Después de una semana frecuentando las tabernas, las tascas y los salones más encopetados de Praga, Hoffman, Tengnagel y Tyge reaparecieron en la residencia del primero. Con los párpados amoratados, los ojos inyectados en sangre, la tez amarilla y las manos temblorosas, sus miradas se evitaban, avergonzados de sus excesos. Fue Tengnagel quien decidió, como si fuera el lamentable capitán de una tripulación de regreso de una escapada, que saldrían aquella misma noche, con Kepler, hacia Benatky.
Después de nueve leguas de camino, por la mañana llegaron al castillo. Tyge y Tengnagel durmieron durante todo el viaje, de modo que Kepler tuvo tiempo de preparar aquel encuentro que, a la vez, temía y esperaba. El castillo de Benatky era de nuevo un edificio en obras. Desde que había tomado posesión del lugar, ahora hacía seis meses, Tycho llevaba a cabo, a cargo de la corona, trabajos que permitirían que los enormes instrumentos dejados en Dinamarca fuesen instalados allí, en unas construcciones que originariamente no habían sido concebidas sino para ser una copia del palacio de los dogos. Esta gran remodelación se complicaba aún más, ya que había que prever un acceso y apartamentos susceptibles de acoger, en cualquier momento, al emperador y su séquito. El castillo resonaba con el martilleo de las herramientas, el rechinar de las poleas, el retumbar de las paredes que se hundían, convertidas en escombros, las órdenes de los contramaestres, las canciones de los albañiles y los pintores. Mientras prestaba atención a que no le atropellase una carretilla cargada de ladrillos y evitaba los charcos de barro y argamasa, Kepler iba pensando que entraba, no en el templo sereno de Urania, sino en las fraguas de Vulcano.
En cuanto bajaron del coche, Tengnagel y Tyge le abandonaron en lo alto de la escalinata, dejándole solo, con la pequeña maleta a sus pies. ¿Por qué Tycho no había acudido a recibirle? ¿Trataba de humillarle? Aquello no se parecía mucho al tono paternal de sus cartas, sino más bien a los retratos arrogantes del gran señor trazados por Maestlin y Hoffman.
Un joven, rubio y grande, de rostro afable, todo vestido de negro, avanzó hacia él, con la mano tendida y la sonrisa en los labios. Se presentó en un latín inseguro.
—Bienvenido, Keplerus, a la nueva Ciudad de Urania. Me llamo Longomontanus, ayudante astrónomo del maestro. Tycho siente mucho no poder recibirte, pero está trabajando con su hijo Jørgen y su médico Jessenius en el laboratorio de alquimia. A mí me corresponde el honor de guiar al admirable autor de El misterio cosmográfico hasta sus aposentos.
Para no dar la impresión de que arrollaba a Longomontanus con su superioridad en la lengua latina, Kepler le agradeció el cumplido en alemán, pero el otro, buscando con la mirada para ver si alguien les había oído, susurró:
—En latín, señor Kepler, en latín. A los ayudantes del maestro les está prohibida cualquier otra lengua.
¡Los ayudantes! Seguiría el juego. ¡Qué remedio!
El aposento que Tycho le había reservado estaba situado al extremo de un ala del castillo: una gran habitación y un cuarto amueblado como gabinete de trabajo. Pero, el lugar estaba alejado del ala en la que Tycho había concentrado el conjunto de sus actividades, y le habría venido muy bien si las ventanas no hubiesen estado tapadas por los andamios y si el patiecillo de abajo no hubiese servido de campamento a los obreros.
Mientras tanto, Longomontanus seguía cubriendo a Kepler de cumplidos, que visiblemente eran sinceros. Luego añadió suspirando:
—Ya era hora de que llegarais. Desde nuestra instalación en Benatky, yo soy el único que ayuda al maestro. Y ya no puedo más. Daos cuenta: trabajo al mismo tiempo en las excentricidades y las distancias medias de la Luna y Marte.
—Tarea pesada, lo reconozco. Sin embargo, el extraordinario número de observaciones que Tycho ha reunido, desde hace ahora cuarenta años, os la debe facilitar.
—Sí… Claro está… Pero… Las cosas son bastante más complicadas. Desde nuestra salida de Dinamarca, no hemos parado de ir de un lugar a otro…
—Comprendo. Entonces, querido colega, ¿os vendría bien que os descargara del fardo marciano?
—¡Sería un alivio! Pero sólo el maestro puede tomar esa decisión.
Aquella sumisión era lamentable. La vida de Longomontanus dependía por entero de Tycho. Kepler no lo veía de la misma manera. Para dárselo a entender, utilizó su arma favorita, la ironía.
—¿Cuándo se dignará Tycho recibirme, para que le pueda rendir mi homenaje de vasallaje?
Por toda respuesta, su interlocutor palideció. Sus ojos se dilataron por completo y se quedó con la boca abierta, al mismo tiempo que una fuerte voz burlona se elevaba por detrás:
—No te pido tanto, Kepler. Me bastará con que renuncies a tus dioses, Copérnico y Ursus.
