Capítulo 48

La puerta de la entrada resonó con unos violentos golpes. «Bueno —se dijo Kepler—, no han tardado en venir a buscarme». El corazón le latió con más fuerza, las manos le temblaban, pero sintió que su alma estaba serena. Echó un vistazo al cuarto de Regina. La niña dormía tranquilamente, chupándose el pulgar, a pesar de que ya había cumplido los ocho años. Johann pensó que algún día habría que quitarle esa mala costumbre. Algún día… Si salía de la cárcel para ir a algún sitio que no fuese el suplicio. Al pasar por delante de su habitación, escuchó los ronquidos de Barbara: «Duerme en paz, gorda querida —murmuró—. Pronto serás viuda por tercera vez. Y no estoy seguro de que lo lamentes». Deslizó el ventanillo refunfuñando:

—Dejad de dar golpes, vais a despertar a toda mi familia. Detrás de la abertura, reconoció con sorpresa el rostro de Hoffman. Corrió deprisa los cerrojos. Hoffman entró precipitadamente, tiritando:

—¡Qué frío! ¿Tenéis un lugar donde guardar mis coches y donde puedan dormir mis caballos y mis hombres?

—Por supuesto… Los coches en el patio de atrás, los caballos en la cuadra y vuestros hombres en el granero. El lugar es bastante caliente.

—Se contentarán con la cuadra. ¿Me dejaréis entrar ahora? Por todos los diablos, uno se congela en este cuchitril. ¡Renato, ocúpate del fuego! Y a vos, mi buen Johann, ¿os queda un poco de aquel licor de cereza que tan bien destila vuestro suegro?

Kepler susurró al oído del criado llamado Renato que el leñero se encontraba detrás de la cocina, pero que tendría que forzar la cerradura. A continuación, condujo a Hoffman al salón. Mientras éste se dejaba caer en un sillón, Kepler retorció lo más discretamente que pudo el pequeño candado de la bodega, para hacerlo saltar.

—Únicamente vos, querido —bromeó el barón—, podíais haber perdido vuestras llaves. Mi residencia de Graz ha sido sellada, las puertas de la ciudad están cerradas desde el mediodía. Me resulta imposible volver a mi mansión. ¿Me ofreceréis hospitalidad?

—Es para mí el mayor de los honores. Voy a despertar a mi esposa para que os prepare una cama y…

—Dejadla descansar. Podría ser que ésta fuese la última noche en mucho tiempo en que pueda dormir en paz.

—Pero ¿qué ocurre?

—Bien, querido, desde medianoche yo ya no soy nadie. Fernando ha logrado que me depongan de mi cargo de consejero áulico. No sólo ya no represento al emperador en mi país natal, sino que, además, mis bienes ancestrales en Estiria han sido confiscados. Estoy arruinado. O, al menos, lo estaré el primer día del siglo próximo, según el calendario gregoriano. Como me ha profetizado mi astrónomo, Valentinus Otho: «El siglo XVII será papista o no será». Sea lo que fuere, nosotros habremos de dejar la región antes del primero de año.

—¿Nosotros?

—¡Sin duda, vos y yo! ¿No habéis recibido un correo de Tycho?

—No he recibido nada de nadie desde hace tres meses. Es como si a los ojos de todos estuviese muerto.

—¡No digáis eso! En Praga no se habla más que de vos. En Graz, lo mismo. Pues, creedme, nuestros amigos, los jesuitas, no os han olvidado, lejos de eso: se deleitan con todas las cartas que recibís, y comparten su lectura con sus colegas romanos del Santo Oficio.

—¿Qué me cuenta Tycho?

—Que os espera. Tomad, he logrado obtener una copia.

El barón sacó de su bolsillo una hoja y leyó: «Quisiera que vinierais aquí, en modo alguno obligado por las adversidades, sino más bien por vuestra propia voluntad y movido por el deseo de trabajar conmigo. Pero, sean cuales fueren vuestras razones, encontraréis en mí a un amigo que no os negará sus consejos y su ayuda en la desgracia, y que estará dispuesto a auxiliaros. Y si venís pronto, tal vez podamos encontrar los medios para que vos y vuestra familia seáis mejor considerados en el futuro».

Un año antes, Kepler habría dado brincos de alegría y habría pedido marcharse en el acto. Pero entonces, cuando ya se había preparado para morir en Graz en el alba de este siglo XVII, lo único que veía eran los peligros y las penalidades de semejante viaje. Él y los suyos no sobrevivirían a las más de ciento cincuenta leguas de camino, en pleno invierno. Y, además, abandonar tras de sí todos sus trabajos sobre la luz, la música, la cronología bíblica… ¿Para ir adónde? ¿Para dar qué porvenir a la pequeña Regina? Y Barbara, en la corte imperial…

—Kepler, no sois razonable. No se puede pedir que una mujer y una niña viajen en un invierno como éste. Haréis que vayan a Praga sólo cuando llegue el buen tiempo, cuando estéis bien instalado en el castillo que Su Majestad ha ofrecido a Tycho. Benatky, a la que llaman la Venecia de Bohemia.

—¡Pero eso sería un abandono! El archiduque se vengará de mi falta en ellas. Los jesuitas…

—Os puedo garantizar que no sucederá nada de todo eso. Los más finos observadores de la política afirman que Roma no soltará sus jaurías de inquisidores antes del verano.

