que consideraba que el inquilino de Benatky se tomaba grandes libertades con los dineros del Estado. Partía con sus dos hijos y Tengnagel, e incluso con una de sus hijas, cuando corría el rumor de que se presentaba un partido para ella. Durante su ausencia, la disciplina en el castillo se relajaba de manera singular. La fantasmal señora Brahe dejaba de ocuparse de la casa. Para comer o calentarse, Kepler seguía a Longomontanus, que tenía una larga práctica en el arte de la sisa. Estar obligado a cometer, próximo a la treintena de años, este tipo de puerilidades de escolar apenas hallaba compensación en la libre disposición de los instrumentos astronómicos. Éstos, una vez dominados, pronto no tuvieron gran cosa que enseñar a Kepler, dado que su mala vista le impedía hacer observaciones precisas. Y Longomontanus, cuyos escrúpulos, sin embargo, no le impedían actuar en las cocinas o la bodega, estaba aterrorizado ante la idea de robar el más mínimo apogeo al papa de la astronomía.
El 3 de abril de 1600, Tycho regresó de Praga de muy buen humor. Rodolfo se había mostrado encantado con su último horóscopo, en el que, sin embargo, se le predecía un espantoso nuevo año de reinado. Por otra parte, el famoso remedio que había salvado al emperador de la peste conocía un inmenso éxito en toda Bohemia. Por último, y sobre todo, después de largas negociaciones, el rey de Dinamarca había consentido en deshacerse de los instrumentos dejados en Venusia, a cambio de algunas compensaciones.
—Longomontanus, a principios de verano saldrás para Copenhague. Vigilarás su desmontaje y su traslado. Los quiero todos, sea cual sea el estado en que mi bárbara familia los haya dejado. Ahora nos toca a nosotros, Kepler. He hablado de ti a Su Majestad. Aprueba tu nombramiento para el puesto de mathematicus adjunto y ha encargado a su consejero privado Barwitz que solvente los problemas de intendencia. Eso puede tomar algo de tiempo. De modo que, mientras tanto, yo te tomo a mi cargo. Tingangel te comunicará las modalidades de tu colaboración. ¿En qué punto estás con Ursus?
—Voy avanzando, voy avanzando —mintió Kepler—. Respecto a la órbita de Marte… Sólo su estudio nos permitirá penetrar en los secretos de la astronomía. El planeta se mofa de todas nuestras estratagemas. Como decía Plinio, Marte desafía la observación. Debemos entrar en guerra con él. Pero ¿cómo podremos ganar si tú, nuestro general en jefe, no nos das las armas necesarias para este combate?
—Según me han dicho, le has pedido unas cuantas a Magini. No, no nos vengas con otro acceso de fiebre, ¡no vigilo tu correo! Sólo que en Praga todo se sabe. Y son muchos los que verían con buenos ojos un enfrentamiento entre nosotros dos. Mis enemigos son poderosos, Kepler. No están en los cielos, sino en las antecámaras del palacio imperial. Y esos adversarios se han convertido en los tuyos. Cuando me informaron de que habías escrito al boloñés, respondí que tenías mi consentimiento. Además, no era una idea tan mala. Podría comparar sus observaciones con las mías.
—Entonces, Tycho, ¿por qué no me das los medios para llevar a cabo la tarea que me has confiado?
—¿Por qué? Pero, en fin, ¿quién te crees que eres, pequeño Kepler, para imaginar que te iba a servir en una bandeja de plata treinta años de trabajo? ¿Crees que te puedes apropiar en un abrir y cerrar de ojos de la obra de toda una vida?
Kepler estuvo a punto de responder que el cielo no era de su propiedad, pero se abstuvo de hacerlo. En el fondo, su anfitrión no andaba errado, y si estaba decidido a enfrentarse a él era sencillamente para apoderarse de lo que Tycho había tardado tantos años en reunir. ¿Se había dado cuenta de ello el danés? Y, en ese caso, ¿por qué no le despedía, como había hecho antes con Ursus? ¿Para distraerse? Pensó que el otro tal vez estaba jugando con él, al igual que el gran duque de Wúrtemberg, cuando le mandó que volviese a hacer su planetario. Los príncipes se divierten y miden su poder moviendo a los hombres, como si se tratase de piezas de ajedrez.
