La mesa había sido puesta en lo que antaño debía haber sido una sala de guardias. A pesar de las dos grandes chimeneas, en las que rugía un fuego infernal, hacía mucho frío. Kepler había llegado un poco antes de la hora acordada, pero ya habían pasado unos buenos quince minutos y todavía ninguno de los comensales había hecho su aparición. La servidumbre había dispuesto catorce cubiertos en el mismo lado de la mesa, sin duda para que las espaldas se beneficiasen del calor de la chimenea.
Finalmente, Tycho hizo su aparición, como arrastrado por los dos mastines negros que llevaba cogidos de una correa, con el famoso enano Jeppe a su lado y seguido de su familia. Kepler se adelantó sonriendo, pero el señor de la casa, con aire grave, hizo como si no le viese. El danés se instaló en el centro; su hijo mayor, Tyge, a su derecha; a continuación, Tengnagel; luego, una de sus hijas, Longomontanus, otra de sus hijas y, al final, encaramado en un alto taburete en el extremo de la mesa, el enano. A su izquierda, su hijo menor, Jørgen, y luego, la señora Brahe, un pastor, una hija de Tycho, el doctor Jessenius, la hija menor… Cuando todos estuvieron detrás de sus sillas, de pie, un criado indicó a Kepler el último lugar del lado izquierdo. Había asistido a aquella solemne entrada como si se tratase de una obra de teatro. Se había convertido en actor de la misma, pero en el más oscuro. Esta vez la voluntad de humillar era flagrante. ¿Con qué fin? Creyó encontrar la respuesta después de la oración, cuando Tycho se dirigió a su enano:
—Entonces, Jeppe, ¿qué impresión te produce presidir nuestras comidas?
—Presidir, ¡cómo exageras! Aquí estoy, ocupando el lugar del pobre. Sin mí, habríais sido trece, con ese esmirriado del extremo. ¡Ursus alimenta muy mal a sus cerdos!
—¡Mierda, sí, casi me olvidaba! —exclamó Tycho—. Me han dicho, Kepler, que te habías visto con ese plagiario de Ursus, en Praga.
—¿Puedes repetirlo? ¡Desde donde estoy sentado te oigo mal! —mintió Kepler, alzando la voz más de lo debido.
—¡No hay peor sordo que el que no quiere oír! —gritó el enano con una voz estridente—. Te preguntan si has chapoteado en la pocilga del guardián de cerdos, en Praga.
Todos los asistentes se echaron a reír. Los dos mastines se pusieron a ladrar. De un puñetazo sobre la mesa, Tycho restableció el silencio.
—Entonces, Kepler, ¿te has visto con Ursus o no?
El profesor de Graz se conocía demasiado bien, no por nada en su horóscopo se llamaba a sí mismo «perro gozque». Se tuvo que contener para no dar un mordisco, y con una voz que él quería comedida, pero que para su gusto vibraba un poco demasiado, contestó:
—No, no me he visto con él. Y aunque lo hubiese hecho, ¿qué tiene eso que ver con este homúnculo? Yo he venido aquí para visitar al mayor astrónomo de esta época. Y no a un gnomo que acaba de salir de la corte del rey Carnaval.
Tycho, que se disponía a responder, quedó estupefacto. El pequeño profesor se enfrentaba a él. No le temía. Los demás comensales estaban igualmente sorprendidos de que alguien hubiese osado tratar al maestro de rey Carnaval. Tycho tenía que intervenir antes de que Tengnagel, en calidad de fogoso caballero, hiciese daño a aquel insolente. En cuanto a Jeppe, era lo suficientemente hábil como para haber comprendido que más valía que se olvidase por unos instantes de su función de bufón.
—Me gustas, Kepler —dijo entonces Tycho—. Me gustan las personas que tienen carácter. Juntos haremos un buen trabajo. Mañana mismo nos pondremos manos a la obra. Mi idea es que pongas en orden las excentricidades y las distancias medias de los planetas, a excepción de las de Marte, de las que se encarga Longomontanus.
Kepler se distendió. Había ganado la primera escaramuza.
