Aquella mañana de octubre, la verja del Paradies estaba vigilada por dos soldados. Un pequeño corro se había formado alrededor de una proclama. Johann Kepler vio al director un poco más allá, abrazando a su esposa, que sollozaba.
—¿Qué ocurre?
—¡Ay!, hermano mío, ¡ay! La escuela ha sido cerrada por decreto del archiduque. Profesores y vicarios reformados tienen ocho días, bien para convertirse, bien para abandonar Estiria.
—Pero… Yo creía que Fernando estaba combatiendo en Hungría. ¿Y el gobernador? ¿Y el consejero áulico?
—Ambos se hallan en Praga para asistir a no sé qué consejo imperial. Los gatos no están y esas ratas negras de los jesuitas han aprovechado la ocasión para dar su sucio golpe.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Irnos. Estábamos esperándoos a vos para reunimos en el templo antes de que también lo cierren.
Y añadió, con una sonrisa triste, su sempiterno comentario:
—Pero, como de costumbre, querido Kepler, habéis llegado tarde.
El templo estaba lleno de gente. Incluso aquellos reformados a quienes no concernía la medida de expulsión —médicos, comerciantes, artesanos— habían querido estar presentes, solidarios y circunspectos. La señora directora se había secado las lágrimas. En cambio, ni el menor de los hidalgos luteranos de Estiria se había dignado acercarse.
—El Señor dijo a Moisés: «¡Entra, y habla al Faraón rey de Egipto, que deje ir de su tierra a los hijos de Israel!». Así comenzó el exaltado sermón del reverendo Daniel Hitzler, un joven pastor que oficiaba al otro extremo de la ciudad: Schubert, demasiado implicado en esta expulsión por su función de profesor de teología en la escuela, había preferido cederle la palabra. Kepler pensó que aquella referencia al Éxodo no era la más apropiada: el faraón de Estiria no retenía al pueblo reformado, lo expulsaba; o al menos a sus jefes religiosos y sus enseñantes, esperando así que, privados de su conciencia, los demás no tardarían en convertirse.
El discurso del predicador pronto se convirtió en un llamamiento al exilio masivo. Pero Hitzler no era Moisés. Además, ¿hacia qué tierra prometida quería guiarlos?
—Lo que dice el reverendo es muy bonito, pero yo no pienso dejar la tierra de mis antepasados para complacerle.
Kepler volvió la cabeza. Su suegro, el molinero Mulleck, era quien le había susurrado aquellas palabras al oído, reflejando sin duda el parecer de la mayoría de la asamblea, que comenzaba a murmurar. Hitzler se percató de ello, puesto que prosiguió con entonaciones fanáticas:
—Cuando todos hayamos abandonado este país, caerán sobre él las siete plagas de Egipto: se quedarán sin médicos para cuidar a sus hijos, sin campesinos para recoger su trigo, sin comerciantes para traerle prosperidad y riqueza. Entonces, como se lee en Éxodo 14-5, el archiduque, al igual que el Faraón, gemirá: «¿Cómo hemos hecho esto de haber dejado ir a Israel, para que no nos sirva?».
—Y el Faraón regalará mis molinos a uno de sus monjes o de sus italianos —completó Mulleck.
Kepler aprobó con la cabeza. Tal era muy evidentemente el objetivo buscado por los jesuitas. Hitzler, con su bigote erizado, el cabello alborotado, embriagado por su propio verbo, acabó el sermón apelando al voto de los que querían seguirle. Esperaba ver levantarse todo un bosque de brazos. No hubo más que un bosquecillo, el de los más pobres, que no tenían gran cosa que perder si abandonaban el país. El joven pastor se puso rojo de ira. Kepler decidió intervenir.
