«¿Has leído u oído hablar de alguien que haya emprendido la búsqueda de la razón de la disposición de los planetas?».
Maestlin se arrellanó en su sillón. Al abrir aquella carta, había temido que, una vez más, Kepler le suplicase que le encontrase alguna cosa en Tubinga, al mismo tiempo que se quejaba sonoramente de su salud, de sus preocupaciones monetarias y del resto de las pequeñas desgracias cotidianas. Pero esta vez, el tono había cambiado, la pluma era firme, las palabras precisas. «Búsqueda de la razón…». Conocía lo suficientemente bien al hombre como para saber que la respuesta estaba ya en la pregunta. Maestlin mojó la pluma en el tintero y escribió la respuesta al margen: «No». No, nadie, desde que al ser humano se le había ocurrido levantar la cabeza hacia los cielos, había intentado, al menos de una manera metódica, científica, asomarse al porqué de los fenómenos celestes, tan sólo lo había hecho al cómo. El porqué es una pregunta infantil, de niño que quisiera saber la finalidad de todas las cosas: ¿por qué los pájaros tienen alas, por qué uno llora cuando se hace daño, por qué los perros, en la calle, se montan unos encima de otros, por qué…? Pero el adulto, como una mariposa que vuelve a ser oruga, olvida las preguntas, las rechaza o, más bien, hace ver que desconoce su propia ignorancia, pretendiendo que las vías del Señor son inescrutables. ¿Kepler había regresado a la infancia, a aquella infancia que, en realidad, jamás había tenido? «El Creador —proseguía—, no ha hecho nada en vano». «Perogrullada de teólogo —pensó Maestlin—, pero también axioma de matemático». «Debe haber, por consiguiente, una causa para que Saturno esté casi dos veces más lejos que Júpiter, para que Marte esté un poco más lejos de la Tierra…». La extraña figura de Tycho Brahe surgió en la memoria de Maestlin. ¿Por qué el hombre de la nariz de oro y cera se introducía en su imaginación? Estaban reñidos desde hacía algunos años. A causa, precisamente, de la distancia enorme entre los dos últimos planetas que el sistema copernicano había revelado. Para el danés, Dios jamás habría concebido todo aquel vacío inútil. Maestlin le había respondido que su vértigo ante ese vacío sólo tenía causas fisiológicas: Tycho le había confesado que, desde su mutilación, en ocasiones sentía que perdía el equilibrio y que aquello le molestaba sobremanera durante sus observaciones.
Maestlin regresó a la carta de Kepler. «Finalmente, el 20 de julio, en medio de un torrente de lágrimas, a ejemplo de aquel que exclamó ¡Eureka!…». No exageraba. Maestlin, que le había visto más de una vez llorando en cuanto sonaban las primeras notas de un cántico religioso o casi desmayándose ante una reproducción del Greco, estaba convencido de ello. «… he descubierto el modo y la causa del número seis de las órbitas y de su distancia». Maestlin acabó su lectura con avidez. Pero su corresponsal no decía nada más sobre el contenido de su descubrimiento. ¿Mentía? ¿Estaba exagerando el alcance de su descubrimiento? ¡No! Kepler era la sinceridad hecha hombre. No transigía con la Verdad: la proclamaba delante de todos y de no importaba quién, sin ninguna prudencia. Al punto de ponerse en peligro a sí mismo y a su entorno. Y era, por lo demás, a causa de aquella sinceridad mineral que el erasmista Kraus y el copernicano Maestlin habían conspirado para exiliarlo: para salvarlo. Y, de paso, salvarse a sí mismos.
«Pero, entonces… ¡Desconfía de mí! —se lamentó para sus adentros—. De mí, de su maestro, que le he enseñado todo. De mí, que le descubrí a Copérnico. ¿Se habrá atrevido a pensar que yo le robaría ese maldito descubrimiento?». Una vocecita en el fondo de su cerebro le respondía que aquella desconfianza no era del todo injustificada: en Tubinga, ¿no le había enviado a la vanguardia de la gran batalla por Copérnico? Y a continuación, cuando él mismo se había sentido en peligro, ¿no le había obligado a retirarse a aquella Estiria oscura y peligrosa? Y, sobre todo, ¿no se había aprovechado de su exilio para conquistar, si no el corazón, al menos la dote de la deliciosa Helena? ¿De la mujer que era la elegida del corazón de su discípulo, como éste le había confiado?
