Capítulo 45

Los primeros tiempos que siguieron a su matrimonio fueron más bien tiernos y agradables. Cuando se unieron, la primera noche, eran como vírgenes. Kepler no había conocido más mujeres que las putas de Tubinga y de Stuttgart. Pero allí, en Graz, no era cuestión de frecuentar el burdel de la ciudad o las pastoras del campo. Le vigilaban demasiado de cerca. Por su parte, Barbara tenía dieciséis años cuando se casó por primera vez, con un viejo ebanista que, por suerte, murió al poco tiempo. Sin embargo, de aquella breve unión nació la pequeña Regina. Su segundo marido, el funcionario de finanzas, ya olía a cadáver. La noche de bodas se había contentado con contemplarla desnuda, mientras se tocaba. Luego la había dejado en paz: la dote le bastaba para quedar satisfecho. Fue con un gran alivio que se quedó viuda por segunda vez.

La noche de bodas con Johann fue algo muy diferente. El torso lampiño de su nuevo esposo, sus brazos delgados, el miedo que ella leía en su rostro, hicieron que tuviese ganas de cogerlo entre sus brazos y mecerlo como a un niño. Él, por su parte, se inclinó sobre aquella carne opulenta y rosada de la que emanaban perfumes azucarados. Hundió su rostro en aquel pecho blando, al fondo de cual corría un riachuelo fresco y salado. En la dulce noche de primavera descubrieron la ternura. Su luna de miel duró hasta principios del verano. Se habían instalado en la gran residencia del difunto funcionario de finanzas, que arreglaron de manera que no quedara ni rastro del viejo canalla. El padre Mulleck se había vuelto discreto y no visitaba a su hija más que una vez al mes, ocupándose solamente de gestionar la dote, ya que él, al menos, conservaba el sentido común. Evitaba a su yerno: el molinero temía al filósofo. Johann, por su parte, emprendió la educación de Barbara y la pequeña Regina. Mostró en ello mucha más paciencia que con sus alumnos del Paradies. Pero su mujer, que sin embargo mostraba aplicación, sentía a veces que los ojos se le inundaban de lágrimas cuando no comprendía lo que su marido le explicaba. Huía a la cocina gimiendo que era demasiado tonta para todas aquellas cosas. Johann la consolaba, excusándose por no haber sido más sencillo en su explicación.

Las cosas se estropearon cuando Barbara estuvo segura de que se hallaba encinta. Bajo la rolliza oveja indolente, reapareció la loba. Rechazó sistemáticamente las proposiciones cotidianas de un marido cada vez más solícito. Él lo atribuyó al miedo a perder al niño que iba a nacer, y disimuló su impaciencia. A medida que el vientre de Barbara iba redondeándose, su carácter se iba agriando. Acosaba a la sirvienta con recriminaciones, se negaba a seguir las «lecciones» de su marido y empezaba a protestar porque el hombre inculcaba a su hija ideas diabólicas, como hacerle creer que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol.

Kepler no se dio cuenta inmediatamente del cambio de carácter de su esposa. Vivía entonces una dulce euforia: El misterio cosmográfico había tenido cierta repercusión. Maestlin y Hoffman le habían proporcionado algunas pertinentes direcciones de personas a las que convenía enviar el libro, y su antiguo profesor había hecho publicidad del mismo en la feria de Fráncfort. Kepler, aunque se sabía portador de grandes cosas en gestación, se consideraba un personaje demasiado pequeño de la república de la filosofía. De modo que se quedó muy asombrado cuando recibió, como respuesta a sus envíos y sus cartas de acompañamiento, elogios, críticas, sugerencias procedentes de los más eminentes matemáticos y teólogos de todas las universidades alemanas. Tuvo incluso la sorpresa de leer la firma del canciller del muy católico gran ducado de Baviera, Georg Herwart von Hohenburg. Este importante personaje, que no era otro que el hermano del antiguo superior de los jesuitas de Graz, con quien Kepler había simpatizado, le proponía colaborar, junto a otros sabios de todas las confesiones, en una nueva cronología de los libros santos. Una segunda remesa de correspondencia le llegó de Italia; entre otras, la carta de un profesor de matemáticas de Padua, físico y mecánico que estudiaba la caída de los cuerpos: Galileo Galilei. Éste le confiaba su adhesión a la teoría de Copérnico, pero no se sentía todavía con valor para publicar nada al respecto: aún no tenía muchos argumentos del «mundo sensible» que proponer. Además, en un país católico era muy peligroso oponerse abiertamente a las Sagradas Escrituras: ¿no estaba Giordano Bruno pudriéndose en las cárceles de la Inquisición por haber sostenido ideas astronómicas inconformistas?

