Capítulo 40

El tiempo parecía como suspendido. Su gobernanta tenía la cualidad de hacerse invisible y silenciosa, como si hubiera comprendido lo que se jugaba en aquella mesa, sobre la que dejaba un plato de sopa, un vaso y un pedazo de pan, que su amo apenas tocaba. Sólo una vez la mujer le hizo notar que iba a llegar tarde a la escuela. Kepler le respondió que no importaba. Luego se olvidó de lo que le había dicho, y los alumnos del Paradies se quedaron sin su lección. En realidad, importaba muy poco, ya que durante sus tres días de ausencia nadie le estuvo esperando. Advertido por el pastor Schubert, el director del Paradies no le dijo nada. Los dos conchabados estaban demasiado ocupados en sus duras negociaciones con el molinero Mulleck en torno a la dote de su hija. Finalmente, una fría mañana de otoño, Kepler salió de su casa y se dirigió con paso rápido a la posta. Se trataba de no perder la salida del coche correo. Llevaba en su cartera una copia de El misterio cosmográfico para Maestlin, acompañada de una carta en la que le pedía que intercediera en su favor ante el gran duque de Wúrtemberg, de quien en aquel momento el profesor era astrólogo. En la exaltación que había seguido a la última corrección de su manuscrito, por la cabeza de Kepler había cruzado una idea que para sí mismo había calificado de sublime: construir en bronce, oro y plata una representación de su sistema solar, con sus seis órbitas planetarias y sus cinco poliedros; por ejemplo, bajo la forma de fuente, que sería a la vez un objeto de arte y de enseñanza. De este modo, y se abstenía de contar este detalle a su antiguo profesor, esperaba entrar, como matemático o como astrólogo, al servicio del gran duque Federico. Para que la gestión tuviese éxito, envió también una carta a Ursus, el astrólogo del emperador, como le había aconsejado el barón Hoffman, carta llena de adulaciones por sus pseudodescubrimientos trigonométricos y acompañada de un resumen de El misterio cosmográfico. Al servicio del emperador o del gran duque de Wúrtemberg, ¿qué más daba? Estaba dispuesto a todo para huir de la aborrecible Estiria, de sus efemérides, sus hijas de molinero y sus pastores transformados en casamenteras de pueblo.

A propósito de pastor, el de Graz salía de la posta, llevando del brazo a su esposa, en el momento en que Kepler entraba en el edificio.

—¡Muy buenos días, reverendo Schubert! ¿Cómo se encuentra su bella molinera?

El otro le respondió con muecas involuntariamente cómicas, moviendo los labios como una trucha que se está tragando una mosca, para darle a entender que no sacara el tema delante de su esposa. Encantado con su efecto, Kepler se despidió con el pretexto de que iba a perder la posta. Esperó a que saliera el coche correo y seguidamente se dirigió, siempre con paso alegre, al ayuntamiento para pedir pasaportes que le permitieran salir de Estiria mientras la escuela permanecía cerrada, entre la Navidad y finales de febrero. Después, regresó a su casa y esperó.

Para ocupar su forzoso tiempo libre, redactó los horóscopos muy optimistas del archiduque Fernando y del gobernador. Esperaba sacar de aquello algún dinero que le permitiese pagar su estancia en Tubinga y en Stuttgart mientras el libro se estaba imprimiendo. La primera respuesta que le llegó fue la de Maestlin. Un Maestlin desbordante de entusiasmo, que le cubría de elogios y que estaba impaciente, sólo por esta vez, por verlo de nuevo en Tubinga. El decano Hafenreffer formulaba algunas objeciones en relación con determinados puntos de metafísica y de interpretación de la Biblia. Maestlin adjuntaba a su envío, casi excusándose, el último capítulo de su vida novelada de Copérnico. En seguida Kepler escribió una carta llena de deferencia destinada al decano, en la que se declaraba dispuesto a debatir con él, muy decidido a no hacer más que unas leves concesiones de principio. Luego, volvió a esperar.