Para borrar aquellos oscuros remordimientos, Maestlin redactó una respuesta llena de ánimos, prometiendo su ayuda y sus consejos a fin de realizar una obra de la que preveía que sería al menos una revolución en el método. Y prosiguió el relato de la vida de Copérnico… Un Copérnico tal como a él mismo le habría gustado ser, recibiendo en su torre al que sería su único discípulo, Rheticus, un discípulo lleno de admiración y devoción para con su maestro… ¡cómo el que Kepler jamás sería en relación con él!
—Es admirable —dijo Gilbertus Perrinus, el director de la escuela Paradies, dejando el croquis que representaba, en perspectiva caballera, la vista general del Universo, en la que globos y poliedros encajaban perfectamente—. No es un dibujo, hermano Kepler, es un cántico de amor al Creador, que ha puesto belleza y armonía en todas las cosas, de la más humilde hormiga a la bóveda celeste. Hay ahí una música, perfectamente, una música… La música de las esferas…
Al escuchar este cumplido, Kepler cambió la opinión que tenía sobre aquel hombre, al que, hasta entonces, había considerado como su peor enemigo. Y, además, en aquella idea de la música de las esferas había algo susceptible de ser examinado. Ya su mente comenzaba a divagar… El director prosiguió.
—¡Me habéis convencido! La idea de que el Sol, el tabernáculo de Dios, se encuentra en el centro de todo, la hago mía, a partir de ahora, la hago mía.
—Conozco a alguien que se va a alegrar —replicó Kepler, con un extraño aire entre serio y burlón—, el que a ambos nos enseñó matemáticas.
—¿Qué? Pero el profesor Maestlin jamás me enseñó, todo lo contrario…
—¡Bah! ¡Ya lo conocéis! Tiene sus favoritos, el amigo Maestlin tiene sus favoritos…
Herido en su amor propio por no haber formado parte de aquellos favoritos en la época de sus mediocres estudios, el director guardó silencio. El pastor Schubert aprovechó la oportunidad para tomar la palabra.
—Cuando aparezca vuestro libro, cuando se sepa que el autor de El misterio cosmográfico enseña en la escuela Paradies, ya nadie se atreverá a tocarnos. Esta obra maestra será, para nuestra comunidad, como una muralla contra las intrigas de los jesuitas. Enfrentarse a la escuela luterana de Graz significará enfrentarse a vos. Será enfrentarse a vuestro genio. Será enfrentarse a Dios. Supongo que tendréis pensado imprimirlo aquí, ¿no es cierto?
La pregunta tenía cierto aire imperativo. Kepler detestaba que le dictasen su conducta. Estuvo a punto de enfadarse, se contuvo, y luego respondió, simulando estar algo confundido:
—Lo había pensado, pero nuestro impresor, nuestro hermano Springbrunnen, parece tener más talento para imprimir calendarios que para un texto tan complejo como éste, repleto de gráficos, tablas, columnas, cifras y planchas.
—¡Ah, qué importa! Os ayudaremos. Sois de los nuestros, hermano mío, y vuestro combate es el nuestro. Perdonad la indiscreción. Pero… ¿os gustan las mujeres?
—¡Eh… sí! ¡Apasionadamente! Por desgracia, el sentimiento no es recíproco…
—No es de lujuria de lo que os hablo, sino de matrimonio. Se comenta, señor Kepler, se comenta en el pueblo que un hombre tan joven y tan vigoroso como vos…
—Oh, vigoroso… Claro. En las Escrituras se dice que no es bueno que el hombre esté solo. ¡Y qué! Conocéis mi salario, ¿no es cierto? ¿Pensáis que con lo que gano me siento con derecho a condenar a la miseria a toda mi futura familia?
—Dios y vuestro libro proveerán.
Era el pastor quien hablaba. Que fuese o no estúpido no cambiaba el asunto: Kepler creía firmemente que debía seguir sus consejos. Pero aún se resistió.
—De todas formas, no conozco a nadie aquí. ¿Y qué padre querría entregar a su hija y la dote correspondiente a un insignificante profesor de provincias?
—En cuanto a eso, ya no habrá de ser el cielo quien provea, sino el reverendo y yo mismo. Estamos buscando.
¡Mira por dónde, el director se hacía el gracioso! ¡Qué se pusiesen a jugar a casamenteras, si eso les distraía! Cuando El misterio cosmográfico apareciese, Kepler no tendría más que elegir un empleo digno de él, lejos de Graz, sobre todo, ¡lejos de aquella prisión de imbecilidad!
