—La piel del Oso… Eso es todo lo que quiero de Vuestra Majestad el Emperador. ¡Mientras ese ladrón de Bar no sea expulsado de Praga y enviado de regreso a su porqueriza, yo no podré servir a Rodolfo, aunque ése sea el mayor de mis deseos! Tycho hubiese podido decir «a mi primo Rodolfo», como hacía el rey de España. Y el doctor Thaddaeus Hayek, primer médico del emperador, se preguntó si había sido una buena idea proponerse a sí mismo como intermediario entre su augusto paciente y el astrónomo danés. Rodolfo quería a Tycho. Es verdad que el emperador tenía siempre pegada a sus faldones una nube de astrólogos, alquimistas y magos; es verdad que tenía como matemático oficial al famoso Ursus, que contaba con ese otro mérito de ser alemán y de baja extracción, por consiguiente, de costarle menos al Tesoro y de demostrar que Su Majestad sabía distinguir a los súbditos que se lo merecían. Pero Rodolfo quería a Tycho. En primer lugar porque aquel hombre, con el que mantenía una correspondencia desde hacía muchos años, le fascinaba. Tal era la aureola que rodeaba al danés y la fama de la leyenda del príncipe de las ciudades de Urania y las Estrellas. El emperador tenía una imaginación poética y atormentada. Soñaba con construir en Praga una ciudad de las estrellas mayor que la del rey-brujo en la isla de Venusia. En segundo lugar, para darle una lección a Cristián de Dinamarca, que había expulsado a Tycho, y demostrarle que un grande de este mundo está obligado a fomentar las artes. Finalmente, y sobre todo, para poseer las miles de observaciones y las setecientas estrellas catalogadas por Tycho con una precisión sin precedentes, su tesoro celosamente guardado. Si su abuelo Carlos V poseía un imperio en el que nunca se ponía el sol, él, Rodolfo, poseería el universo.
El doctor Thaddaeus Hayek había conocido a Tycho muchos años antes, en Ratisbona, cuando Rodolfo se había puesto su tercera corona. En medio de aquella corte llena de intrigas, los dos hombres se habían entendido muy bien, ya que sólo habían intercambiado ideas acerca de los méritos comparados de Galeno y Paracelso. Hayek había encontrado muy bien amueblada la mente de Tycho, discípulo de Erasmo y Ramus. Después, el tiempo había hecho su trabajo. El orgulloso danés de la nariz de oro había echado carnes. Su erudición se había transformado en pedantería; su firme seguridad, en arrogancia, y su desesperanza, en pesimismo amargo. En cuanto a Hayek, él también había cambiado. El entusiasta paracelsiano de antaño se veía obligado a guardar en su corazón graves secretos de Estado, empezando por la enfermedad de Rodolfo. Era de notoriedad pública que el emperador sufría, como Carlos V, como Felipe II, como Maximiliano, su padre, de melancolía. En cuanto tuvo sus primeros reveses frente a los reformados holandeses y Francia, aquella bilis negra empujó al primero de los Habsburgo a abdicar y enclaustrarse en un monasterio. Aquel humor saturnino también había impelido a Felipe II a encerrarse en su siniestro Escorial, rodeado de monjes, en el momento en que Iberia toda se lanzaba a la Mar Océana, al Nuevo Mundo.
Pero en el caso Rodolfo, Saturno no era la única causa: Venus estaba involucrada. ¿Era en Madrid, ciudad en la que se había criado, era en los bajos fondos de Praga, en su frenética búsqueda de la copulación, coleccionista de mujeres como Tycho lo era de estrellas, donde había contraído el mal francés? Ése era el principal secreto que guardaba su primer médico. Pero tenía otros, como los remedios, en realidad venenos, aconsejados a su paciente por los sanadores a sueldo del rey Matías, su hermano; como aquellos manjares procedentes de las Indias, ofrecidos por algún jesuita que rondaba por los pasillos del palacio imperial de Praga, en los que Thaddaeus Hayek había sabido descubrir un tósigo antes de que el emperador los probara.
