Kepler escribía, Kepler dibujaba, Kepler calculaba. Los días, las semanas, desfilaban, pero él tenía la impresión de vivir una larga y hermosa jornada. Única interrupción: la cotidiana lección de literatura latina, puesto que en toda Graz no había ni un solo voluntario dispuesto a seguir su curso de matemáticas. Sin olvidar su presencia en el templo, los domingos. El resto del tiempo, vivía recluido en su pequeña casa, en la sala común, situada a nivel de la calle, que había transformado en gabinete de trabajo.
—¿Qué pasa ahora? He pedido que nadie me moleste.
La única persona que le visitaba cada día era la vieja que le servía de gobernanta y que le recordaba la hora a la que tenía que marcharse a la escuela. Esta vez no era ella, sino un lacayo de gran librea.
—Profesor Kepler, habéis sido convocado inmediatamente a la residencia de Su Excelencia el gobernador de Estiria.
Johann se cambió de ropa apresuradamente, quitándose la bata manchada de tinta, se cepilló la barba e, inquieto y molesto, siguió al lacayo a lo largo de la gran calle y a continuación por la muy empinada avenida que conducía al castillo. El barón Sigismund Herbert von Herberstein le esperaba en la sala de audiencias. A su lado estaba el consejero áulico Friedrich Hoffman, al que Kepler no había vuelto a ver desde hacía año y medio, cuando había sido confirmado en sus funciones. Kepler conocía ahora el papel que representaban aquellos dos elevados personajes de Estiria, por detrás del archiduque, claro está: el gobernador era católico desde no hacía mucho, y el consejero, reformado, sin gran devoción. Al elegir a dos moderados para que le representasen, el emperador Rodolfo esperaba que hiciesen de contrapeso al bravío alumno de los jesuitas que era su joven sobrino Fernando de Austria.
—Señor Kepler, en nuestra hermosa ciudad de Graz, ¿qué pensáis ser: enseñante de la escuela Paradies o mathematicus de los Estados de Estiria?
El tono del gobernador era mordaz. Kepler, a quien nadie había invitado a sentarse, se inclinó profundamente y dijo:
—Vuestras Excelencias me han hecho el inmenso honor de otorgarme el cargo de mathematicus del muy resplandeciente ducado de Estiria.
—¿Ah, sí, de verdad? ¿Y sabéis qué día es hoy, señor mathematicus?
Desorientado ante tantas preguntas extrañas, y no sabiendo adonde el gobernador quería ir a parar, Kepler balbuceó:
—Eh… Sí… Eso creo. El primero de octubre… o el 11 según el calendario…
El barón Hoffman intervino. Evidentemente, en el tradicional reparto de papeles que se da en este tipo de circunstancias, el gobernador había elegido el del severo, y el consejero áulico el del indulgente, puesto que fue con gran dulzura como susurró:
—Entregado a vuestros sublimes trabajos, mi buen Kepler, os habéis olvidado… Su Alteza Serenísima el archiduque Fernando se impacienta…
—¿Se impacienta por qué? —se impacientó Kepler.
—¡Pues por vuestro horóscopo, por vuestro horóscopo!
El gobernador hizo una señal al escribano, que se hallaba sentado detrás de una pequeña mesa, y al que Kepler no había visto al entrar. Éste se levantó y leyó con una voz monótona un acta en la que se le recordaban al mathematicus sus deberes. Era una amonestación oficial, a la que se añadía una multa de dos florines por día de retraso en la publicación.
Las piernas de Kepler se echaron a temblar. Sintió que una ola de calor le quemaba el vientre. Reconoció los primeros síntomas de sus fiebres y apretó los puños para no caer desmayado. No era la amonestación lo que le ponía en ese estado, era demasiado consciente de su superioridad sobre aquella gente. Tampoco era la perspectiva de ver su salario recortado en un cuarto, aunque había previsto consagrar los cientos veinticinco florines a los gastos relacionados con la aparición de su libro. No, lo que le situaba al borde del síncope era tener que apartarse de El misterio cosmográfico, como un ángel precipitándose de la más alta de las estrellas al fango de un zodíaco ridículo.
Cuando terminó la audiencia, ni siquiera pensó en saludar a los barones y salió de la sala arrastrando unos cortos pasos, encorvado como si fuese un anciano. Una vez en la calle, tuvo ganas de llorar. Se quedó plantado allí, delante de la verja del parque. Alguien le tocó el hombro. Hizo un movimiento de retroceso. Era el barón Hoffman.
—Estáis muy pálido, mi buen Kepler. ¿Queréis que os acompañe a casa?
Sin esperar la respuesta, el consejero áulico cogió al profesor por el brazo. Sumido en sus preocupaciones, Kepler no se daba cuenta de que caminar así, como dos buenos amigos, con el emisario permanente del emperador en Estiria, constituía un inmenso honor para él.
—Nos habéis puesto en una situación comprometida, querido amigo —decía Hoffman—. Fernando estaba furioso con vos. Han hecho falta todos nuestros esfuerzos conjugados, los del gobernador y los míos propios, para calmarlo. Esa cólera no es más que un pretexto, puesto que para Su Alteza toda ocasión es buena cuando se trata de perjudicar a nuestros hermanos reformados. Su intención es clara, la de los hombres de negro también: clausurar la escuela.