—Hermanos míos, yo también estoy, al igual que el resto de los profesores de la escuela, afectado por esta infame medida. Pero no me iré. No es que busque el martirio, pero mi estatuto de mathematicus de los Estados de Estiria y la modesta fama que me ha procurado mi pequeña obra tal vez me permitan lograr que la dieta se retracte de esta decisión inicua. Propongo que nuestros hermanos obligados al exilio vayan a refugiarse a Linz, entre los nuestros, el tiempo que sea necesario. El gobernador y el consejero áulico no tardarán en regresar de Praga. Entretanto…
—Entretanto, eres bienvenido en mi casa, yerno —dijo Mulleck poniéndole la mano sobre el hombro.
—¿Y serás tú, Kepler, quien asuma durante ese tiempo mi misión pastoral? —fustigó un Hitzler sarcástico—. ¿Esperas predicarles el evangelio según Copérnico?
Johann se encogió de hombros y replicó:
—Los primeros cristianos no necesitaban una media licenciatura en teología de la universidad de Offenbach para poder comulgar.
La asamblea soltó una carcajada al oír aquella respuesta. Los ánimos se caldeaban. Schubert decidió intervenir y someter a votación la proposición de su amigo. A excepción de Hitzler y algunos otros exaltados, todos la aprobaron.
«Decididamente soy un imbécil inveterado —pensó Kepler mientras regresaba a su casa en la carreta del suegro—. Yo, que, desde hace cuatro años, no sueño más que con largarme de aquí, resulta que ahora me ofrezco como voluntario para quedarme, y en las peores circunstancias».
Se instaló, pues, con su familia en la bella residencia del molinero, situada fuera de las murallas. Barbara recobró allí un poco de su vigor y la ternura que sentía por su esposo. Si Kepler no hubiese odiado el campo, que le provocaba comezones y estornudos, si un hombre tan indómitamente libre como él no hubiese tenido el sentimiento de vivir totalmente dependiente del molinero Mulleck, si no hubiese estado tan lejos de su biblioteca, de sus papeles y de la posta, si no hubiese sido por todo esto, durante aquel mes de septiembre habría sido feliz. Pero la búsqueda de la felicidad no era su principal preocupación.
A principios de octubre, por fin, un mensajero de librea archiducal vino a entregarle una misiva. Fernando le recordaba sus deberes de mathematicus de los Estados y le ordenaba que publicase las efemérides correspondientes al año 1599. La carta iba acompañada, claro está, de una amenaza de amonestación y multa. ¡Las efemérides! Kepler se habría muerto de risa si no hubiese creído morir de rabia. Regresó, pues, a Graz y se dirigió al palacio ducal. Como esperaba y, a pesar de haber sido convocado, Fernando se hallaba ausente. Estaba cazando. El ujier le condujo hasta una pequeña sala donde le estaban esperando el gobernador y el barón Hoffman. Sin escribano, sin jesuita, con sólo un lacayo que servía de beber a los dos personajes más importantes de Estiria, después del Habsburgo, evidentemente.
Al contrario de la especie de proceso que se había celebrado contra él dos años antes, en esta ocasión la conversación se desarrolló como un encuentro entre amigos. El gobernador expuso, en primer lugar, la situación: el superior de los jesuitas de Graz, principal consejero de Fernando, había hecho cerrar la escuela Paradies y expulsar a sus enseñantes. El caso había hecho mucho ruido, hasta llegar a oídos del emperador. Semejante incidente podía poner en peligro la frágil paz de Augsburgo entre reformados y católicos. Se había llegado a un compromiso: los desterrados podrían regresar, pero la escuela permanecería cerrada.
—El Paradies no es un serio competidor de la facultad de los jesuitas —objetó Kepler—. Y heme aquí más pobre que Job en su estercolero.
—Lo más divertido —prosiguió el gobernador, para quien aquellas contingencias materiales eran completamente ajenas—, lo más gracioso, es que este compromiso ha tenido lugar gracias a vos, querido Kepler.
—¿A mí?
—Sí, cuando hice comprender a Su Alteza que en vos tenía al mejor astrólogo de todo el imperio. Vuestras efemérides, no es cierto… Sin embargo, no sé qué le habéis hecho, pero Fernando os detesta más aún que al sultán.
—Pero… si no ha hablado nunca conmigo. ¿Le habrá disgustado El misterio cosmográfico?