Luego ya no volvió a pensar en el asunto. Se sumergió en su obra, partió en busca del Misterio cosmográfico. Se sentía en un estado de extraordinaria lucidez. No escribía, no. Dialogaba con el lector sin nombre y sin rostro, le contaba todo, sus errores, sus incertidumbres, a veces bromeaba con él, y le oía reír. Respondía a sus objeciones. Kepler acompañaba sus explicaciones de oraciones y poesías, dejaba divagar su pensamiento en mil extravagancias, escribiendo siete páginas sin hacer en ellas mención alguna del tema principal. Ese lector era su hermano imaginario, su amigo, su doble, tal vez era Dios, a quien le decía: «Mira, Señor, cómo alabo Tu Sabiduría creadora. Gracias, Señor, por haberme elegido a mí para cantar la armonía de Tu Obra». Ese lector eran también las almas de Pitágoras, Platón, Cicerón, Copérnico… Copérnico, con el que, sin embargo, estaba un poco molesto desde que se había dado cuenta de que el canónigo de Frauenburg había manipulado algunas cifras para sostener mejor su demostración. Pero ese lector no era Maestlin, evidentemente, aunque en la dedicatoria al lector le rendía homenaje, distinguiendo bien entre las cosas que le debía a él y las que sólo se debía a sí mismo.
Había decidido escribir en el latín más sencillo posible, pero también en el más puro, volviendo a encontrar el éxtasis de sus diez años, cuando, para entretenerse, componía versos a la manera de Horacio. En esta ocasión, pensaba a la manera de Cicerón o de Ovidio, sin ver que Johannes Keplerus era muy superior a ellos… Pero siempre en la más aplacible serenidad, la más aguda lucidez.
En cambio, a un centenar de leguas de allí, había alguien que era presa de la mayor excitación. Cuando Kepler finalmente consintió en desvelarle el contenido de su descubrimiento, Maestlin casi se desmayó de felicidad. Su antiguo discípulo acababa de demostrar de un plumazo la verdadera razón del heliocentrismo. Era la carga de la caballería copernicana. Esta vez la victoria sería total. El universo ya no estaba vacío, puesto que lo ocupaban esos cinco armoniosos poliedros. «Vamos a curarte de tu vértigo, Tycho. ¡Vamos a ponerte en tu sitio!».
A partir de ese momento, el profesor de Tubinga no escatimó sus ánimos, sus consejos, pero tampoco sus llamamientos a la prudencia, puesto que Kepler, con demasiada frecuencia dominado por sus viejos demonios teológicos, se lanzaba, en el curso de la redacción, a consideraciones metafísicas que habrían hecho dar un brinco al menos quisquilloso de los doctores luteranos.
El correo tardaba al menos diez días en llegar de Tubinga a Graz y dos semanas en sentido contrario, algo que hacía que Maestlin se desesperase de impaciencia. Un día, el conductor del coche correo procedente de Estiria fue a verle y, después de haber confesado abiertamente su fidelidad luterana, le confió un mensaje de Kepler en el que éste le suplicaba que fuese más prudente con sus palabras, puesto que el sello de una de sus cartas había sido roto. Además, en la misiva que el conductor le entregó, Kepler le formulaba esta extraña pregunta: «¿Crees que Gruppenbach es un buen editor?». ¡Gruppenbach un buen editor! El impresor que fabricaba todas las obras salidas de las cabezas pensantes de la universidad de Tubinga, ¡y que había publicado los trabajos de Maestlin sobre los cometas! Gruppenbach, que se veía obligado a rechazar los encargos de los plumíferos de toda ralea que poblaban Wúrtemberg. ¡Y sólo Dios sabía los que había en Wúrtemberg! No, no se trataba de una de las frecuentes ocurrencias de aquel energúmeno. Entre lo que le había comunicado el cochero y aquella pregunta absurda, Maestlin dedujo que en Estiria estaban ocurriendo cosas inquietantes, y que su antiguo discípulo le pedía ayuda.
Decidió alertar, en Praga, al consejero áulico en Estiria, el barón Hoffman, cuyo astrólogo no era otro sino Valentinus Otho, el discípulo de Rheticus. Sobre todo, era necesario que a Kepler no le pasase nada antes de que hubiese concluido El misterio cosmográfico. Después, ya se vería…
Una vez enviadas las cartas, Maestlin decidió comenzar a anunciar el libro de Kepler. La obra lo necesitaría. Abiertamente copernicano, iba incluso más lejos, más allá de las Revoluciones del canónigo polaco. Maestlin sabía que contaba con un aliado en la persona de Kraus, que había encontrado la idea de los poliedros «divertida». Faltaba convencer al decano Hafenreffer, su futuro suegro, puesto que sería él quien daría su imprimatur. Maestlin también contaría con el apoyo del gran duque de Wúrtemberg: de vez en cuando le hacía horóscopos a medida de su augusta frente.
—¡Qué belleza! —exclamó Helena Hafenreffer cuando hubo comprendido las explicaciones de su prometido—. ¡Qué simplicidad también, qué evidencia! Pero ¿por qué nadie había pensado en ello antes?