Kepler estaba completamente satisfecho, o casi. En su libro, había invitado al lector a debatir, no sólo en torno a su hipótesis, sino también en torno a su método. Y era sobre este último que le llovían los elogios. Antes de él, desde Ptolomeo y hasta Tycho incluido, los astrónomos no habían sido más que cartógrafos, botánicos de las estrellas. Se describía, se catalogaba, se buscaba el significado de aquellos movimientos, aquellas oposiciones, aquellas conjunciones. Su significado, no sus causas. Era en este punto donde El misterio revolucionaba el pensamiento, y no en la teoría de los poliedros, que bien merecía otra, pero que al menos tenía el mérito de dar un fundamento lógico al proceso kepleriano, a su búsqueda de la causalidad física de los fenómenos. La mayor parte de sus corresponsales lo habían comprendido. Maestlin repetía por todas partes que antes de Kepler se había abordado la astronomía «por detrás», y declaraba que a partir de ese momento él mismo se eclipsaba detrás de su discípulo. Un poco por doquier, el ejército del heliocentrismo se despertaba, y el pequeño profesor de Graz se convertía, sin siquiera saberlo, en su general.

Kepler no veía las cosas de una forma tan belicosa. Las ideas debían pulirse frotándolas unas con otras, y no golpeándolas entre sí como el sílex, sin provocar más que una efímera chispa. Lo que él quería era una fratría, no un ejército. Y a los corresponsales de los que se sentía próximo, los llamaba «querido humanista», como al paduano Galileo, que, ¡ay!, le había dejado sin respuesta, después de un breve intercambio epistolar.

Ursus, que nunca se había dignado enviarle ni siquiera una nota, había publicado la única carta que Kepler le había dirigido, dos años antes, en su nueva obra, por lo demás mediocre y que no aportaba nada nuevo. Viniendo del astrónomo personal del emperador, la cosa era, sin embargo, halagadora y daba prueba de que su renombre iba en aumento. Pero, a excepción del culto que ahora le profesaban el pastor y el director de la escuela, a raíz de la publicación de su carta a Ursus no sacó gran cosa, más que un poco de vanidad pasajera.

Del lado de Tycho, a pesar del ditirambo con el que Kepler había acompañado el envío de su obra, no hubo más que silencio. Sólo recibió, enviada por una mano anónima, la última obra del danés, un catálogo de todas las estrellas fijas que había observado. Al hojearlo, Kepler tuvo la impresión de estar visitando uno de esos gabinetes de curiosidades en los que los príncipes que se pretenden eruditos exponen rarezas y monstruos: carneros de cinco patas, tréboles con el mismo número de hojas, piedras de luna, cráneos de enemigo reducidos por los salvajes al tamaño de un puño, y otras cosas que únicamente sirven para dar escalofríos. El catálogo de Tycho era un señuelo. Únicamente sus observaciones sobre el movimiento de los planetas podrían demostrar la realidad o la futilidad del sistema del mundo según Ptolomeo o según Copérnico… O según Tycho.

Y, puesto que ahora intercambiaba gustoso sus descubrimientos con numerosos sabios, Kepler pudo comprender la causa por la que el danés permanecía sentado sobre su tesoro sin hacer nada con él. Era porque, si entregaba al mundo aquella suma considerable, revelaría al mismo tiempo que su famoso sistema de una Tierra inmóvil, en el centro del universo, con los otros cinco planetas que giraban alrededor del Sol, móvil, era falso. Y Tycho lo sabía. Y sabía también que Copérnico tenía razón. Tycho no era sólo un avaro, Tycho era un tramposo. Kepler era un jugador, y de los mejores. Con él, los dados cargados, las cartas ocultas en la manga no tenían nada que hacer. Ganaría él. Pero primero tendría que apoderarse del tesoro. Y para eso, necesitaba desafiar a Tycho cara a cara, en duelo. No sería la nariz lo que le arrancaría, sino su ojo, que no había hecho más que observar, sin transmitir nada a su alma.

El niño que hacía crecer el vientre de Barbara, el reconocimiento de que ahora era objeto en toda la Europa erudita hacían que se sintiese más seguro que nunca. El camino de su vida se convertía en una amplia avenida que conducía al templo de la Verdad.