Tengnagel, él también, jugaba a su manera. Manera mediocre, a la medida de su indefinido papel en la familia Brahe. Para las cuestiones materiales, salario, víveres, calefacción, remitió a Kepler al «intendente». Para las modalidades de la colaboración astronómica de Kepler, consideró que no era cosa suya, sino del «secretario», Longomontanus. Tengnagel era exactamente tal como se lo había descrito Hoffman, un oportunista tan hipócrita como estúpido. Kepler se abstuvo de contestarle y se limitó a encogerse de hombros, manifestando que, en todas las cuestiones, a partir de ese momento no quería tener relación con nadie más que con Tycho. Salió dando un portazo.
Aquella noche, la campana de la cena no repicó. Tycho descansaba de las fatigas de su viaje a Praga. Kepler se disponía a pasar la noche con el vientre vacío cuando apareció Jessenius con una cesta de embutidos y una jarra de vino. No había tenido necesidad de robar aquello, ya que su condición de médico le había permitido recibir fácilmente el beneplácito de la señora Brahe. Y era también como médico que venía a una hora tan intempestiva: temía que Kepler, como consecuencia de la agitada conversación con Tengnagel, volviera a tener un acceso de fiebre.
—Hace treinta años, doctor —le tranquilizó Johann—, que mi cuerpo y yo batallamos. Y él acabará ganando. Mi tiempo está contado. Y esta gente se empeña en hacérmelo perder. Doctor, necesito vuestra ayuda. Dentro de poco os marcharéis de este infierno. Yo estaré obligado a quedarme mientras no haya cumplido con mi misión. Parece, sin embargo, que nuestros anfitriones están decididos a poner trabas a mi trabajo, colocándome en condiciones precarias. Es de esas condiciones de las que quiero hablar con Tycho, hasta en los más mínimos detalles.
—Pero Tycho se os escapa como la arena entre los dedos, y me imagino que me pedís que interceda ante él, en calidad de médico que se preocupa de vuestra salud. Acepto gustoso, pero no prejuzguemos su reacción. Este hombre es imprevisible. En un arrebato os podría despedir como al más ínfimo de sus lacayos.
—No tengo nada que perder. De todos modos, prefiero enfrentarme a él a estas escaramuzas pueriles.
Los dos hombres establecieron entonces un catálogo detallado de las modalidades de la colaboración de Kepler. A la espera del puesto de mathematicus adjunto, prometido por el emperador, su salario sería de cincuenta florines por trimestre, es decir, el doble del que percibía Longomontanus. Otra exigencia, un aposento digno de él y su familia, orientado al sol, lejos de los ruidos de las obras y provisto de llaves. Finalmente, requería un puesto mejor en la mesa, el de Tengnagel. Jessenius consideró irrisoria esta reivindicación, pero Kepler no cedió. Para él no se trataba de un asunto de precedencia, sino de estar lo más cerca posible del señor de la casa cuando éste, bajo los efectos de la bebida o la plenitud de su estómago, se abandonara y entreabriese el cofre de su tesoro. Ultimo punto: solicitaba una entrevista a solas con él, sin testigos. Para el resto, fue el médico quien cuantificó la leña, el pan, el agua, las velas necesarias para una pareja con una hija de diez años. Fue él también quien decidió el tiempo de descanso necesario después de una noche consagrada a la observación.
Jessenius había podido examinar a ambos astrónomos y había quedado impresionado por la oposición radical de sus temperamentos: frío y seco, el más joven; cálido y húmedo, el más viejo; uno era de nervios y huesos; el otro, de carne y sangre. De los dos, el más frágil no era el que se habría podido creer. Kepler, hipocondríaco, se quejaba siempre de mil y una dolencias, siendo la última una tisis galopante provocada, decía él, por el agotamiento. Tycho, al contrario, interpretaba el papel de hombre que respira salud, pero sus síntomas eran los más preocupantes. Jessenius presentía que el encuentro entre los dos sabios, si no se malograba, sería un momento capital de la historia de la astronomía.