—Es una verdadera sinecura lo que me ofreces. En cambio nuestro colega, que ya se ocupa de la Luna, se ve agobiado por unos trabajos peores que los de Hércules.
—¿Desde cuándo, Longomontanus, vas a quejarte a los forasteros? —gruñó Tycho.
—¡Pobre ayudante mártir, que llora su suerte sobre el hombro del mayor matemático de Graz y regiones aledañas! —soltó Jeppe.
Maquinalmente, Kepler se quitó el polvo de las obras que tachonaba la parte superior de sus ropas negras. Mientras, Tycho seguía reprendiendo a Longomontanus, que enrojecía como un colegial pillado en una falta por el director del refectorio.
—No te he pagado unos estudios en Wittenberg, no te he alimentado y alojado durante años para que ahora desveles mis secretos al primero que pasa…
—¡Pero si no he sido yo! ¡Ha sido Kepler!
Tycho intentaba una maniobra clásica: dividir para reinar. Y ese ingenuo de Longomontanus caía en la trampa. Kepler tuvo que parar el golpe rápidamente.
—Yo soy, en efecto, el único responsable. Por vanidad he lanzado a nuestro colega unos de esos desafíos de bachiller: le he apostado una buena comida a que yo resolvería en una semana el problema de la órbita de Marte.
Había recalcado la expresión «nuestro colega» a fin de mostrar al señor de la casa que, en el campo de la astronomía, los tres estaban en pie de igualdad. Tycho, más tranquilo, se echó a reír. ¡Una apuesta!
—¿Una comida solamente por semejante desafío? ¡Vamos, una apuesta de cien florines sería mucho más apropiada!
Kepler apretó los dientes. ¿Dónde iba él a encontrar esa suma? Puesto que perdería la apuesta. Sabía a ciencia cierta que nunca llegaría a determinar la caprichosa órbita de Marte en tan poco tiempo, aunque…
—… Si tuviese a mi disposición la fabulosa suma de tus observaciones, estoy seguro de que Longomontanus se arruinaría.
Tycho se quitó la nariz y abrió una cajita de oro que había junto a su plato. Cogió con el índice un poco de ungüento y untó con él el interior de su postizo. Con el rabillo del ojo observaba a Kepler. Éste no había desviado la mirada, al contrario de lo que hacían otras muchas personas, turbadas por aquel espectáculo tan poco apetitoso. Decididamente el hombre era valiente. A menos que su miopía le impidiese ver el agujero negro que se abría en medio de aquel rostro rubicundo… El danés volvió a poner el apéndice en su lugar y vació de un trago su vaso de vino, que un criado le volvió a llenar inmediatamente. Se secó los labios y refunfuñó:
—Ascensión recta a 17 de enero de 1600, a las 23.05, 9 horas 29 minutos, declinación 19 grados 28, magnitud menos 1,1.
—¿Puedes repetirlo? —pidió Kepler—. Tu enano tiene razón. Soy un poco duro de oído.
—Eh, yo no he apostado nada. Se hace tarde. El cielo está cubierto. Así pues, vayamos a dormir. Señores, os quiero ver a todos de pie mañana a las cinco. Reorganizaré el trabajo en función de mi nuevo colaborador.
Se levantó y salió de la sala, seguido por su familia. Sólo quedaron el ayudante astrónomo, el médico y Kepler.
—Gracias, querido colega —dijo Longomontanus—, me habéis salvado de una situación comprometida. Pero… ¿va en serio lo de la apuesta?
—Un instante —intervino el doctor Jessenius—. Por aquí hay oídos que escuchan. ¿Quieres largarte de aquí, despreciable espía enano, antes de que te arroje a la chimenea?
Jeppe, en efecto, se había escondido debajo de la mesa.
—¿Así que tienes cosas malas que ocultar, envenenador?
—¡Lárgate, te digo, si no quieres probar mi bota!
El enano se marchó corriendo, con su caminar bamboleante.
—Eh, doctor, no os habéis ganado un amigo —dijo Kepler.
