Capítulo 41

—Así pues, ¿vos sois el famoso Kepler? Me parecéis muy joven para un proyecto tan ambicioso… Entonces, hace quince años, cuando concedí una beca al niño prodigio que entonces erais, no hice una mala elección. He seguido atentamente vuestra carrera, puesto que es deber de un príncipe patrocinar a sus súbditos más meritorios.

Johann se inclinó aún más profundamente ante el gran duque Federico de Wúrtemberg, al tiempo que pensaba que su soberano jamás había oído hablar de él antes de que Maestlin y el barón Hoffman le describieran la copa universal que se proponía fabricarle. Respondió:

—El más humilde de los servidores de Vuestra Alteza jamás os podrá demostrar su gratitud por aquella propuesta del senado de Tubinga que firmasteis hace diez años, y que me permitió proseguir mis estudios.

¡Diez años en lugar de quince! ¡Firmar en lugar de conceder! Por dos veces Kepler había corregido al gran duque. Hubo murmullos entre los asistentes. ¡Contradecir a quien era uno de los más poderosos personajes del Sacro Imperio Romano Germánico!

—Los Kepler siempre me han servido bien —replicó el gran duque—. Comenzando por vuestro padre, el burgomaestre de Leonberg.

—Perdonadme, pero se trata de mi abuelo, Vuestra Alteza. Y la localidad que él administra se llama Weil der Stadt.

—¡Otra vez! —exclamó alguien al fondo de la gran sala del trono—. ¡El muy impertinente! —exclamó otro cortesano.

Kepler no comprendió aquellas reacciones. Él no había hecho otra cosa que restablecer la verdad. El gran duque frunció las cejas. Aquel muchacho se extralimitaba. Además, le desagradaban su rostro picado de viruela y su mirada demasiado negra, que sostenía la suya. Estaba decidido a rechazar su oferta. Pero, antes, quería darle una buena lección.

—Mi astrólogo, el fiel Maestlin, no escatimó elogios a propósito de vos. Me dijo que vuestro invento era una gloriosa obra de erudición. Con todo…

Kepler se inclinó de nuevo, pero en su fuero interno era a ese «fiel Maestlin» a quien de aquel modo daba las gracias, por su ayuda y su apoyo.

—Sin embargo, antes de entregaros la pensión necesaria para realizar esa obra tan erudita como onerosa, quisiera tener una copia de la misma en cobre. Hacédmela en el plazo de una semana.

—¡Se levanta la sesión! —voceó un heraldo.

¡En cobre! ¡En el plazo de una semana! ¿Dónde iba a encontrar Kepler el dinero? Y, aun cuando el artesano le diera crédito, ¿tendría tiempo de realizar una maqueta tan compleja? Sería una gran copa que varios orfebres deberían fabricar cada uno por separado, a fin de que no pudieran apropiarse del invento. Saturno sería un diamante; Júpiter, un Jacinto; la Luna, una perla. El oro para el Sol. En el borde de la esfera de las estrellas fijas, siete grifos unidos a los seis planetas y al astro de los días verterían para Febo un aguardiente; para Júpiter, vino blanco nuevo; para Venus, hidromiel; bebidas todas ellas a cual más deliciosa, pero del diamante Saturno no saldrían más que un vino malo y una mala cerveza, «por lo cual —explicaría al gran duque—, los ignorantes en materia de astronomía estarían expuestos a la vergüenza y al ridículo». El resto, órbitas y poliedros, sería de plata.

¡Haría la maqueta de papel! Esta idea se le cruzó por la cabeza al pasar por delante de una librería. De este modo demostraría al gran duque que sus súbditos, incluso los más meritorios, no tenían los medios necesarios para comprar cobre. Pinceles, tijeras, colores, cola, cartón… Se encerró en su habitación y se puso manos a la obra, absorbido por este trabajo manual, con la mente vacía de todas sus melancolías.

Una semana más tarde, atravesó la gran plaza de Stuttgart y subió los primeros escalones del palacio, transportando con precaución, con los brazos extendidos, su universo de papel coloreado. Dos lacayos acudieron a coger el frágil y voluminoso objeto. Kepler regresó a su habitación. Esperó. No se atrevía a salir de casa por temor a perderse la respuesta del gran duque. Al cabo de cuatro días, por fin, llamaron a su puerta. Apareció Maestlin.