Rodolfo quería a Tycho, y Hayek no podía hacer otra cosa que aprobar dicho deseo: el danés se abstendría de intervenir, por medio de sus predicciones astrales, en la política imperial, a diferencia de lo que hacían los enjambres de astrólogos que revoloteaban sin cesar alrededor de Rodolfo. Pero Tycho no quería a Ursus.
—Ésa es mi única condición —repitió Tycho—. Que Ursus sea expulsado de Praga, que sea destituido de todos sus cargos y honores. Por otra parte, Hagecius, ya os lo podéis imaginar, a mi edad y con la obra que dejo a la posteridad, ¿qué iba a ganar yo metiéndome en ese lodazal praguense en el que se destrozan entre sí cangrejos y cocodrilos?
—Sin duda —asintió Hayek, que no se dejaba engañar por aquel viejo cuento del anciano sabio que desea retirarse del mundo—. Sin duda, vuestra Mechanica, dedicada a Su Majestad, es una hermosísima obra que basta para satisfacer vuestra gloria. Y Su Majestad espera con impaciencia vuestro catálogo de las posiciones de las estrellas observadas por vos.
Tycho se hizo el importante. Vació de un trago su vaso y dijo:
—Tranquilizad a vuestro señor, aparecerá el mes que viene. Y enviaré a mi hijo Tyge, que proseguirá mi tarea después de mi muerte, a depositarlo a los pies del emperador. Yo ya no aspiro más que a la tranquilidad. ¿Qué más puedo desear que esta vida simple aquí, en este hermoso castillo de Wandsbeck, desde donde puedo ver el Elba vomitar sus navíos en la Mar Océana, mientras que al norte distingo las praderas de mi país de nacimiento, de donde me ha expulsado un rey ingrato?
Lanzó un gran suspiro, se quitó la nariz y se secó una lágrima con la mano.
—Una sola cosa me consuela, la amistad inquebrantable de mi anfitrión, el conde Heinrich von Rantzau, enamorado de las estrellas como yo, de quien abuso desde pronto hará seis meses.
—Ocho meses —rectificó el conde, haciendo señal a uno de sus sirvientes para que volviese a llenar el vaso de Tycho—. No hago otra cosa que devolveros la generosa hospitalidad con la que en otros tiempos me acogisteis en vuestra isla.
Si el conde Von Rantzau se había sentido jubiloso de recibir al gran astrónomo, en cambio no había esperado verse invadido por la horda de los Brahe. La madre se había apropiado de las cocinas y las dependencias comunes, a la cabeza de un batallón de criados. El caballero Tengnagel, Junker arrogante de funciones mal definidas, había ocupado todo el piso de la biblioteca, para convertirlo en un campamento de estado mayor y también en un gineceo, ya que había distribuido las habitaciones adyacentes entre las cuatro hijas de Tycho. Y cuando un personaje importante de Holstein acudía al castillo a visitar al astrónomo de la nariz de oro, por las escaleras que conducían a la sala de recepción bajaba precipitadamente una cascada de risas frescas y faldas fruncidas. Aquel encantador escuadrón estaba comandado, con mano firme, por Tengnagel, quien designaba a cada una el marido que debía tomar al asalto.
