Capítulo 43

Barbara Mulleck formaba parte de esas mujeres de las que se dice «que no han tenido suerte en la vida». Su padre, uno de los molineros más ricos de la provincia, que no era poco decir, al quedar viudo, había casado a su única hija, de dieciséis años, con un carpintero amigo suyo, poco exigente en relación con el montante de la dote, dada su avanzada edad. Dos años después de la boda, el ebanista murió, tras haberle dado a Barbara una hija, a la que ella llamó Regina. El padre Mulleck no tardó mucho en encontrarle un nuevo esposo. Se trataba de un funcionario de finanzas del archiduque, tan viejo como el difunto ebanista, pero mucho más listo que éste. Corrupto hasta el extremo, cerraba los ojos sobre la manera en que el molinero saqueaba a manos llenas la harina de sus clientes, y lo que pretendía era tener su parte en el asunto. Dado que los dos canallas se conocían bien, la dote de la joven viuda fue consecuente. Después de dos abortos y tres años de matrimonio, Barbara enviudó de nuevo. El Tesoro confiscó la fortuna del difunto con el fin de resarcirse de todas sus malversaciones. A la joven viuda, en absoluto afligida, sólo le quedó una gran casa en el centro de la ciudad. Pero ella prefirió volver al hogar paterno, una propiedad situada en las afueras de la ciudad. El molinero salió en busca de un nuevo yerno. Pero ahora los candidatos comenzaban a escasear: aun cuando la dote prometía ser sustanciosa, los potenciales pretendientes no tenían interés alguno en convertirse en la tercera víctima de Barbara, aquella devoradora de hombres. Intervinieron entonces el pastor y el director del Paradies. Tenían la sensación de que Kepler, que podía ser una prestigiosa arma contra los jesuitas, se les estaba escapando de las manos. Así pues, asediaron al molinero. Mulleck, que ahora tenía veleidades aristocráticas para su hija, habría rechazado inmediatamente un partido tan oscuro como el profesorucho si éste no hubiera tenido acceso al castillo. Negoció, pues, sobre el montante de la dote. Kepler sólo tenía veinticinco años, y el molinero no podía esperar resarcirse rápidamente de su inversión.

Las negociaciones estaban en este punto cuando apareció El misterio cosmográfico. Mulleck no era, hay motivos para sospecharlo, un apasionado de las matemáticas y la astronomía, y tal vez no había leído en toda su vida nada más que la Biblia y algunos almanaques. Pero el hecho de saber que el joven asistía a banquetes allá arriba, en el castillo, en compañía de la nobleza local, los ediles y, sobre todo, el nuevo funcionario de finanzas, a priori incorruptible, le hizo reflexionar. Luego, ceder. Con una única condición: que sólo Barbara podría disponer de las herencias de sus antiguos maridos, entre las que figuraba la hermosa vivienda del más reciente. Por lo demás, él sería quién pagaría una especie de pensión a los dos recién casados, pensión sobre la que tendría derecho a ejercer un control. Llegaron a un acuerdo.

Kepler sólo había recibido, a través de Schubert, vagas informaciones acerca de aquellas negociaciones, en las que aparentaba interesarse, por cortesía y, sobre todo, para no descubrir su idea de salir huyendo de aquellos lugares lo más rápidamente posible. Ahora que la fecha de la boda había sido fijada, se resignó. Después de todo, aquel matrimonio le liberaría de todas las contingencias materiales, de aquel temor obsesivo a la miseria que le oprimía la garganta cada mañana cuando se despertaba.

La ceremonia religiosa tuvo lugar el 27 de abril de 1597, por la mañana, en el templo contiguo a la escuela Paradies. Después, el suegro, ya en estado de embriaguez, convidó a todos los asistentes a continuar la fiesta en su bella propiedad campestre. «Convidar» es una palabra un poco exagerada. En efecto, le había contado a su yerno que, según la tradición estiria, el joven esposo debía pagar todos los gastos del banquete de bodas, comenzando por el alquiler de los coches que les esperaban a la salida del templo. Para evitar complicaciones y no parecer un cazadotes, Kepler se sometió sin discutir y agotó sus débiles economías. Si hubiese consultado con el pastor, se habría enterado de que aquella tradición había sido inventada en todos sus detalles por el molinero Mulleck. De todos modos, habría pagado: hacía tabla rasa de su pasado, quemaba sus naves.

Mulleck se había mandado hacer, a una legua de la ciudad, en la ribera de un río que hacía mover sus molinos, un jardín de recreo que habría podido ser el de la mansión de un hidalgo. El cielo era de un azul pálido, casi rosado; sobre las montañas, en un decorado de teatro, brillaban las nieves perpetuas; una suave brisa tibia perfumada de miel acariciaba los rostros y hacía cantar a los pájaros de los sauces. Sin embargo, el astrólogo y mathematicus de los Estados de Estiria había anotado el día anterior: «27 de abril, cielo funesto».

No se trataba del cielo que inundaba de luz aquel inicio de tarde de primavera, sino del otro, el del zodíaco, aquel que enviaba a los hombres terribles mensajes. Kepler, que no creía que aquellos signos se dirigieran a las personas, no había podido evitar levantar el horóscopo del día de su boda, al tiempo que se trataba a sí mismo de imbécil. Y, naturalmente, el cielo zodiacal se había revelado espantosamente malo para ese día.