—Había olvidado por completo ese asunto de las efemérides —suspiró Kepler—. Ahora estoy escribiendo…
—… Una cosa muy importante y muy novedosa, ya lo sé. El bueno de Maestlin me ha hablado de ello. Y tengo ganas de leerla lo antes posible. No os fiéis de las apariencias, querido amigo. Tengo algunas nociones de ese arte.
—Pero yo jamás me habría permitido…
—Y yo mismo he evocado, en Praaaga, vuestra hermosa construcción ante el matemático del emperador. Se mostró muy interesado.
—¿Nicolaus Reimers Bar? ¿Ursus? Pero él podría…
—¿Robaros vuestro invento? —completó el barón—. No os fiéis de los rumores. Tycho Brahe, desde lo alto de su isla, clama a quien quiera oírle que Ursus le ha robado. Pero he oído decir que su contencioso es de otra naturaleza.
—Lo ignoraba. Pensaba en la manera en que Ursus se ha apropiado de las reglas de trigonometría, después de haberlas tomado desvergonzadamente de Euclides y Regiomontano.
—Seríais un cortesano bastante malo, amigo mío. Ursus, por lo demás, es un poco como vos. Un oso, como su nombre indica. Se muestra arisco, incluso con el emperador. Es cierto que Su Majestad se ha encaprichado de su enemigo Tycho y que sueña con hacer que el danés venga a Praaaga. Por consiguiente, en este momento Ursus necesita aliados. Un buen ayudante, por ejemplo.
Hoffman se calló. Caminaron en silencio y los curiosos se daban la vuelta a su paso, después de haberse quitado el sombrero para saludar al consejero áulico. Llegado ante la puerta de su pequeña casa, Kepler hizo un gesto, invitando a Hoffman a entrar.
—No, os dejo —dijo el consejero—. Tenéis trabajo que hacer, vuestras efemérides… Apresuraos a acabarlas. E intentad mostraros en ellas un poco más optimista que el año pasado. Vuestras predicciones eran exactas, pero el archiduque está más o menos persuadido de que, al anunciar aquellas calamidades para el primer año de su reinado, en cierta manera las provocasteis.
Y Hoffman hizo una señal a una silla de manos, que le seguía desde la verja del castillo, para que se acercase hasta donde él estaba. La silla iba escoltada por cinco hombres armados. Una vez instalado, el consejero áulico agitó, a modo de adiós, su pañuelo de encaje.
Kepler se puso inmediatamente a trabajar, con la náusea al borde los labios. Durante una semana, pasó sus días y sus noches en aquella escritura maquinal. Sólo interrumpía su tarea para dar sus clases en la escuela, delante de unas aulas casi vacías.
Tenía miedo, sobre todo, de que con el frío la fiebre le volviese a atacar. Finalmente, llevó su horóscopo para el año 1596 al impresor. Y se transformó en regente de imprenta, apremiando al impresor y sus obreros, trabajando él mismo en las tablas y los dibujos. Sin embargo, el impresor no ponía mala cara ante aquellas exigencias. Sabía, como casi todo el mundo en Graz, que el mathematicus escribía un libro. Era un cliente que no había que perder.
Quince días después de la amonestación, y treinta florines menos, el horóscopo aparecía. Al volver de la imprenta, en la aurora de una mañana de finales de octubre, después de haber brindado y bebido alegremente con los obreros, según el ritual, de una botella que le había costado otro florín, Kepler decidió ponerse a trabajar inmediatamente en El misterio cosmográfico. Casi lo había terminado. Releyó las últimas páginas escritas y se adueñó de él un inmenso malestar. Había perdido su impulso. Lo atribuyó al cansancio. Se echó a llorar sobre la mesa, con la cabeza sobre las manos y cayó dormido.
El pastor Schubert, que entraba siempre sin llamar, puesto que se suponía que sus correligionarios nada tenían que ocultar, lo encontró en aquella postura. Durante un instante creyó que estaba muerto y le tocó el hombro. Kepler se incorporó sobresaltado.
—Ah, sois vos. Estaba soñando, un sueño estúpido que…
—Os estáis matando. Pronto serán las ocho de la mañana. Habéis pasado la noche en la imprenta, estáis todo manchado de tinta…
—¡Ah, parad ya! Ocupaos de mi alma y no de mi salud. Sé que tengo poco tiempo de vida y muchas cosas que decir. Cada minuto me es tan precioso como un diamante. Y la estupidez humana me está robando esos diamantes.
—No blasfeméis, querido hermano —replicó el pastor—. Sólo Dios conoce nuestro destino, y jamás podréis leer la duración de vuestra existencia en las estrellas.
A decir verdad, Kepler se sentía recuperado tras aquella hora de sueño. Poseía el don envidiable de las personas para las que un breve reposo es tan provechoso como una larga y tranquila noche para el común de los mortales. Estiró los brazos y se arregló la pesada cabellera castaña, mientras el pastor continuaba.