—¡Ah! ¡Eres tú!

—Querido Johann, acabo de ser recibido por Su Alteza. Tu asunto me parece que está muy bien encaminado. Si el derecho no me hubiese gustado tan poco, habría sido un excelente abogado. Incluso le he dado a entender al gran duque que lo que él necesita es un astrólogo más joven y más competente que yo. Le he mostrado tus efemérides austríacas. Ha quedado sorprendido de su pertinencia. Además, apartar de su enemigo, el pequeño Fernando de Habsburgo, a un hombre de tan gran talento como tú le alegraría más que cualquier otra cosa.

Kepler sintió vergüenza por haber dudado de Maestlin. Tuvo ganas de abrazarlo. Fueron a cenar juntos. Durante la comida hablaron, sobre todo del impresor de Tubinga, que ponía algunos peros a El misterio cosmográfico. Exigía el imprimatur oficial del senado de la universidad y proponía introducir algunas modificaciones de su propia cosecha. Kepler se inquietó.

—¿Quiere hacer con nosotros lo mismo que hizo Osiander con Copérnico? ¡Conmigo que no cuente!

—Tranquilízate, no es en el fondo en lo que él quiere intervenir, sino en la forma. Conozco a Gruppenbach. Es un amigo. Tiene sus debilidades. Le encanta estampar su sello en los libros que publica. Una palabra por aquí, una palabra por allí, pero nada más. Y ya verás… No siempre se equivoca. Es un excelente estilista.

—Yo creía que mi latín no era tan malo —replicó Johann.

Maestlin se irritó.

—¿No puedes intentar ser un poco más flexible? Me han informado de que ante el duque hiciste gala de una impertinencia…

—¿Yo?

—Sí, tú. Lo he arreglado como he podido. Pero volviendo a nuestro impresor, el querido Gruppenbach se ha sentido un poco ofendido porque no te has dignado ir a verle. Le gusta mucho conocer a los autores de las obras que publica. Para él, el libro no es una simple mercancía.

—¿Y cómo iba yo a ver al maestro Gruppenbach si desde hace dos meses, desde que he regresado, no he parado de ir y venir entre la universidad y Stuttgart, sin olvidar a mi pobre familia…? A propósito de familia, ¿te he contado, Michael, que el barón Hoffman, poco antes de que llegáramos a Stuttgart, insistió en saludar a mi madre?

A pesar de las reticencias de su compañero de viaje, el consejero áulico, en efecto, tenía curiosidad por conocer en qué estercolero había crecido aquella rara planta de Kepler. Cuando los dos coches con escudos de armas habían entrado en Leonberg, Johann se había sentido escindido entre el temor y la vanidad. Hoffman se había mostrado encantador, besando la mano de la posadera canija, que no se sentía muy cómoda, cubriéndola de regalos, del mismo modo que había simulado interesarse por el benjamín y la benjamina Kepler.

—Sobre todo por el benjamín, supongo —sugirió riendo Maestlin.

—Oh, Michael, ¿cómo puedes decir eso? —dijo Kepler, disgustado—. Christoph sólo tiene diecisiete años.

—Precisamente —replicó el otro, burlándose del candor de su antiguo discípulo—. Pero soy injusto: el barón tiene gustos muy eclécticos, y a poco que tu hermanita sea bonita…

Kepler se inquietaba efectivamente por Gretchen, que a sus diecinueve años le había parecido tan bonita como descarada. Christoph, por su parte, trabajaba como aprendiz de estañador. Era serio, prudente, soso. Unos años antes, Johann había tratado de obtener una beca para él. Fue el chico el que se negó a seguir estudiando. En cuanto a Heinrich, el segundogénito, había desaparecido. Algunos decían que se había alistado en las tropas húngaras que luchaban contra los otomanos. Como su padre desaparecido o, tal vez, a la búsqueda de su padre.