Y luego Barbara dio a luz a un pobre ser que durante un mes no dejó de chillar a causa de la meningitis que le retorcía el cerebro, y que sólo calló cuando murió. Barbara se hundió en un estado de abatimiento, que ni siquiera parecía ser de desesperación, quejándose de mil males que reprochaba a su marido. Johann, por su parte, no cayó en aquellas fiebres que le atacaban cada vez que la suerte se encarnizaba con él. La muerte de un niño de pecho era un drama banal, que golpeaba por igual a reyes que a mendigos. Entonces, ¿por qué aquello no les iba a golpear a ellos, al mathematicus de los Estados de Estiria y a su esposa?

«Dios no hace nada sin algún motivo», se dijo. Luego, durante el velatorio, su meditación le arrastró muy lejos, no hacia la infinita omnipotencia divina, sino hacia el fondo de sí mismo. Kepler se sumergió en el alma de Johann y se puso a navegar por su memoria, un pantano que creía liso y llano como una lámina de estaño. Allí flotaban como nenúfares recuerdos que él había creído perdidos para siempre. Cuando quería coger uno, arrancaba con él sus largas raíces, de mil ramificaciones, que se hundían muy profundamente en el fango de su cerebro. La flor rosada en su gorguera verde no era otra cosa que la apariencia del presente; todos aquellos filamentos negros y fangosos eran el pasado: su padre el desertor, su madre la arpía, y todos los demás, su familia, sus profesores, sus condiscípulos y, sobre todo, sus pecados, de él, de Johann Kepler, que le habían conducido hasta Graz, su Gólgota.

Tenía que encontrar las causas de aquel terrible castigo. Dejó la habitación y se dirigió a la gran sala que le servía de gabinete de trabajo y biblioteca. Encontrar las causas, de la misma manera que había procedido con El misterio cosmográfico. Pero esta vez no tenía aquellas herramientas fiables que eran el álgebra y la geometría. Para explorar el Misterio keplerográfico, no contaba con más utensilios que los signos del zodíaco, de los que él, el astrólogo de los Estados de Estiria, sabía que no eran más que pura quincalla. Sin embargo, ¿qué otro aparato de medición podía emplear sino aquellas configuraciones planetarias correspondientes a las fechas de concepción y nacimiento de él y de los suyos, a las fechas de los acontecimientos pequeños y grandes que habían jalonado su vida? ¿Qué otros triángulos o poliedros podía utilizar sino aquellas palabras cargadas de símbolos: león, virgen, balanza, casas, para encontrar la razón del atroz castigo que sufría en aquel momento?

Después del entierro, Kepler conoció un rebrote de fuerzas, de apetito de trabajo y de estudio. Estudio de la luz, de la caída de los cuerpos; estudios también de musicología, desde que había conseguido el tratado del padre de su corresponsal italiano, Galileo. Pero, sobre todo, durante aquel verano, cinceló, talló y recortó su autorretrato horoscópico, a medida que los recuerdos afluían a su memoria. No buscaba la razón por la que Dios le había arrebatado a su hijo. Al hacer la larga lista de los niños nacidos muertos o muertos a tierna edad que su madre y sus abuelas habían traído al mundo, había comprendido rápidamente que sólo la naturaleza era responsable de ello. Él mismo, el prematuro, que había sido un moribundo hasta la edad de siete años, ¿por qué había sobrevivido? ¿Con qué objeto? Esta búsqueda le hizo fuerte; dolorosamente lúcido, pero fuerte.

Muchos años después, tuve el privilegio de estar entre las pocas personas que pudieron escuchar a Kepler leer aquel horóscopo sin indulgencia que él mismo se había hecho. Se reía del horóscopo, y los otros reían con él. Yo sentía que las lágrimas me picaban los ojos. Aquello me hacía pensar en esos cuadros de Jerónimo Bosco, sus «san Antonio» meditando en medio de un mundo poblado de monstruos obscenos. Tanto en el pintor como en el astrónomo, había que descubrir, en la abundancia de símbolos, códigos y misterios, la parte de ironía. La parte de juego, simplemente. «Yo también, claro está, juego con los símbolos —me confió Kepler—, pero yo juego de tal manera que no olvido que estoy jugando. Pues no se prueba nada, no se descubre ningún secreto del mundo, por medio de los símbolos».