—¡Bah! La universidad de Praga reabrirá sus puertas en primavera. Dentro de seis semanas habré dejado esta casa de locos. En cambio, vos, temo que tengáis que vivir un infierno. Ignoro en qué grado de estimación os tiene Tycho. Pero los demás…
—Cuando yo era niño, había en la posada un perro malo. Mi hermano pequeño le tenía miedo. Y más de una vez fue mordido por el animal. En cambio yo, en lugar de huir, avanzaba hacia él con pasos lentos, con una vara en la mano. El perro entonces se tumbaba en el suelo, gimiendo y moviendo la cola.
El médico hizo una mueca dubitativa. En cuanto a Longomontanus, colocó su mano sobre el hombro de Kepler. Acababa de comprender que en él no tenía a un rival, sino a un aliado.
La semana siguiente no estuvo lejos de ser el infierno prometido por el médico. Sobre todo, en el curso de las comidas, que seguían siempre el mismo ceremonial y que se prolongaban durante varias horas. Tycho comía mucho y bebía más aún. Al mediodía, acababa cayendo en un sopor y no escuchaba lo que se hablaba alrededor de la mesa. Tengnagel entonces provocaba al enano Jeppe para que lanzase sus pullas, tan venenosas como vulgares, a Kepler, acerca de su delgadez, su poco apetito, su mala vista, sus manos siempre enguantadas. El bufón era incansable a propósito de los pretendidos amores sodomitas con el viejo Valentinus Otho, asunto en el que Ursus, evidentemente, representaba un papel. Era una cosa vil, pero provocaba la hilaridad de los dos hijos Brahe, y de las hijas Sophie y Elisabeth, que reían disimuladamente detrás de sus pañuelos. La madre, por su parte, no decía nada, ya que si por desgracia abría la boca, por ejemplo, por una cuestión relativa a la servidumbre, su esposo salía del letargo y le lanzaba un estruendoso «¡Silencio, mujer!», para volver a caer en una somnolencia profunda. La mayor, Magdalene, también permanecía callada, pero con un aire de aplastante menosprecio. Kepler sólo tenía derecho a la compasión de la benjamina, Cecilie, que pronto cumpliría dieciocho años. Sin embargo, aquello era mucho peor y más peligroso, porque la conmiseración de la joven iba acompañada de un pie estirado por debajo de la mesa o de una rodilla que intentaba pegarse a su muslo. Al evitar aquellas caricias, se mostraba mucho más heroico que soportando las críticas y los sarcasmos del enano. Cecilie, en efecto, era de una belleza radiante. Su cabellera rubia, que descendía por su cuello de cisne, el óvalo perfecto de su rostro, hacían pensar irremediablemente en la Venus de Botticelli, una copia de la cual había procurado a Johann grandes emociones en sus noches solitarias del seminario superior de Maulbronn. Kepler no era de piedra, pero ceder a las proposiciones de la hija de Tycho habría significado poner en peligro la misión que se había asignado: apoderarse de las observaciones de Marte.
Durante la cena, era peor aún. El señor de la casa parecía despertarse al llegar el crepúsculo. ¿Era la perspectiva de una noche de observaciones? ¿Había dormido la mona en el secreto de su laboratorio de alquimia? En cualquier caso, se volvía bromista a su manera. Kepler y su apuesta eran, naturalmente, el blanco de sus sarcasmos, para gran alivio de Longomontanus, su víctima habitual. Para ayudarle en sus cálculos, simulaba asumir el papel de buen príncipe y dejaba caer, como quien no quiere la cosa, determinadas informaciones: un día, la cifra del apogeo de un planeta; al día siguiente, los nudos de otro, pero, sobre el planeta rojo, jamás nada tangible.