Kepler se volvió bruscamente. Y quedó sorprendido. Por los numerosos retratos de Tycho que circulaban por doquier y por lo que le habían contado Maestlin y Hoffman, se había imaginado al danés como un coloso que cultivaba aires de dios pagano, Thor u Odín. Sin embargo, tenía ante sí a un hombre barrigudo, mofletudo, del que calculó que sería apenas más alto que él, y cuya tez rubicunda, congestionada, bajo el bigote teñido de rojo, aportaba un matiz pintoresco a su vestido bermellón. En cuanto a la famosa nariz postiza, Kepler la encontró más bien cómica, en su pequeñez, en su brillo rosado, sobre el que se reflejaba la ventana. «Parece un tabernero sajón», pensó de modo improcedente. Pero su anfitrión poseía también, sobre las pesadas ojeras negruzcas, aquella mirada azul muy pálida, penetrante, cruel, que hacía que su huésped tuviese ganas de apartar los ojos. Hasta que Tycho bajó sus párpados, Kepler tuvo que hacer un esfuerzo para no pestañear y sostener su mirada. ¿Era una victoria?
También Tycho se sorprendió del aspecto físico de Kepler. Su imaginación había dudado entre un Maestlin de veintiocho años, con su porte de falso muchacho atrevido y jovial, y Ursus, el oso taciturno e hipócrita. Incluso había pensado en los rasgos de un cierto profesor de teología, al que había conocido en Wittenberg, hombrecito raquítico dentro de su toga negra, predicador tan burlón como austero. De burlón, Kepler tenía toda la apariencia, con aquella sonrisa perpetua, que ocultaba bajo una espesa barba negra, cuidadosamente cortada y peinada, que dejaba las mejillas lampiñas y que alargaba todavía más su rostro demacrado. Sus vestidos habrían podido hacer creer que era austero, si bajo la estola de zorro el cuello vuelto no hubiese sido de encajes. Ciertamente eran vestidos de persona entrada en la madurez, pero la silueta de quien los llevaba les daba un no sé qué de elegancia coqueta. El hombre era tan delgado y estilizado que a Tycho le pareció más alto que él. Lo que sobre todo inquietó al danés fue aquella mirada muy triste y profunda, que hacía olvidar las manchas de color rosa y los cráteres de viruela de su rostro pálido. Tycho, que se vanagloriaba de juzgar a los hombres a primera vista, no sabía esta vez si a éste había que amarlo u odiarlo. Decidió, de momento, contentarse con desconfiar de él.
Aquel examen recíproco, como el de dos luchadores de feria que se disponen a enfrentarse entre sí, no había durado más de unos segundos. Pero a un Longomontanus aterrorizado le pareció una eternidad. Se tranquilizó un poco al escuchar las banalidades que intercambiaron en un tono amistoso.
—¿Te gusta tu alojamiento? —preguntó Tycho.
—Es perfecto, aunque un poco pequeño para acoger a mi familia. ¿Los trabajos de remodelación durarán mucho? Mi esposa es de campo, y temo que el ruido de los obreros no la deje descansar.
—Tienes una hija, ¿no es verdad? La señora Kepler ¿presenta nuevos signos de que vaya a tener otra criatura?
—Lo ignoro, y no sé si me gustaría. Los dos hijos que hemos tenido murieron al cabo de unas pocas semanas. Temo que Barbara ya no podría recuperarse de un tercer parto.
—¡Bah! Yo también tuve que sufrir ese tipo de drama. Tres veces. Y aquí estoy, a la cabeza de una hermosa descendencia. Vosotros dos sois jóvenes. Tened paciencia. ¿Habías levantado el horóscopo de esos pobres pequeños? ¿Desde su concepción?
—Claro está, pero debo tener dones de adivinación mediocres. Me equivoqué en las dos ocasiones.
—Entonces, te ayudaré en el próximo. He encontrado un método infalible, que aúna la observación de los astros y el estudio de los números. Si quieres, te lo enseñaré. A propósito, debo dejarte. Su Majestad espera mis predicciones del mes de febrero.
—En eso, yo te puedo ayudar —replicó Kepler, que ahora se sentía más seguro—. He realizado tantas efemérides para Fernando de Austria que he acabado por comprender lo que los príncipes esperan de nuestras predicciones. Nos divertiremos mucho. ¿No decía Cicerón que dos augures no pueden mirarse a la cara sin echarse a reír?
Tycho hizo un movimiento de retroceso. Su rostro redondo e inexpresivo se arrugó y una cicatriz apareció en su frente.
—No bromees con estas cosas, Kepler. Trae mala suerte. Nos veremos esta noche en la cena, a las ocho y media en punto. No soporto que se llegue tarde.
Se dio media vuelta y se fue, golpeando el suelo con un grueso bastón en el que Kepler no se había fijado hasta aquel momento.