La escuela cerró el 24 de diciembre del año juliano, y sus pasaportes aún no habían llegado. Trató de hablar con el director Perrinus para preguntarle qué sucedía, pero el hombre estaba ilocalizable. Pasó la Navidad en casa del pastor Schubert. Su anfitrión, una vez que su mujer y sus hijos se hubieron acostado, le confirmó que las negociaciones con el molinero Mulleck estaban en buen camino, ya que el viejo tacaño estaba dispuesto a ceder en lo relativo al montante de la dote. La boda podría muy bien tener lugar a comienzos de la primavera, pero antes habría que organizar un encuentro con el molinero y su hija.

—¡Salir de aquí, salir de aquí! —gritó Kepler al regresar a su casa durante una noche de tormenta, mientras los copos de nieve se le metían en la boca.

Al día siguiente, el cielo estaba limpio de toda nube y resplandecía el sol, haciendo que la espesa alfombra blanca fuese más deslumbrante aún. El aire era frío y seco. Kepler abrió la ventana de su habitación, furioso consigo mismo por haber dormido hasta tan tarde y haber perdido de aquella manera el tiempo, que creía que tenía contado, convencido como estaba de que su vida sería corta. Un coche grande y lujoso, con escudos de armas en las puertas, tirado por cuatro caballos y escoltado por seis hombres armados sobre sus monturas, se detuvo delante de la casa. Sin fijarse en el escabel que su lacayo le ofrecía, el barón Hoffman saltó del vehículo, enarbolando algo que los ojos miopes de Kepler no podían ver.

—¡Los tengo, amigo mío, los tengo!

A continuación, el consejero áulico entró en la casa. Kepler apenas había tenido tiempo de quitarse el gorro de dormir y ponerse una bata cuando Hoffman entraba en la habitación repitiendo:

—¡Los tengo, amigo mío, los tengo!

Y le tendió dos cuadernos de cartón, con el sello del archiduque Fernando de Habsburgo. ¡Los pasaportes!

—Ah, creedme, amigo mío, me ha costado muchísimo conseguirlos. Pero ya os lo contaré por el camino. Nos vamos inmediatamente.

—¿Nos?

—¡Pues sí! Me he agenciado una agradable misión imperial ante el gran duque de Wúrtemberg, en Stuttgart. Vos me haréis visitar los burdeles de la ciudad, ¡qué sin duda debéis conocer! Arreglaos. Detesto esperar.

—Pero tengo que preparar mi equipaje…

—Vuestro baúl ya está en el coche de las maletas. Somos casi de la misma talla y tengo algunas ropas pasadas de moda que os sentarán muy bien.

Se asomó por la ventana y gritó:

—¡Dieter! ¡Sube las ropas del profesor Kepler!

—Pero… —objetó de nuevo Johann—, mis papeles, mis manuscritos, mis libros…

—¿Qué? —se sorprendió maliciosamente el barón—, ¿acaso no tenéis intención volver a este país de Jauja, tan acogedor para nosotros, los reformados?

—¡En absoluto! Yo… Mis deberes me impiden abandonar mi cargo…

—¡Contádselo a otro, amigo mío! De modo que dejad una parte de vuestros libros y vuestras cosas aquí. «Ellos» no tardarán en venir a husmear. Y, si vuestra residencia está vacía, «ellos» lo comprenderán todo al instante y nos alcanzarán antes de que hayamos cruzado la frontera, y os traerán de vuelta aquí manu militari. Ni siquiera yo, consejero áulico, podría hacer nada para impedírselo.

—¿Ellos? ¿Y quiénes son ellos?

—Los jesuitas, querido. Vamos, os lo contaré todo por el camino. Ah, ya disfruto por anticipado de este viaje en vuestra compañía.

Entró el criado, trayendo ropas de una gran riqueza y, sobre todo, una pelliza de zorro, suntuosa, con un gorro que hacía juego.

—Vestíos y partamos —insistió Hoffman.

Confuso y tiritando de frío, Kepler esperó un momento a que su visitante saliese, pero no, el otro no se movió. El criado le pidió que levantara los brazos y le quitó el camisón de dormir.

—¡Demonios! —apreció el barón—. Estáis muy bien dotado para ser filósofo.