La primavera, el aire ligero, la dulce somnolencia que sigue a un copioso banquete de bodas, le habían hecho olvidar aquellas sombrías predicciones. Poco después, durante el postre, Barbara, que no había pronunciado ni una sola palabra en todo el día, excepto el «sí» fatal del templo, había declarado que quería descansar en su habitación de niña. El padre, tan radiante como ruidoso, había pedido a su nuevo yerno que fuera a reunirse con ella. Él se había negado, afirmando que se debía a sus invitados. Durante todo el banquete, ella había permanecido muda cada vez que su nuevo esposo le dirigía la palabra. A modo de respuesta sólo había emitido unos borborigmos. Johann no había logrado arrancarle ni siquiera una sonrisa. Comenzaba a pensar seriamente que le habían hecho casar con una simple de espíritu.

Un gato atigrado saltó sobre sus rodillas. Kepler lo acarició maquinalmente, mientras que, en el sillón contiguo, el pastor Schubert, que había abusado del vino blanco de la región, disertaba tontamente sobre Aristóteles.

La pequeña Regina, de seis años, hija del primer matrimonio de Barbara, se acercó a Kepler, mirándole intensamente con unos ojos más azules aún que los de su madre. Tenía un rostro agradable, cubierto de pecas.

—Entonces, ¿sois mi nuevo papá? —preguntó finalmente.

Las lágrimas inundaron los ojos de Kepler. Entre el bestia de su abuelo, la idiota de su madre y el difunto funcionario de finanzas, los primeros años de la chiquilla no habían debido de ser muy felices.

—Sí —respondió—, voy a tratar de serlo. ¿Sabes?, a pesar de mi gran barba y mis grandes ojos, soy muy cariñoso.

—¿Dejarás que me lleve a Cantarela conmigo?

—¿Cantarela?

—Sí, mi gata, la que estás acariciando.

—Es un nombre bonito. Claro que vendrá con nosotros a Graz. Pero antes, puesto que me parece que eres una niña muy buena, te voy a contar la historia del gato.

Kepler seguía rascando la cabeza plana del animal. Cantarela ronroneaba tan fuerte como las palas de los molinos que daban vueltas en el río.

—Cuando Dios creó los animales, quiso hacer uno que fuese más hermoso, más delicado, más afectuoso, más libre que todos los demás. Y Dios creó el gato. Pero el gato se aprovechó muy pronto de todas esas cualidades para volverse perezoso, goloso, lujurioso. Entonces el Señor le dijo con severidad: «Seguirás siendo hermoso, libre, afectuoso, delicado, pero como castigo por tus pecados, serás el animal que peor huela de toda la creación».

Kepler se tapó la nariz con la mano izquierda, cogió con la derecha a la pobre Cantarela por la piel del cuello, la agitó en el extremo de su brazo y le dijo con una voz tonante, como si fuera la del Creador:

—¡Por Dios, qué mal hueles! ¡Te expulso del Edén!

Y lanzó la gata lejos, sobre la hierba. Mulleck soltó una carcajada, mientras que su nieta dio un grito y, llorando, fue a esconderse bajo un árbol.

—¿Qué he dicho? —dijo sorprendido Kepler al pastor—. ¿No era divertida mi historia?

—Creo, hermano —respondió Schubert—, que todavía tenéis que aprender mucho antes de poder tratar con los niños.

La tarde se acercaba a su fin. Los invitados se despedían uno tras otro del recién casado. En la verja apareció un caballero, bajó de su montura y se dirigió hacia Kepler. Era el consejero áulico, el barón Von Hoffman. Ante la mirada de un Mulleck satisfecho, dio un abrazo al mathematicus.

—Todas mis felicitaciones, querido amigo. ¿Dónde está la recién casada? Quiero hacer valer mi derecho de pernada.

—Está en su habitación, señor barón, a disposición de vuestros privilegios.

—Puedo acompañar hasta allí a Vuestra Excelencia —intervino obsequiosamente el suegro.

—¿Quién es éste? —preguntó Hoffman, sin siquiera dirigir la mirada al molinero.

—El señor Mulleck, el progenitor de mi tierna esposa —presentó Kepler—. Tranquilizaos, mi buen suegro, el barón no tenía ninguna intención de…

—¿Estáis seguro de ello, querido amigo? —replicó Hoffman con un guiño malicioso—. Ahora hablando en serio, acabo de volver de la feria de Fráncfort. Vuestro libro ha llamado mucho la atención. Y el bueno de Maestlin hacía publicidad del mismo con gran celo: «Ah, es bueno, es reciente, mi Kepler, acercaos señores y señoras». Pero…

—¿Pero?

—Os he traído el catálogo.

El consejero áulico le tendió un delgado cuaderno con las tapas de muchos colores. Kepler lo cogió y trató de ocultar su febril impaciencia hojeándolo con desenvoltura. Los autores estaban clasificados por orden alfabético. En la letra K, nada. Kepler levantó hacia Hoffman una mirada de sorpresa.

—Mirad más adelante —dijo el consejero áulico con aire de contrariedad.

«Johannes Repleus: Mysterium Cosmographicum».

¡Repleus en lugar de Keplerus! ¡El impresor del catálogo se había equivocado al componer su nombre! Kepler dijo entonces:

—Decididamente, soy un astrólogo visionario. Yo tenía razón, el cielo de mi casamiento era ciertamente funesto.

Y soltó una carcajada interminable que se transformó en un desgarrador acceso de tos.