Dos días después de aquella cena en la mejor posada de Stuttgart, y habiendo Maestlin partido de nuevo a Tubinga, Kepler recibió a un criado, vestido de librea gran ducal, portador de un mensaje de un secretario de la cancillería. El gran duque encontraba la maqueta muy ingeniosa, pero había cambiado de idea. Ahora exigía un verdadero planetario montado en una esfera cósmica, y ya no aquel amable divertimento con griferías de vinos y aguardientes. La nueva maqueta debería ser remitida a cierto orfebre de la ciudad. Kepler tal vez se habría desanimado si el mensajero del gran duque no hubiera depositado sobre la mesa, antes de marcharse, una bolsa bien repleta con las armas de Wúrtemberg. De nuevo pasó una semana manejando las tijeras, la cola y el pincel.

Una vez terminada esta tarea, se dirigió a casa del mejor sastre de la ciudad; después, a la del mejor guantero; y, seguidamente, a comprarse un caballo tan sólido como dócil. A continuación, partió hacia Tubinga. En lugar de instalarse en casa de Maestlin, tomó unas habitaciones en la posada más bonita de la ciudad, aquella con la que soñaba cuando era un bachiller becario. Luego se dirigió a visitar a Maestlin. Éste se burló de él cuando supo que se había instalado en La Hostelería de las Artes: la universidad ponía a su disposición un hermoso aposento en una residencia reservada a los huéspedes distinguidos. Además, Johann estaba invitado a compartir la mesa de los profesores para la comida de las fiestas pascuales.

En el estrado que dominaba el refectorio donde comían los estudiantes, Kepler estuvo deslumbrante. Ante el auditorio subyugado de sus antiguos profesores, invocó todas las implicaciones metafísicas y filosóficas de su sistema planetario de poliedros. Incluso el decano Hafenreffer, que había reconocido en aquellas brillantes palabras ciertos pasajes censurados en el manuscrito, se dejó conquistar.

Con bastante perfidia, Maestlin desvió el debate hacia los calendarios juliano y gregoriano, pensando que Kepler podría convencer al decano de que sería inútil intentar encontrar defectos denunciables en la reforma papista. Poco hábil en terrenos de este tipo, todavía no había comprendido que no se trataba de demostrar que el juliano era mejor que el gregoriano, sino más bien de una cuestión de dogma. Tan convencido como convincente, Kepler se lanzó en un gran alegato en favor del nuevo calendario y de su adopción por parte de las naciones reformadas. El viejo profesor de lenguas orientales, Martin Kraus, ya no reconocía en aquel brillante orador al estudiante quisquilloso que le discutía todo sin cesar. No le quedó más remedio que admirar a ese hombre que decía muy alto lo que los más sabios no se atrevían a pensar muy bajo. Sin embargo, el decano torcía el gesto, y las piernas de Maestlin se agitaban bajo la mesa.

La semana siguiente fue consagrada al impresor. Gruppenbach se sintió encantado con este nuevo cliente. Había creído que tendría que vérselas con un joven pretencioso, convencido de que había descubierto la piedra filosofal. En cambio, se había encontrado con un hombre sencillo, divertido, interesado en el oficio y con buenos conocimientos del mismo. Además, Kepler adoptaba el acento del país y empleaba, riendo, algunas vigorosas expresiones vernáculas. En pocas palabras, se separaron encantados el uno del otro. Maestlin se ocuparía del número de ejemplares que había que comprar y de las cuestiones de dinero.

A continuación, Kepler fue convocado ante el consejo académico de la universidad para defender su obra, El misterio cosmográfico, un poco como otros habrían sostenido una tesis. Contra todo lo esperado, aquello fue de maravilla, excepto algunas objeciones de principio: la introducción les parecía demasiado oscura y el sistema copernicano no estaba lo suficientemente bien explicado. El decano le desaconsejó publicar en anexo la Narrado Prima de Rheticus, demasiado prolija, en su opinión, y fuera de tema. Muy asombrado por esta petición, Kepler replicó que nunca había pensado tal cosa y que un prefacio de Maestlin sería suficiente para completar el volumen. El acta de aquella sesión le fue comunicada unos días más tarde. Emprendió la corrección del manuscrito, sometiéndose a algunas de las críticas del consejo, que le reiteraba la petición de no publicar la Narratio. El tiempo necesario para que el consejo leyese la nueva versión, y el imprimatur estaba otorgado. El impresor podía iniciar su trabajo.