—No es vuestro director de conciencia quien os habla, sino vuestro amigo. Tenéis que salir, aprovechar el aire sano de nuestras montañas. Para hoy se anuncia un hermoso día de otoño, alegre y soleado. A tres horas de marcha conozco una posada campestre…
—¡Oh, yo, sabéis, las marchas, el campo y, sobre todo, las posadas, los conozco demasiado bien!
—Dejad de interrumpirme con vuestras sempiternas quejas. Quisiera que conocieseis, en la aldea donde está esa posada, al molinero más rico de la región, el señor Mulleck. Es un buen hombre cuya hija ha tenido muy mala suerte. Mal casada, dos veces viuda…
—¡Jamás dos sin tres! —no pudo evitar exclamar Kepler, que comenzaba a comprender adonde quería ir a parar el otro.
—No bromeéis con esas cosas, hermano Johann. Barbara es una buena muchacha, dulce y piadosa. Sabe leer, escribir y contar. Y su dote no es despreciable. El director de la escuela y yo estamos completamente de acuerdo: es el mejor partido que podríais conseguir.
¡Después de las efemérides del gobernador, la hija del molinero! ¡Se hubiese dicho que toda Estiria se había coaligado contra él para impedirle acabar El misterio cosmográfico! Kepler se inclinó sobre Schubert, al que le sacaba una cabeza, y colocó las manos sobre sus hombros.
—Confío plenamente en vos para llevar a buen puerto este asunto. Pero no estoy seguro de que vuestro rico molinero Müller…
—Mulleck.
—Que vuestro rico molinero Mulleck entregue fácilmente su hija y su dote a un oscuro profesorucho que, además, acaba de recibir una amonestación de los Estados de Estiria. La entrevista me parece prematura. Dejadme acabar el libro. Cuando le hayáis dicho que su futuro yerno es el autor de El misterio cosmográfico, estoy seguro de que no presentará objeciones.
—¿Cómo sabéis que pone peros?
—Porque nací en el campo, y porque mi abuelo, peletero y burgomaestre de Weil der Stadt, tenía tres hijas casaderas. Seguid negociando con vuestro molinero. Y aseguraos de que mi obra tenga su peso en la dote de la prometida. Pero antes es necesario que acabe el libro.
—Tenéis razón. Os dejo trabajar. Pero prestad atención a vuestra salud, hermano Johann.
Un vez que el pastor hubo salido, Kepler se frotó las manos como había visto hacer a su padre cuando creía haber engañado a uno de sus socios. Tenía que ser astuto si quería salir lo antes posible de aquella sofocante Estiria. Todo el cansancio había desaparecido. Aquella visita había sido como un latigazo. Respiró profundamente, se sentó, se puso los quevedos y comenzó a releer de un tirón todo lo que había escrito hasta ese momento, sin permitirse la menor corrección, como si fuese su propio lector. Las correcciones las dejaba para más tarde, para una vez acabada la obra. Luego tenía delante de sí una hoja en blanco. Escribió: «Capítulo XXII. Por qué un planeta se mueve uniformemente en torno al centro del ecuante».
Tenía todos los capítulos ya escritos en su cabeza. La pluma corría sola por el papel. Era como el caballo que se acerca a la caballeriza y que ya no necesita guía, y al que sólo hay que tirar un poco de la brida para que se dirija a la cuadra directamente, sin desviarse al campo vecino.
Sin embargo, Kepler estaba escribiendo un pasaje capital de El misterio cosmográfico. Decidía, en efecto, suprimir todos aquellos horribles epiciclos, verrugas que desfiguraban el círculo perfecto sobre el que debían moverse los planetas, a fin de que los poliedros encajasen exactamente. Ptolomeo había inventado aquellas pequeñas órbitas sobre la circunferencia para disminuir la velocidad de los planetas en su carrera y para que apareciesen a su tiempo y hora, en su lugar, como la observación demostraba. Para justificar el heliocentrismo, Copérnico se había visto obligado a añadir más, en particular los caprichosos arabescos de Marte. Lo que quería sobre todo el canónigo polaco era que el Sol estuviese en el centro exacto del mundo, y ya no en un punto invisible cercano al astro de los días. Ese punto, el ecuante, Kepler lo reinstauraba. A leer aquellas líneas, sin duda Maestlin despotricaría, pero aquello era necesario.
Cuanto más alejados estaban los planetas del Sol, más lentamente recorrían su camino. Eso lo había demostrado Tycho Brahe con sus innumerables observaciones. Así pues, si el centro exacto de los planetas era un punto a cierta distancia de Febo, durante una parte de recorrido «los planetas son más lentos porque se apartan más del Sol y son movidos por una fuerza más débil…». ¡Una fuerza! ¡No un alma, no una anima, una fuerza, una virtus! Sería necesario demostrar esa fuerza, medirla, por medio de una ecuación matemática… «¡No, por la física! ¡Frena tu caballo, Johann Kepler, se desboca! En otra ocasión seguirás el camino por el que te quiere llevar».