Cada noche Tycho sentaba a su mesa a un invitado de prestigio, cercano al emperador, venido para ver cómo trabajaba el papa de la astronomía, pero también para saber cómo empleaba el dinero público. Presentaba a Kepler como su «segundo ayudante», pero sin nombrarlo. El otro se contenía, e intentaba responder con ironía a las bromas pesadas de su torturador, de suerte que pronto tuvo la sensación de sustituir en el papel de bufón a un Jeppe silencioso durante la cena. Y se equivocaba, pues aquellos cortesanos refinados apreciaban más la inteligencia del joven plebeyo alemán que las torpezas del aristócrata danés, que, además, era una considerable carga para las finanzas imperiales. Y en su interior calculaban que el oscuro pequeño matemático tendría pretensiones mucho menores si llegaba a reemplazar a Tycho en el corazón de Su Majestad Rodolfo II…
Al cabo de una semana de humillaciones, Kepler tuvo la agradable sorpresa de ver sentarse, entre Tycho y la señora Brahe, al barón Von Herberstein, gobernador de los Estados de Estiria. Después de haber presentado a toda su parentela, a continuación al doctor Jessenius y a Longomontanus, Tycho dijo con desenvoltura:
—Y allá abajo, en el extremo de la mesa, mi segundo ayudante, que acaba de perder su apuesta de calcular en ocho días la órbita de Marte.
—Conozco muy bien a mi querido Kepler —replicó el barón—. Y me enorgullezco de haber ganado su estima. Durante los cinco años que fue mathematicus de los Estados de Estiria nos hizo efemérides notables, según los dos calendarios. Sus predicciones han sido siempre de una exactitud sorprendente.
Kepler dio las gracias al barón con una sonrisa cómplice. Tycho quedó confundido durante unos instantes. En una semana, se había convencido de que había encontrado un nuevo ayudante, más brillante que Longomontanus, pero mucho menos disciplinado y al que habría que domar. Tuvo la ingenuidad de sorprenderse.
—Ignoraba que tuvieses competencias en el arte de la astrología. Me habías dicho que no creías en la adivinación por el zodíaco.
Kepler se creyó por fin en una posición de fuerza. Se encogió de hombros ostensiblemente y dijo con cierto aire de desprecio:
—Yo tan sólo he tratado de explicar que los movimientos de los astros y sus posiciones ciertamente tienen una gran influencia sobre el destino de los hombres y las naciones, ya que Dios no hace nada al azar. Pero todavía somos demasiado ignorantes de los secretos del universo como para aventurarnos a leer el futuro como en un libro abierto. Sobre todo cuando se trata de nuestros pobres destinos individuales.
Tycho se disponía a responder cuando su hijo pequeño, Jørgen, intervino riéndose burlonamente:
—¡Y salvo cuando se trata de tu propio destino individual, pequeño profesor! «Este hombre tiene en todas las cosas naturaleza canina. Su apariencia es la de un perrito…».
Kepler se levantó de un salto, lívido.
—¿Cómo? ¿Alguien ha osado leer mis papeles más íntimos? ¡Es algo indigno! ¡Métodos abyectos de policía, de familiares de la Inquisición!
Ya no se controlaba, farfullaba. Sintió que estaba teniendo un acceso de fiebre, y depender del cuerpo de aquel modo hacía que su cólera fuese a más.
—No me pienso quedar ni un minuto más en este antro de lobos. Me voy, Tycho, te abandono a tus manías. Te burlas de Ursus porque era porquero. Pero él al menos sabía qué hacer con sus cerdos, mientras que tú, sentado sobre tu tesoro inútil y…
Se tambaleó. La cabeza le daba vueltas. Hundió el rostro en sus manos enguantadas. El doctor Jessenius exclamó:
—¡No dejéis que se caiga! ¡Va a hacerse daño!
Cecilie lo cogió en sus brazos, suspirando.
—¡El pobre! ¡Qué poco pesa, qué delgado está!
Recuperó el conocimiento en su habitación, estirado sobre la cama. A pesar del frío, estaba empapado de sudor. Jessenius le secaba la frente, y Tycho le cogía la mano. Al pie de la cama se hallaba el barón Von Herberstein.
—Johann, amigo —susurró Tycho en alemán—, nos habéis dado un susto…
—No os inquietéis. Esto me sucede a veces, y, en mi delirio, debo de haber pronunciado palabras imperdonables.
—No, lo imperdonable ha sido la indiscreción de Jørgen. Ese muchacho está menos dotado que su hermano mayor para los estudios y la filosofía. Y para complacerme, a veces se deja poseer por un celo intempestivo. Ya comprobaréis, amigo mío, cuando tengáis hijos, que el peso de las preocupaciones es por lo menos tan grande como el de las alegrías. Ah, Jørgen estaba desesperado. De modo que le pedí que fuese al laboratorio a prepararos un elixir de mi cosecha, con el que he sido capaz de restablecer a Su Majestad Rodolfo en persona.