La respuesta a propósito del planetario se hacía esperar. Sin embargo, fue con el sentimiento del deber cumplido que Kepler viajó a Leonberg, para que su familia se beneficiase de la liberalidad del gran duque, sobre todo por lo que se refería al tejado de la posada, que necesitaba serias reparaciones. Su madre no le manifestó el más mínimo reconocimiento por ello. Lloraba sin cesar por la suerte del pequeño Heinrich, perdido por esos caminos, y reprochaba a su hijo mayor que no hubiese sabido cuidar de él. Kepler fue a ver al pastor del pueblo para pedirle que velara por ella y, sobre todo, por Gretchen. Por su parte, Christoph acababa de encontrar un nuevo patrón estañador, en otro pueblo, y parecía que se desinteresaba de la familia. Después de todo, ¿quién era el jefe, Johann o él?

Una vez tranquilizada su conciencia con relación a la posada, volvió a la universidad. No había respuesta alguna de Stuttgart a propósito del planetario, pero sí dos cartas procedentes de Graz. La primera llevaba el sello de la dieta de los Estados de Estiria. En nombre del archiduque Fernando de Habsburgo, se le notificaba que su autorización había terminado hacía dos meses y que, si no regresaba en el plazo lo más breve posible para reasumir su cargo de mathematicus, sería destituido del mismo. La segunda carta era mucho más modesta de aspecto, y estaba lacrada con el nombre del pastor Schubert. El buen hombre le anunciaba que el molinero Mulleck se encontraba en la mejor de las disposiciones para entregarle a su hija, y le aconsejaba que cuando regresara se detuviese en Ulm «a fin de comprar allí muy buena seda o al menos el mejor tafetán doble, para vestidos completos para ti y la novia». Aquellas palabras alegraron a Kepler, disipando la ligera inquietud que le había provocado el ultimátum de los Estados de Estiria. En la primera visita que hizo a Maestlin, llevó consigo aquel correo, para reírse juntos de aquellas divertidas palabras provincianas. No tuvo ocasión de hacerlo. Maestlin le recibió con la cara de los peores días.

—No tengo muy buenas noticias para ti, Johann…

—¿El libro?

—Oh, no, todo va bien por ese lado. En cambio, por lo que respecta al planetario, el gran duque suspende su decisión. Y por mucho tiempo, al parecer. Cuestiones de tesorería, según me han dicho. Pero estoy convencido de que se trata de otra cosa. ¡Se trata de un planetario heliocentrista, querido! El primero que jamás haya existido. Su alteza no tiene la audacia de exhibirse como el primer príncipe reformado copernicano. Su decisión dependerá del éxito de tu libro. Tal vez…

Kepler palideció. Vaciló sobre sus piernas temblorosas. Sus fiebres, que le habían dejado en paz desde que había salido de Graz, se apoderaron repentinamente de él. Se sentó, o más bien se hundió, en un sillón que le acercó justo a tiempo su maestro y balbuceó:

—¡Estoy perdido! Toma, lee esto.

Y le tendió la carta de los Estados de Estiria. Maestlin la leyó y dijo:

—Debes regresar allí. Tú ya no tienes nada que esperar, ni en Wúrtemberg ni en otra parte, hasta que haya aparecido tu genial obra, dentro de dos meses, pienso yo. Cuando llegue ese momento, tu notoriedad llegará a ser tal que deberás rechazar las ofertas. Un corto trimestre pudriéndote en Graz es algo que pasa pronto. Yo me encargo de llevar a buen término la impresión. ¿Cómo están tus finanzas?

Kepler dirigió a Maestlin una mirada llena de desasosiego. ¿Aquel avaro le estaría proponiendo que le prestase algún dinero?

—… Perdona mi indiscreción, pero antes de partir debes comprar los doscientos ejemplares de fianza que exige Gruppenbach.

—Me alcanzará, te lo agradezco —respondió un Kepler falsamente desenvuelto, que se preguntaba cómo podría resistir aquel «corto trimestre».

Se marchó a los dos días, a lomos de su hermoso caballo. En la etapa de Ulm se olvidó de comprar la seda y el tafetán para vestir a su novia el día de la boda.