En cuanto a Tycho, lloraba y bebía. Bebía para olvidar la ingratitud de su rey, lloraba con ostentación por la pérdida de su Ciudad de las Estrellas, para la que había compuesto una elegía que recitaba en público, con una voz sollozante. Interpretaba una comedia, pero la interpretaba mal. Todos sabían que después de haberse marchado de Dinamarca, de la misma manera que alguien apuesta toda su fortuna a un solo lance de dados, había enviado a Cristián IV una carta llena de reproches. Se empeñaba en tomar a su rey por un niño tan timorato como influenciable. ¡Grave error! La respuesta del monarca había sido brutal: le expulsaba de su reino, castigando no al astrónomo universal, sino al vasallo que le había insultado. Tycho el sabio podía clamar que era un martirio, el expulsado era el primogénito de los Brahe. Fuere cual fuere su confesión, los monarcas de Europa, que tenían ellos mismos más o menos discrepancias con sus feudatarios, no podían hacer por menos que aplaudir aquella decisión: Isabel de Inglaterra y su sucesor designado, Jacobo de Escocia, Enrique IV de Francia, el viejo Felipe II de España, Segismundo III de Polonia, e incluso el enemigo hereditario, Carlos IX de Suecia, jamás habrían querido recibir en su reino al más célebre exiliado de Europa, pero también el más insolente. Sólo el emperador Rodolfo estaba dispuesto a aceptarle. Pero, a pesar de su triple corona, ¿seguía siendo un monarca? Por lo demás, era a Tycho a quien quería, no a Brahe.
Sin embargo, contra toda razón, Tycho se obstinaba. Había permanecido cuatro meses en Rostock, desde donde había enviado su famosa carta al rey. Allí había tenido conocimiento, sucesivamente, de que sus beneficios de canónigo eran suprimidos y de que en su isla abandonada los enormes instrumentos se deterioraban rápidamente, por falta de mantenimiento diario. Habría podido dirigirse a Praga, donde el emperador casi le suplicaba que fuera a reunirse con él. Pero no, prefirió ir a Holstein, en la frontera continental de su país natal, seguido de un largo cortejo de coches portadores de su equipaje, de sus instrumentos más pequeños, su biblioteca, sus pinturas y sus esculturas, y de los muy numerosos miembros de su casa, entre otros su asistente Longomontanus, fidelísimo, el inspirador de crímenes Tengnagel y su loco Jeppe. Al verlos pasar, los campesinos se santiguaban o huían, bajo los insultos del enano y los ladridos de unos dogos negros, Castor y Pólux: por lo menos era el Diablo el que viajaba en un vehículo tan grande.
Al acampar en los confines de su país natal, Tycho esperaba que su señor, presa de remordimientos, dándose cuenta por fin de que el astrónomo le era indispensable, terminaría por retractarse de su decisión. Sin embargo, en Copenhague, su antiguo cortador de narices, Manderup Parsberg, repetía a quien quisiera escucharle que Tycho era como un perro al que se ha echado a la calle y gime con el vientre apoyado en el suelo delante de la puerta, esperando su pitanza.
No obstante, Tycho no permanecía inactivo. Entre dos poemas en latín, en los que lloraba por su país perdido y la ingratitud de los reyes, se ejercitaba en sutiles estrategias. Creía que en Copenhague sus amigos de la Academia maniobraban para que volviese. ¿Cómo habría podido imaginar que allí sólo tenía un aliado: el rey, precisamente? Cristián, en efecto, no quería que las cortes extranjeras creyeran que había expulsado a Tycho para apoderarse de su fortuna y su observatorio. De manera que impedía a los Brahe, los Oxe y los Bille desmembrar los cadáveres de las ciudades de las Estrellas y de Urania, lo mismo que los numerosos bienes inmuebles que el desterrado todavía poseía en Dinamarca y Noruega.
Las grandes maniobras tychonianas eran de las que se enseñan a un aprendiz de diplomático. Por un lado, hacer creer a la parte adversa que se ha encontrado un socio más interesante. Por otro, demostrarle que se es irreemplazable. Para ello Tycho emprendió una tarea que no le gustaba: publicar. Así fue como, en diciembre de 1597, apareció Mechanica, suntuoso in-folio que hacía el inventario extremadamente detallado de los prodigiosos instrumentos de medición que había construido, los más grandes de los cuales se habían quedado en Venusia. Las vastas planchas, grabadas en madera y en cobre, coloreadas a mano, también representaban los planos y la disposición general de sus dos palacios, Uraniborg y Stjerneborg.