Fue por esta razón por la que al día siguiente se dirigió a la habitación de Tycho con el pretexto de examinar sus orinas. Después de haber certificado que su paciente estaba más sano que una manzana y haber constatado que se encontraba de un humor alegre, le presentó las reclamaciones, explicando que estaba muy preocupado por la salud de Kepler. Tycho leyó el memorial, exclamando a veces «¡leña!», «¡pan!». Finalmente, se quitó la nariz y dijo:
—Todo esto concierne a Tingangel. Yo tengo preocupaciones más importantes que estos asuntos de intendencia.
—El caballero —replicó el médico— ha tratado al profesor como al último de los criados.
—Sí, lo sé, Tingangel es una persona que no cae bien. Hay que reconocer que no hace nada para ser amable. Pero confío en ese hombre como en mí mismo. Poneos en su lugar… Le encargo que organice la colaboración de Kepler, y el pequeño profe le habla de la cantidad de leña. Ahora, ¡basta! Quiero ver a todo el mundo en la sala de guardias dentro de una hora.
—Os puedo asegurar que Kepler se negará a ir. Lo único que quiere es una entrevista a solas con vos, lejos de la presencia de vuestros hijos, de Tengnagel y, con mayor razón, de Jeppe.
El recuerdo del duelo con Manderup, hacía tiempo en Rostock, cruzó como un relámpago por la mente de Tycho.
—¡Ah! —farfulló, sin poder ocultar su turbación—. No comprendo… este asunto concierne a todos los miembros de mi casa…
Sus viejos miedos le volvían a la memoria. ¿Era el día más indicado para ese encuentro? ¿La buena configuración astral? Sentía que pesaba sobre él la mirada del médico. Rápido, había que tomar una decisión.
—Sea —dijo finalmente con una voz más firme—. Pero quiero que vos asistáis al encuentro, doctor, y que anotéis en un papel todo lo que se diga. Digamos… esta noche, en mi gabinete.
—Antes sería mejor. No dejemos que el tiempo envenene las cosas.
De nuevo, como con Manderup, estaba acorralado. Diez minutos más tarde Kepler se hallaba en su gabinete, vestido con ropa de viaje.
—Tú… tú, ¿te vas? —preguntó Tycho, intentando adoptar un tono paternal—. ¿Malas noticias de tu familia, en Graz?
—No se trata de eso, Tycho, y tú lo sabes bien —replicó Kepler con una rabia febril.
Sin embargo, había preparado bien aquella entrevista, que había concebido como una partida de ajedrez. Se había jurado mantener la calma, mostrarse el más razonable de los dos. Pero aquella hipocresía… Apretó sus puños enguantados.
—Me iré —prosiguió—, si no obtengo satisfacción a los diferentes puntos planteados en mi memorial.
Habría querido actuar con mayor prudencia, evitar desafiar a Tycho, el gran señor, y hablar entre iguales en la república de la filosofía. Se mentía a sí mismo, tan consciente era de su superioridad en el campo de investigación que ambos compartían. Brahe no tenía más que decir una frase: «¿Te quieres ir? ¡Pues vete!». Pero Tycho no la dijo. Le necesitaba demasiado. Sin embargo, Brahe, por su parte, no podía ceder a las pretensiones de un plebeyo, por ridículas que fuesen. Escogió negociar, como hacía en otros tiempos, en Venusia, con sus campesinos descontentos. Para ello pasó del latín al alemán.
—Señor profesor Kepler, a la espera de que Su Majestad consienta en daros el puesto que he solicitado para vos, me siento en el deber de acogeros en mi casa durante el tiempo que sea necesario, y en las mejores condiciones materiales posibles, pues vuestros talentos de calculador podrán serme de cierta ayuda. Así pues, os adelantaré la suma que me pedís, que me será reembolsada por el Tesoro imperial una vez que sea ratificado vuestro empleo de ayudante mathematicus imperial. Comunicaré a mi intendente vuestras peticiones en lo referente a la calefacción y la alimentación. Sin embargo…
Se hundió en su sillón, respiró profundamente, cruzó los dedos sobre sus labios y permaneció un buen rato en silencio.