—Para eso —intervino Hoffman— sería necesario que Su Alteza supiese…
—¿Supiese qué?
—¡Leer, por supuesto!
Los dos barones estallaron en una carcajada. Kepler, por su parte, únicamente esbozó una mueca. No sólo había perdido la mitad de sus ingresos anuales, sino que, además, su jefe, uno de los príncipes más poderosos del imperio, le odiaba.
Después de haber dejado a sus amigos, Kepler pasó por la posta, donde desde hacía un mes le estaba esperando su correo. Entre las numerosas cartas de sus corresponsales habituales, había un gran sobre rojo: Tycho Brahe, por fin. Regresó precipitadamente a su casa. Pero, al llegar al umbral de la puerta, recordó que tenía las llaves en la residencia de su suegro. Las había dejado allí, puesto que no sabía si saldría libre del palacio ducal. ¡Dos horas de caminata! Luego cargar el equipaje, regresar, instalarse, las recriminaciones de Barbara a propósito de una maleta que iba aquí y no allí. Finalmente, la paz de la biblioteca. Pero no, todavía no. Barbara apareció en la habitación.
—¿Qué te gustaría para comer, querido? ¿Te gustaría una buena sopa de repollo de las que hago yo?
Entonces Kepler explotó.
—¡Una sopa de mierda, si lo prefieres! ¡Dejadme un poco en paz de una puñetera vez!
—Pero ¿por qué eres tan malo? ¡Y todas esas palabrotas! Yo sólo quería saber lo que querías…
Y he aquí que la mujer se echa llorar. Él se levanta, la coge entre sus brazos, le explica con palabras sencillas que debe leer unas cartas muy importantes, oye que ella le replica entre sollozos el sempiterno «soy demasiado tonta para comprender estas cosas», él protesta que no, convencido de todo lo contrario, la echa suavemente de la habitación poniendo su mano sobre la nalga regordeta de ella, vuelve a la mesa de trabajo, torturado por los remordimientos, Tycho…
Era una carta muy extensa en la que, en primer lugar, Tycho se excusaba por el retraso y luego agradecía a Kepler el envío de su libro. A continuación, el danés saludaba la inteligencia de El misterio cosmográfico, criticaba algunos pasajes e invitaba a su autor a aplicar la teoría de los poliedros a su propio sistema. Aquello hizo sonreír a Kepler, que había comprendido desde hacía tiempo por qué el danés guardaba para sí sus observaciones acerca de los planetas. Anotó al margen: «Esto es lo que pienso de Tycho: abunda en riquezas, pero no sabe servirse de lo que tiene, como le sucede a la mayoría de los ricos. Por lo tanto, hay que intentar desposeerle de sus riquezas, y yo mismo, modestamente, interpretaré mi papel, para que sus observaciones sean divulgadas de manera completa».
Había un post-scriptum. De modo incomprensible, el tono cambiaba y, después de la calurosa cortesía del resto de la carta, Tycho se volvía perentorio. Ordenaba directamente a Kepler que cesara inmediatamente toda relación con Ursus, al que trataba de plagiario, y que a partir de ese momento no permitiese que apareciese nada suyo, fuese lo que fuese, en una obra del astrónomo imperial.
Antes de responder, Kepler abrió otras cartas, entre ellas una de Maestlin. Éste le contaba que «Tyrannico», como llamaba él al déspota de las estrellas, le había escrito a propósito de la publicación por parte de Ursus del cumplido que Johann le había dedicado dos años antes. El danés había acabado por convencerse de que era la víctima de una vasta conspiración, dirigida por el rey de Dinamarca y que comprendía, todos mezclados, a Ursus, Maestlin y muchos más, entre otros, ese recién llegado, Kepler.
Tycho era una fiera, tanto más peligrosa cuanto que estaba herida por su exilio. Kepler se lo imaginaba agazapado en el castillo de Wandsbek, de donde había salido la carta, vigilando entre rugidos la gran pieza que había capturado, incapaz de comerla, pero negándose a compartirla. El león iría a buscar otro antro, Praga, cuando el oso fuese despedazado por sus colmillos. «Entonces, en este bestiario —se dijo Kepler—, yo seré el zorro. Me apoderaré con astucia de la presa de Tycho y la compartiré con todos, en el gran banquete de la Verdad cósmica».