Terminada la impresión, Tycho hizo enviar ejemplares de obsequio, iluminados y encuadernados en terciopelo, con su efigie y sus armas, a diversas personalidades: el emperador Rodolfo, por supuesto; el stadhouder de Holanda, Mauricio de Nassau; al arzobispo de Salzburgo; entre otros… Buena manera de mostrar el mundo que él había dado a su reino el mayor observatorio jamás construido. Y para probar que esa obra no había sido erigida en vano, seis meses más tarde apareció el catálogo de las posiciones de las 777 estrellas fijas observadas por él.
«¡Por fin —se exclamó—, Tycho desvela su tesoro!». El muy avaro, gruñeron Kepler en Graz y Maestlin en Tubinga, no muestra más que el decorado del gran teatro y no a sus actores, a saber: los seis planetas, la Luna, el Sol y sus movimientos, los únicos que permitirían revelar el Misterio cosmográfico.
La segunda gran maniobra tychoniana consistía en gritar alto y fuerte que las mayores potencias reclamaban a su lado «al papa de la astronomía»: Isabel de Inglaterra, Enrique IV de Francia, el dogo de la Serenísima. Pero Cristián sabía perfectamente que en Londres, París, Venecia o Madrid los gobiernos estaban dotados de astrónomos cuya tarea era la de colaborar en el progreso de la navegación y la geografía, campos que Tycho menospreciaba: él, al timón de su isla, navegaba por las estrellas.
Tycho comenzó por enviar a su ayudante Longomontanus a terminar sus estudios en Wittenberg. El joven astrónomo hizo correr allí el rumor de que su señor podría ofrecer su laboratorio a la prestigiosa universidad. En Copenhague se rieron a carcajadas: Tycho dando clases de astronomía a bachilleres famélicos, ¡eso sí que sería divertido!
El exiliado también hizo saber que las Provincias Unidas y su stadhouder, Mauricio de Nassau, que acababa de expulsar a los españoles de Holanda, le reclamaban. Tengnagel y el joven Tyge, de dieciséis años, partieron para Ámsterdam, mientras que Tycho escribía a todo el mundo que se hallaría muy a gusto entre aquellos «bátavos sagaces». Esto también hizo reír mucho en Copenhague. Se imaginaban ya al fastuoso astrónomo teniendo que rendir cuentas de sus gastos a aquella república de comerciantes ávidos de ganancias.
En cambio, en el castillo de Wandsbeck, el señor de los lugares ya no reía en absoluto. En ausencia del guardián Tengnagel, el serrallo se había relajado. El conde Von Rantzau tuvo incluso que echar de su cama, donde ella le estaba esperando, a la más joven de las Brahe, Cecilie, que tenía quince años. El conde dudó antes de alertar a Tycho, que no parecía preocuparse demasiado por la virtud de sus hijas. Pero al día siguiente a aquella intrusión nocturna, no pudo resistir los asaltos de Elisabeth, sobre la que todo el mundo, con excepción de su padre, sabía que Tengnagel había puesto los ojos. Pudo ahorrarse a Sophie: se las daba de amazona y pasaba la mayor parte del tiempo en las caballerizas. Su pasión por los caballos se había extendido a los palafreneros. Quedaba Magdalene, con la que Tycho quería a toda costa casarlo. Un día, la hija de su antigua nodriza, a la que el conde quería como a una hermana pequeña, fue a verle llorando. Se quejó del afecto demasiado desbordante que le dispensaba la mayor de las hijas Brahe. El vaso estaba colmado. El conde mandó una carta suplicante al canciller del emperador para que le librara de aquella horda.