—Sin embargo, esta situación es temporal y, que yo sepa, no formáis parte de mi familia, ni siquiera de mi casa. Me place vuestra conversación, pero…
De golpe, su rostro se inflamó. Dio un golpe sobre la mesa con el puño y explotó.
—¡Tengo intención de invitar a mi mesa a quien a mí me parezca, y en el lugar que yo le asigne, según su rango! ¿Desde cuándo un hijo de posadero va a decidir el modo en que yo tengo que dirigir mi casa? ¡Maldita sea, muchacho! ¡Si yo quisiese también podrías comer en las cocinas, con los criados!
Muy pálido, Kepler saltó de su asiento. Tycho hizo un movimiento de retroceso, como si el otro fuese a pegarle.
—Señores, veamos, señores, en nombre de la filosofía… —exclamó Jessenius.
—Aquí, ¿en dónde veis a un filósofo? —gritó un Kepler airado, con una voz estridente, señalando a Tycho con su largo brazo delgado—. ¡Yo no veo más que a un tirano, a un sátrapa ignorante que abusa de su linaje y su riqueza para humillar a los verdaderos amigos del saber! ¡Un ogro que se atraca de estrellas de la misma manera que se embrutece con el alcohol! ¡Un avaro que amontona sus observaciones, obsesionado por el temor estúpido a que unos hombres sensatos se las roben por amor a la Verdad! ¡Un cobarde aterrorizado ante la idea de que, si distribuye su tesoro inútil entre otros más valientes que él, esa Verdad no sea el defectuoso sistema que él ha inventado, sino la divina armonía querida por el Creador! Tycho, por más que tus esclavos te construyan cuadrantes tan grandes como la torre de Babel, jamás llegarás a la suela de los zapatos de Hiparco, de Ptolomeo o de Copérnico. Ellos donaron su vida de trabajo a quienes quisieron continuar su obra. Pero tú, ¿de qué te sirve el bastón de Euclides si te entierran con él? Aquí estoy perdiendo mi tiempo. ¡Adiós, Tycho, te dejo con tu vanidad, con tu inutilidad!
Kepler dio media vuelta y salió dando un portazo.
—¡Se ha vuelto loco! —exclamó Tycho—. En otros tiempos y bajo otros cielos, esto le habría valido la rueda y la horca. Corred tras él, doctor, tengo miedo de que sufra una congestión. ¡Al menos que no se muera en mi casa! Mis enemigos me acusarían de su asesinato.
Jessenius salió velozmente. Tycho se quedó a solas con su desasosiego. El gran señor se sentía ultrajado por las injurias del plebeyo, pero el astrónomo había sido tocado en pleno corazón. Las palabras de Kepler habían penetrado como un estilete en su espeso caparazón de certezas y habían alcanzado sus dudas más secretas, que le atormentaban desde el comienzo de su exilio y que podían resumirse en esta única pregunta: ¿su vida consagrada a la observación había sido útil? Sólo Kepler tenía la respuesta.
Jessenius regresó muy inquieto. A la ira de Kepler había sucedido un profundo abatimiento y, sin duda, la fiebre.
—Viéndole llorar, incluso el corazón más duro se habría derretido. Lo lamenta, reconoce que sus palabras han ido más allá que su pensamiento. Está dispuesto a presentaros sus excusas.
—Vale —gruñó Tycho—. Las aceptaré, pero de viva voz, mañana por la mañana, delante de todos.
—¿Puedo hablaros con franqueza, querido Tycho? Kepler y vos os comportáis como dos vagabundos de la calle que se pelean por un bollo robado. Ahora bien, es el médico quien os habla, tenéis el tiempo contado, como todo ser humano. Ambos tenéis una parte de la verdad celeste, complementarias, al igual que complementarios sois los dos, el uno del otro. El tiene necesidad de vos y vos de él. No amáis a Kepler, él tampoco os ama a vos. Pero ¿se pide al intérprete de viola y al flautista que confraternicen? Que se pongan de acuerdo y que toquen, ¡aunque se odien!