Había que emplear la astucia, pero no quería humillarse: ingenuidad, falta de experiencia, juventud, tales serían las excusas con las que jugaría. Cogió su pluma de latinista refinado para explicar que había sido engañado por Ursus cuando éste había afirmado, en sus Fundamentos de astronomía, que había descubierto las reglas trigonométricas, que, en realidad, ya se encontraban en Euclides y Regiomontano. «Mi espíritu bullía y se fundía de alegría con el descubrimiento que acababa de hacer. Si, en el egoísta deseo de adularlo, dejé escapar palabras que excedían la opinión que tenía de él… —“y que ahora voy a repetir para ti”, se dijo Kepler—… fue debido al carácter impulsivo de la juventud… —“Y a la ignorancia que yo tenía de vuestras pueriles peleas”, se abstuvo de añadir—… La nulidad que yo era entonces buscaba a un hombre célebre que pudiese alabar mi descubrimiento… —“Tycho o Ursus, para mí, eran la misma cosa. Tú, gordo danés lleno de cerveza, ¿has contado un día, como yo, los restos de pan que quedan en una alacena vacía?”—». Y proseguía sus explicaciones de manera tan extravagante que en ellas se podía leer todo y su contrario. En suma, utilizó el mismo lenguaje que en sus predicciones horoscópicas, donde cada cual podía leer lo que más le convenía.
Barbara estaba embarazada de nuevo, y bajo la gorda tonta reapareció la bruja. Comprendió que todo, en aquel hogar, dependía de ella. La vida por venir, pero también la de todos los días, que bullía en la olla o chisporroteaba en la chimenea. Johann, por su parte, desde que la escuela estaba cerrada, ya no salía de la biblioteca. Se entregaba con delectación a la cronología bíblica, cotejando los acontecimientos que se narraban en el Libro con los fenómenos celestes relatados por los antiguos: eclipses, cometas, configuraciones planetarias… Estas especulaciones se parecían más a los placeres del juego que a la teología. Era Dios quien le invitaba a su mesa, para que jugase con la mecánica astral, con la música de las esferas y con los Números del Antiguo Testamento. Sólo de vez en cuando iba al castillo, para conversar con algunos de aquellos señores, los grandes; en ocasiones, uno de ellos acudía a visitarle y chapurreaban en latín; o también, si la noche era buena, podía pasarla en la harinera, buscando diabluras en las estrellas. Pero en opinión de Barbara, Johann no trabajaba, puesto que no llevaba dinero a casa. Entonces se sintió más potente que él: su dote le daba el poder. Por supuesto, no escatimaba en la comida, ya que ella misma se atracaba de embutidos y pasteles; prestaba un gran cuidado a su aseo personal y la limpieza de sus ropas, para mantener su rango y no sufrir ninguna humillación ante un ilustre visitante. Pero a él le negaba la más mínima moneda para tinta, papel, libros, gastos de correo, si previamente no justificaba las razones de aquellos gastos inútiles. Como el carácter de Kepler tampoco era de los más flexibles, la antigua residencia del funcionario de finanzas empezó a llenarse de gritos. Cansado e irritado, Johann acabó encontrando el método adecuado para obtener dinero o simplemente tener paz: hablarle como a una niña, darle clase como a una escolar. Entonces ella escuchaba frunciendo las cejas, con la boca entreabierta. Luego su mirada se apagaba, se deshacía en lágrimas y se alejaba repitiendo:
—¡Soy demasiado tonta! ¡Soy demasiado tonta!
Entonces, un poco hipócrita, él protestaba:
—¡Pero yo nunca he dicho eso! ¡Vamos!
La táctica siempre funcionaba. Ella se iba a la cocina y se vengaba en la criada, acusándola de asediar a su esposo. ¡Porque encima era celosa!