El canciller, gran elector de Colonia y amigo de la infancia de Rantzau, envió un emisario al castillo de Wandsbeck, un hombre que sentía pasión por las matemáticas y la astronomía, que no era otro sino el protector de Kepler, el barón Friedrich von Hoffman, cuya situación de consejero de Estiria era cada vez más delicada.
Al día siguiente de su llegada, Tengnagel y Tyge volvieron con las manos vacías de su embajada en las Provincias Unidas. Tycho había exagerado voluntariamente sus pretensiones financieras ante el stadhouder con el fin de recibir una negativa. Sin embargo, Mauricio de Nassau las habría sin duda aceptado. El vencedor de los españoles, que soñaba con transformar la república bátava en un reino del que él sería el monarca, de buena gana se habría hecho con los servicios de un mathematicus tan prestigioso. Pero a ello se opusieron los Estados generales. En esa joven nación de mercaderes, había urgencias más apremiantes que un observatorio, empezando por la constitución de una flota importante, que serviría para arrancar a Felipe II las islas de las especias de las Indias orientales.
—Sería el coronamiento de mi vida servir a Su Majestad, el emperador —dijo Tycho—, pero…
—¿Ursus? —replicó Hoffman—. Ha caído en desgracia. A pesar de la demanda insistente de algunos consejeros imperiales, se ha negado a dar un horóscopo favorable a una ofensiva contra los turcos. Yo no daría mucho por su puesto.
El nuevo enviado de Rodolfo no había tardado mucho en comprender qué clase de hombre era Tycho: despiadado con los más débiles que él, servil y dócil con los más poderosos. Ahora bien, frente a él, Hoffman estaba en posición de fuerza.
—Yo no hablaba de ese canalla —replicó el astrónomo—. Tan pronto como se entere de mi llegada a Praga, abandonará el lugar como un gorrino. No, yo pensaba en mi pobre observatorio de Venusia, abandonado por culpa de un déspota bárbaro…
—Para eso, querido Tycho, dejad obrar a la diplomacia. El emperador tiene tantas ganas de ver cómo se levantan vuestros sorprendentes instrumentos en el parque de su palacio de Praga como Cristián IV de deshacerse de ellos.
¡Deshacerse de ellos! Las palabras eran duras. Pero ¿cómo convencer de otro modo a aquel danés terco de que jamás recuperaría los favores de su rey?
—No pospongáis por más tiempo la decisión, Tycho. Su Majestad espera vuestra llegada como si fuese la del Mesías. Rodolfo os ama y os admira. Pondrá a vuestra disposición el lugar que mejor se adapte a vuestros trabajos. Incluso me ha afirmado que no os dará ninguna directriz, y que se comportará respecto a vos como el más abnegado de los discípulos. No obstante, hay algo en lo que la cancillería no transige: el montante de vuestra pensión.
Tycho se quitó la nariz, la colocó sobre una mesilla que había junto a su sillón y ocultó su rostro agujereado entre las manos.
—¡Una pensión! ¡A mí, a Tycho Brahe! Oh, Cristián, Cristián, ¿qué has hecho de mí? Un mendigo. ¡Qué desgraciado soy!
El espectáculo era desolador, sobre todo cuando se pensaba, como Hoffman, en la bolsa vacía de un cierto mathematicus de los Estados de Estiria, Johann Kepler. Dijo secamente:
—No os lamentéis demasiado, vuestros emolumentos triplicarán los destinados a Ursus. Por otra parte, no faltan, en todo el imperio, personas de gran talento dispuestas a servir a Su Majestad en el campo de las artes y la filosofía natural. Así, he tenido el honor de presentar al emperador una sorprendente obrita, El misterio cosmográfico, del joven Johann Kepler. El libro ha tenido la fortuna de gustarle.
Tycho volvió a ponerse la nariz en su sitio, resopló y adoptó un aire de seriedad, un poco más acorde con el del sabio que era.
—¿Kepler, decís? Ese nombre me dice algo.