Tycho iba a protestar, afirmando que él sentía cariño por Kepler, pero se contuvo: según Jessenius, aquel afecto no era recíproco, y eso hería su amor propio.
Al día siguiente, a la hora acordada, Kepler entró en la sala de guardias acompañado de Jessenius. Detrás de la gran mesa, todo el clan Brahe se hallaba sentado en su sitio. Sólo faltaba Longomontanus. El penitente agradeció a Tycho haberle ahorrado que su joven colega viese cómo se humillaba. Luego presentó sus excusas, o mejor dicho, las leyó. Pedía perdón él, el humilde plebeyo de origen oscuro, por haber osado insultar a un gentilhombre de tan alto linaje como Tycho Brahe, príncipe de Dinamarca, y haber escarnecido igualmente las leyes de la hospitalidad. A continuación, testimonió su gratitud para con su anfitrión, que había sabido acogerle cuando él huía de las persecuciones. Sin embargo, en ningún lugar del discurso se trataba de astronomía. Demostraba así que, en ese campo, eran iguales. A Tycho, que nunca había tenido discípulos, sino únicamente ayudantes, competidores o admiradores, le costó mucho admitirlo. Aceptó, no obstante, con la clemencia ostentosa de los grandes, las excusas de Kepler. Luego añadió, para realzar aún más su victoria:
—El incidente, pues, está cerrado. Pero tu primera tarea, a partir de ahora, será redactar finalmente la refutación de Ursus.
Jeppe se subió encima de la mesa y, adoptando poses de acusador público, apuntó al culpable con un índice vindicativo.
—¡Qué el gozque rabioso vaya a morder al oso pelado!
Kepler se enderezó en toda su estatura y dijo secamente:
—Adiós, Tycho.
Y salió, tieso como un palo.
—Pero ¿qué he dicho ahora que le haya disgustado? —se asombró sinceramente Tycho.
—Voy a buscarlo —dijo Jessenius, saliendo también.
El doctor alcanzó a Kepler al final de los largos corredores y la escalera de caracol que conducía a su habitación.
—Amigo mío, amigo mío, no cometáis lo irreparable. A pesar de las apariencias, vos habéis domado a la fiera. Que una herida de amor propio, provocada por un bufón ridículo, no reduzca a la nada un encuentro que alterará la cosmografía.
—Vos habláis de eso muy fácilmente, doctor. Vos, que podéis dejar este infierno en cualquier momento y que, durante toda vuestra estancia, no habéis recibido sus escupitajos. Pero yo no tengo ni bisturí ni enema para forzar el respeto de esos animales. Por lo tanto, me voy.
En su habitación, el baúl y el equipaje de mano estaban ya cerrados: Kepler había previsto la eventualidad de una marcha precipitada.
—¡No iréis a volver a Praga a pie! —exclamó el médico—. Se halla a una larga jornada de camino. Y en vuestro estado…
—Si vos supierais, doctor, el número de leguas que he llegado a recorrer durante mi pobre existencia… Les diréis que manden mi baúl a casa del barón Hoffman. A menos que quieran repartirse mis ropas como botín.
—Os acompaño. Voy inmediatamente a ordenar a mi criado que prepare mi coche. Él vendrá a buscar vuestro equipaje. Venid, os lo suplico…
«Mi criado… mi coche…». No era sólo por respetar el juramento de Hipócrates, acudiendo en ayuda de una persona en peligro, que Jessenius había tomado repentinamente la decisión de abandonar a Tycho para siempre. Kepler era pobre, casi un desconocido, con familia a su cargo, su porvenir era incierto. Por su parte, el más famoso profesor de medicina y anatomía de la universidad de Wittenberg, soltero, que disponía de una bonita fortuna familiar, seguro de convertirse, en poco tiempo, en decano de la facultad de Praga y en uno de los médicos del emperador, se había dejado encarcelar en esa jaula de oro de Benatky, sometiéndose de buen grado a los caprichos de Tycho y la maldad de su casa, con el pretexto de observar al extraño astrónomo como un caso clínico. Kepler, al enfrentarse con aquel tirano, acababa de demostrarle que había un bien más precioso que la riqueza y la gloria: la libertad.