Con un gesto maquinal, Kepler ocultó sus pudentae con las manos, lo que hizo que Hoffman se echase a reír. El criado le puso la ropa interior. Humillado, Kepler se dejó hacer, como un muñeco. Cuando estuvo completamente vestido, en un último gesto de pudor, ocultó las manos deformes en sus viejos guantes raídos. Luego sacó del armario la cartera de cuero gastada, bajó a la sala común y la llenó con sus papeles, que estaban esparcidos por encima de la mesa.

—¡Vamos, rápido, rápido! —le urgía el barón.

Se encontró en el coche, que estaba caliente como un horno. Debajo del suelo, en una estufa, el carbón ardía. Antes de dar la orden de partida, Hoffman mandó que les sirviesen algo de comer. Paté hojaldrado, pichones dorados en su punto, vino de Francia. Mientras la carroza se ponía en movimiento, Hoffman abrió una trampilla y sacó del interior una jarra en la que humeaba un espeso brebaje de color avellana.

—Probad esto —dijo, vertiendo un poco en una taza de porcelana china—. Es una delicia, aunque sea la bebida más apreciada por Felipe II de España. Para las cuestiones de gusto, ¡seamos papistas de vez en cuando!

Entonces, por primera vez en su vida, Kepler saboreó el chocolate.

Tan pronto como salieron de las murallas de la ciudad, Hoffman explicó los esfuerzos que había tenido que hacer para arrancar los pasaportes a la administración archiducal.

—Ni siquiera Su Alteza Fernando quería veros partir. Sin embargo, en su frenesí jesuítico, sueña con expulsar de Estiria a todo el que sea luterano. En cuanto a mi primo, el gobernador Herberstein, que sigue siendo nuestro hermano en secreto, me explicó que un hombre como vos constituía la mejor muralla de la Iglesia reformada en la provincia, y que, si os marchabais, caería sobre todos nosotros una era de persecuciones.

«Qué absurdo —pensó Kepler—. Acabo de cumplir veinticuatro años, no soy nada y aún no he hecho nada que valga la pena. ¿Una muralla, yo? Ni siquiera un parapeto».

—Pero el peor de vuestros carceleros, el que se ha negado hasta el final a dejaros partir, aunque sólo fuera por dos meses, es el hombre que os da de comer y puede opinar sobre vuestros asuntos. El director de la escuela Paradies, el doctor Perrinus.

Kepler se echó a reír.

—Tratándose de él, no me sorprende. La escuela es un reino de tuertos. ¡En ella, un miope como yo no puede ser más que rey! Para amarrarme aún más a Graz, ¡no se le ha ocurrido otra cosa que casarme!

—En ese caso, sí, hacéis muy bien en huir. Sobre todo, Kepler, sobre todo, no os caséis. Un hombre como vos está hecho para la soledad del estudio. Ved a Rheticus, ved a Paracelso, ved a Valentinus Otho…

«Evidentemente, unos sodomitas», pensó para sí Kepler.

—Ved también a todos esos grandes hombres del pasado que han iluminado el mundo con su genio. Sin mujer, sin esposa parlanchina y discutidora que trate de apagar ese genio. Porque vos tenéis genio, Kepler. Irradia de vuestro rostro, estalla en cada una de vuestras palabras, en cada uno de vuestros gestos. Todo el mundo, no importa quién, incluso el director Perrinus, está deslumbrado por ese genio. Sólo vos lo ignoráis. Bajemos y caminemos un poco, ¿queréis? Aquí dentro nos ahogaremos. Y de paso dejaremos que los caballos descansen un poco.

El camino era cada vez más empinado. El barón cogió a Kepler del brazo. Caminaron a buen paso. La presión de la mano de Hoffman sobre su bíceps molestaba sobremanera al joven mathematicus. ¿Era a causa de los nombres citados hacía un instante: Rheticus, Paracelso, Valentinus Otho? Finalmente llegaron a la casita de aduanero delante de la que Kepler se había desmayado, hacía apenas veinte meses.

—Veinte meses —suspiró Kepler—. Sin embargo me ha parecido una eternidad.

Abajo, Graz, acurrucada en su valle al pie de un anfiteatro de picos nevados, le parecía una aldea.

—Decid adiós a ese infierno —dijo Hoffman con una grandilocuencia cómica.