Al día siguiente por la mañana, después de unas pocas horas de sueño, Hoffman se vio obligado a batallar enérgicamente para arrancar a Kepler de su resignación. El barón encontró en Barbara a una aliada inesperada. No es que ella aprobase la partida, al contrario. Lloraba, gritaba, las comisuras de los labios se le llenaban de espuma. Hoffman diagnosticó en su fuero interno que estaba afectada de la enfermedad de los dioses. Su marido, por otra parte, se comportó de manera lamentable. Otro cualquiera no habría tolerado ni un minuto una actitud semejante de una esposa. Pero él parecía no escuchar nada, no ver nada. Hasta el momento en que la mujer, arrojándose de rodillas, lanzó hacia el techo esta plegaria quejumbrosa:

—Perdóname, Señor, pero no nos dejas elección: para salvar a mi hija, iremos a misa, besaremos los pies del Anticristo de Roma, nos haremos papistas. ¿Acaso mi padre no se ha convertido ya?

Kepler se levantó de golpe y, apuntando con un índice vindicativo a su esposa prosternada, clamó:

—¡Eso jamás, Barbara, ¿me oyes?, jamás! La fe luterana me fue enseñada por mis padres, la he asumido tras repetidas investigaciones y me mantengo en ella. Yo no he aprendido a ser hipócrita. ¡Sal de esta habitación, pobre mujer, y déjanos al barón y a mí preparar nuestra partida, libres de tus gritos y tus quejas!

Jamás su marido le había hablado con semejante tono de autoridad. Por lo general, utilizaba sarcasmos maliciosos a los que ella respondía con insultos y llantos. Desagradablemente sorprendida por aquel cambio, consciente también de haber sido humillada delante de su noble visitante, se marchó a su cuarto. Los dos hombres permanecieron encerrados en la gran casa durante una semana. Únicamente Barbara salía a comprar el pan, ya que hacía tiempo que la última criada había huido de aquel infierno. Mientras tanto, en la biblioteca, Hoffman ayudaba a Kepler a clasificar y embalar sus manuscritos, sus cartas y todo lo que había acumulado durante sus cinco años de estancia en Graz.

El barón quedó deslumbrado y satisfecho de sí mismo: no había protegido en vano, durante todo aquel tiempo, al pequeño profesor. Aquel hombre de apariencia frágil, de quien se podía temer que se quebrara como un cristal a la mínima contrariedad, tenía un pensamiento potente, universal, tan sólido como recto, seguro de sí mismo y de la amplitud de su genio, pero sin indulgencia ni benevolencia para con sus propios errores, sus indecisiones, sus dudas. Hoffman había conocido a muchos filósofos, matemáticos, artistas y poetas, y no de los menores. Los había observado, interrogado, escuchado, descubriendo siempre su principal debilidad: una inmensa vanidad. Kepler carecía de ella. Entonces, una admiración sin reservas por el hijo del posadero se apoderó del barón Johann Friedrich von Hoffman, cuyo linaje se remontaba a los señores de Steyr, fundadores de la provincia.

No tuvieron necesidad del zodíaco para determinar la fecha de su huida: a las 6 de la mañana del primero de enero de 1600 del calendario gregoriano. En primer lugar se desviarían para dejar a Barbara y a Regina en casa de Mulleck, donde estarían más seguras que en la ciudad.

El día estaba aún lejos de despuntar por detrás de las montañas, y todavía faltaba mucho para que la ciudad despertase. Ni siquiera las campanas de las iglesias daban las horas, puesto que sus badajos dormían la mona, como, por otra parte, toda la población de Graz, que había festejado hasta bien entrada la noche la llegada del nuevo siglo, con ese frenesí mortífero que da el miedo al final de los tiempos.

Un soldado medio dormido les abrió la puerta norte sin tomarse la molestia de consultar sus pasaportes. Así pues, salieron de la ciudad sin mayores dificultades. Todo transcurría según lo previsto. Cuando en Graz se diesen cuenta de la desaparición del mathematicus, éste ya se hallaría lejos.

—Por lo demás —Kepler sonrió—, no estoy seguro de que el archiduque intente perseguirme en pleno invierno. Él y los jesuitas deben de estar encantados de haberse librado de mí. Su amor propio herido, por haber sido burlados, quedará así compensado.

Levantó la cortina, y el sol naciente iluminó su fino rostro.

—Vos no conocéis a los grandes de este mundo —replicó Hoffman—. A menudo el rencor es su única política. Al contrariar a Fernando, habéis ofendido a todos los Habsburgo. A excepción del emperador Rodolfo, claro está. Pero ¿Su Majestad sigue siendo un Habsburgo?

—¡Bah! No sé qué filósofo dijo que el valor de un hombre se conoce por el poder de sus enemigos.

Bajo la manta que cubría enteramente a Barbara, se escuchó un suspiro capaz de partir el alma.

—Padre, ¿cuándo llegaremos a casa del abuelito? —preguntó Regina, que se había acurrucado bajo el brazo de Johann.

—Dentro de una hora, más o menos. Pero cuando vuelva a buscaros, en primavera, tu viaje durará casi tanto como el de los argonautas. ¿Quieres que te cuente la leyenda de Jasón, que partió a la conquista del Vellocino de Oro?

—Un día, bonita amazona, tú contarás la leyenda de Kepler, que partió para apoderarse del tesoro de Tycho —añadió el barón Hoffman.

—¿Quién es ese Tycho del que siempre habláis, señor barón? —preguntó la niña.

—Tycho es el Goliat de la astronomía. Y tu padre, niña mía, es el rey David.