Kepler sonrió.
—Si tengo que ser envenenado, prefiero serlo por el doctor Jessenius. Al menos él tiene diplomas que le autorizan a hacerlo.
Tycho se santiguó ostensiblemente y farfulló:
—No hay que decir esas cosas. Atraen la desgracia.
Kepler y Jessenius se miraron con un aire de consternación. Entonces el barón dijo:
—Excusadme, Tycho, si os ofendo, pero también he venido a Benatky para informar al más famoso de mis administrados de cosas inquietantes que se preparan en Estiria, el territorio que gobierno.
—Eso os honra, al contrario —replicó el danés, un poco humillado, sin embargo, al darse cuenta de que el «pequeño profesor» contaba con apoyos situados en las altas esferas.
—¿Qué ocurre en Graz? —se inquietó Kepler—. ¿Mi familia?
—Sería mejor que nuestro amigo descansase un poco —intervino Jessenius.
—Os lo agradezco, doctor, pero conozco bien mi carcasa. Estoy preparado para oír cualquier cosa.
—Pues bien, el decreto todavía no ha sido firmado por el archiduque —dijo el gobernador de Estiria—, pero os puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que todos los luteranos que no se hayan convertido deberán abandonar el país antes del treinta y uno de julio.
—¡Bah! Ya es la tercera vez que dicen eso —ironizó Kepler.
—Por supuesto, pero será la última. Roma ha elegido esta fecha simbólica de 1600 para lanzar su mayor ofensiva. Por ejemplo, ayer, en Praga, me enteré de que Giordano Bruno definitivamente acababa de ser condenado a muerte, después de ocho años de calabozo y torturas. Mañana por la mañana, tal vez, ese mártir de la filosofía subirá a la hoguera de Campo dei Fiori, después de que le hayan arrancado la lengua.
Hubo un silencio. Tycho se había enderezado y se movía de un lado a otro, balanceándose. Hizo el ademán de quitarse la nariz, luego se contuvo: había olvidado la caja de ungüento sobre la mesa. Después de Kepler, ahora era Bruno el centro de todos los intereses. Aquello era insoportable. Se puso a refunfuñar:
—Él se lo ha buscado, después de todo. ¡Qué ocurrencia, volver a Venecia, cuando en Italia lo estaban buscando por todas partes!
A continuación, para quedar bien, mintió:
—Sin embargo, yo muchas veces le propuse que viniese a Uraniborg. Bruno nunca me respondió. Que Dios le tenga bajo su santa protección; sin embargo, vosotros, los copernicanos… Se diría que queréis ganaros la antipatía de todos. Después de haber arrancado del centro del mundo la Tierra de los hombres, ahora hacéis añicos la esfera de las estrellas fijas y enviáis los astros a un infinito inimaginable. ¿Nunca os vais a detener? Lanzáis ideas a los cuatro vientos, sin jamás basarlas sobre el cálculo y la observación.
—Para ello sería necesario —replicó Kepler con una voz débil— que quienes han tenido la fortuna y el tiempo de acumular esas observaciones las pusiesen a disposición de los que…
—Tycho, Kepler, os lo ruego —cortó Jessenius—, la habitación de un enfermo no es el lugar más idóneo para este tipo de debates.
—Tenéis razón, doctor. Me voy a tomar dos o tres días de reposo. Regreso a Graz a buscar a mi familia.
—¡Pero yo, yo te necesito! —exclamó Tycho.
Semejante confesión, viniendo de semejante hombre, dejó estupefacto al barón, quien comprendió enseguida que, costara lo que costara, no había que interrumpir aquel encuentro entre los dos astrónomos.
—El decreto de expulsión no se aplicará antes de finales de julio —precisó—. Eso nos da tiempo. Dentro de unos días yo volveré a Graz. Estad seguro, amigo mío, de que Barbara y Regina se hallarán bajo mi protección durante estos meses.
—Y, si es necesario —dijo Tycho, yendo más allá y llevado por un repentino heroísmo—, iré yo mismo a buscarlas.