—Yo lo conozco, padre —intervino Tyge, el mayor de sus hijos, levantando el dedo como un colegial que busca los favores del profesor—. Me confiasteis el libro cuando partimos de Rostock, para que os hiciera una nota de lectura. Por desgracia, no tuve tiempo de hacerla. El viaje a Holanda…
—¡No tuviste tiempo, dices! —dijo, burlándose, su hermano menor—. Di mejor que no lo has leído o que no has comprendido nada de lo que pone.
—¡Basta, Jørgen! —gruñó Tycho—. Deja de molestar a tu hermano y trata más bien de seguir su ejemplo. Pero, decidme, barón, ¿de qué habla ese joven en el libro?
Hoffman empezó entonces a explicar, no sin entusiasmo, la teoría kepleriana de los poliedros. Tycho se había quitado la máscara de mal comediante y escuchaba con profunda atención.
—Ingenioso, ingenioso —confesó finalmente—. He aquí alguien que podría adaptarse al sistema de Tycho. Pero, aparentemente, ese Kepler es copernicano. ¿Un antiguo alumno de mi amigo Maestlin?
—El mejor de sus discípulos, y después ha superado con creces a su maestro.
—Pero, al menos, ¿observa?
—Si pudiese… Por desgracia, su salario de mathematicus en Graz no le permite procurarse los instrumentos necesarios, ni siquiera fabricarlos. Y, además, padece miopía.
—Está bien, está bien. ¿Lo veré en Praga?
¡El caso estaba ganado! Tycho acababa finalmente de darse cuenta de que su sitio estaba entre los suyos, entre los sabios y los artistas, y no aislado en su fortaleza de Dinamarca. Entonces Hoffman comenzó a soñar con un encuentro entre el danés y Kepler, para que, por fin, bajo este rocío, el genio de Tycho floreciese nuevamente. Mientras tanto, Tengnagel se había levantado y recorría las estanterías de la biblioteca, leyendo los títulos en voz baja. Sacó un libro, lo hojeó y exclamó:
—¡Lo tengo! Sabía perfectamente que a mí también me sonaba ese Kepler. Escuchad esto: «… tu fama, que te sitúa en el primer rango de los matemáticos de nuestro tiempo, como el Sol entre los demás astros».
—Muy bien escrito y muy halagador —dijo Tycho pavoneándose.
—Por desgracia no es a vos a quien van dirigidas estas palabras de Kepler, sino a Ursus. Acordaos, señor, cuando clasificábamos vuestra biblioteca en Uraniborg. Dimos con este libro del porquero, en el que estaba publicada esta lisonja servil. Nos burlamos de ella.
Tycho golpeó con el puño el brazo de su sillón.
—¿Qué? ¡Vamos a aplastar a ese Kepler, a esa lombriz de tierra que se arrastra ante ese supuesto Sol, que no puede iluminar ni siquiera su pocilga! Habéis ganado, barón: salgo para Praga.
—Ese hombre es el más honrado y el más sincero que conozco —alegó Hoffman en su favor—. A pesar de sus prodigiosos talentos, el muy querido doctor Kepler ha sido relegado a lo más recóndito de Estiria, expuesto a las persecuciones de los jesuitas, pobre como Job. Poneros por un instante en su lugar: para tratar de salir de esa trampa, no podía hacer otra cosa que dirigirse al matemático imperial.
—La amistad os ciega —sentenció Tengnagel—. Ese individuo, señor barón, no es más que un intrigante de la peor especie.
—Vos lo sabréis, puesto que en materia de intriga, caballero, sois un experto —replicó irónicamente Hoffman.
—¡Sí, sin duda alguna! —replicó el Junker—. Si supierais el número de parásitos y timadores que he tenido que arrojar de Venusia, gentes que abusaban de la extraordinaria bondad del señor Tycho.
Tengnagel no había comprendido el sarcasmo. Aquel ser hipócrita era también un imbécil.