Las mejillas de Maestlin se arrebolaron ligeramente. ¿Intentaba ella herirle? Él también se había formulado la misma pregunta: ¿por qué Kepler y por qué no él? ¡Cruel Helena! Además de la brillante luz de sus veinte años, era lista, tenía curiosidad por todo y, mientras su prometido la acompañaba al clavecín, cantaba con una voz admirable. Maestlin recordó entonces que, en tiempos de su propia juventud, en sus conversaciones de bachiller, él y sus amigos se habían hecho el juramento de jamás casarse con una mujer inteligente. Mientras tanto, el decano Hafenreffer observaba maliciosamente con el rabillo del ojo la turbación de su futuro yerno. Finalmente dijo, con gravedad:
—En efecto, ¿por qué? Estamos delante, tal vez, querida hija, del misterio de la predestinación. Se cumple ahora una larga década, querido Michael, desde que sigo la carrera de vuestro Kepler y continúo formulándome la pregunta: ¿quién lo habita? ¿El Espíritu o el Demonio? El misterio cosmográfico se publicará, y en Tubinga. No somos papistas, qué diablos, para querer impedir que el pensamiento viaje. Sin embargo…
Dejó un instante la frase en suspenso. Maestlin sintió que ahora la partida se iba decidir.
—… Sin embargo, las altas instancias consideran que sería conveniente que el libro incluyese menos consideraciones metafísicas, menos referencias a las Sagradas Escrituras y un poco más de física, un poco más de matemáticas, un poco más de astronomía. ¿Pensáis convencer a vuestro fogoso hombre para que deje de vagabundear por terrenos movedizos?
—Lo haré —replicó un Maestlin que no estaba muy seguro de ello—. Y en lo que se refiere a la astronomía, pienso añadir en forma de anexo Sobre las revoluciones de Copérnico, el acto fundador del heliocentrismo…
—¿Con su dedicatoria al Anticristo, ese Pablo III que nos ha hecho tanto daño? ¡Ni hablar! ¡Descended de vuestros cometas, Michael!
Maestlin había esperado dicha reacción. En toda negociación hay que comenzar al alza antes de obtener lo que uno quiere.
—Lo había olvidado. ¡Perdonadme! —dijo, fingiendo que se excusaba—. ¿Os parecería mejor la Narratio Prima de Rheticus? Fue alumno de Melanchton…
—Es mejor, pero el hombre, si se puede decir, tenía una reputación por lo menos dudosa.
—¿Qué reputación, querido padre? Explícala —intervino Helena.
—¿Y si repasases tu solfeo en lugar de mezclarte en nuestra conversación…? —murmuró el decano—. Creo haber escuchado unas cuantas notas falsas hace sólo un instante. O tal vez deberías ocuparte un poco de mi hogar. Sigue el ejemplo de tu difunta madre. Aprende a ser una buena esposa.
La muchacha abandonó el salón encogiéndose ligeramente de hombros.
—Ah, os compadezco Michael —suspiró el decano—. Tendréis dificultades. Desde que murió su madre, tan dulce, tan virtuosa, no sé cómo educar a esta niña. Pero volvamos a nuestro asunto. De acuerdo, os concedo Rheticus. Pero toma y daca. ¿En qué punto está vuestra refutación del nuevo calendario papista? Me la habíais prometido para el año pasado. En las altas instancias empiezan a refunfuñar. Pronto me veré obligado a amonestaros. Si continuáis dando largas al asunto, os toparéis con graves problemas. Yo también, por lo demás. Haced que vuestro pequeño prodigio os ayude.
—¿Kepler? Se negará a hacerlo. Considera que el calendario gregoriano es más racional, que está mejor adaptado al año solar que el juliano, y no transigirá. No hay razón alguna para quemar las obras del Greco por el hecho de que se haya sometido a la Inquisición española.
—¿Quién dice eso? ¿Él o vos?
—Pues… eh… Él, claro está. Vos no lo conocéis como lo conozco yo. ¡A veces dice cosas que harían que Lutero se revolviese en su tumba!
—Bien, estoy contento de que no sea mi futuro yerno quien ha pronunciado esas palabras. Ya nos hemos dicho todo, ¿no es cierto? Hasta luego, pues. Y… no os olvidéis de vuestra refutación del calendario gregoriano, querido amigo. El senado está muy interesado.
«¡Qué se vayan al diablo él, su calendario, su hija y su senado!», pensó Maestlin saliendo de la séptima casa, no muy orgulloso de sí mismo, pues una vez más se había parapetado detrás de Kepler.