Capítulo 36

La escuela Paradies no era uno de los más bellos florones de la universidad reformada por Melanchton, y la cátedra de matemáticas no era la más prestigiosa. Fundado veinte años antes del nombramiento de Kepler, a petición de los Estados de Estiria, mientras la Reforma parecía triunfar en la provincia, el establecimiento estaba destinado de manera exclusiva a la nobleza local, contrariamente a las instrucciones de Melanchton, que quería que la enseñanza estuviese abierta a todos. De hecho se trataba de una máquina de guerra para luchar contra los jesuitas ya instalados en Graz. En ella los jóvenes aristócratas estudiaban sobre todo dialéctica, retórica, derecho, historia, Cicerón, Aristóteles, el Antiguo Testamento en hebreo y los Evangelios en griego. Las artes liberales, la filosofía, las matemáticas y la física eran facultativas, en cierta manera un amable pasatiempo.

Después de su lección inaugural, a la que asistió un público numeroso, lleno de curiosidad por la nueva cabeza, Johann se encontró delante de un puñado de adolescentes a los que sus padres, hidalgos que presumían de conocer a Euclides, obligaban a seguir sus cursos. Otro que no hubiese sido él se habría alegrado de tener tan poco trabajo, pero no Kepler, que se tomaba todo a pecho, incluso la enseñanza, para la cual no se consideraba capacitado, ni siquiera en el ámbito de las matemáticas, que para él, teólogo frustrado, no eran más que un juego.

Un juego eran también aquellas efemérides, que debían estar impresas a finales de octubre. La biblioteca del gobernador Herberstein, reformado por convicción, católico por política, estaba efectivamente bastante bien nutrida, pero se hallaba en el viejo local del cuerpo de guardia del antiguo castillo, un sitio oscuro, frío, húmedo y con corrientes de aire, cosas todas que contrariaban al friolero y miope mathematicus. Sin embargo, el señor del lugar se mostraba muy atento con él, y le invitaba a compartir su mesa en compañía de otros miembros de los Estados. La brillante conversación de Kepler parecía encantarles. Sobre todo, les divertía por la franqueza de sus palabras. Él creía representar, en toda buena conciencia, el papel de bufón. Todavía no conocía la medida de su poder de seducción.

Se abstuvo de poner los pies en la biblioteca de la facultad católica. Pero ante las peticiones reiteradas del superior de los jesuitas, acabó por ir a visitarle a su casa particular, una noche, lo más discretamente posible. Después de algunas escaramuzas teológicas, el reformado y el católico convinieron en evitar cualquier tipo de tema sensible y se convirtieron en los mejores amigos del mundo. El padre Hohenburg, de inteligencia brillante, le ofreció un ejemplar de la Narratio Prima de Rheticus, obra que Maestlin jamás le había prestado.

El año 1595 no conocería, al menos en el cielo de Estiria, fenómenos astrales excepcionales, cosa que facilitó la tarea de Kepler. Una vez que hubo acabado de establecer las fases de la Luna y las fiestas litúrgicas católicas y luteranas de sus dos calendarios, tuvo que dedicarse a una labor mucho más aleatoria: las predicciones. Verdaderamente no tenía ideas formadas a propósito de la astrología, sólo la de que el cielo ejercía verdaderamente una influencia sobre el destino de los hombres y las naciones. Pero pensaba que era algo presuntuoso intentar saber cuál, y consideraba los horóscopos como engaños y absurdas supersticiones. Hacía poco su profesor Martin Kraus le había enseñado algunos rudimentos de francés, lengua que podría serle útil si los azares de la vida le arrastraban a la diplomacia. Naturalmente nuestro teólogo en ciernes abordó en primer lugar los escritos de Calvino, pero su fantasía le empujó a hojear la obra de François Rabelais, aquel monje y médico amigo de Erasmo. Y encontró en ella esta predicción, que comunicó a Maestlin, el cual debió de partirse de risa: «Este año los ciegos verán muy poco, los sordos oirán bastante mal, los mudos no hablarán mucho, los ricos se encontrarán un poco mejor que los pobres y los sanos mejor que los enfermos».

Naturalmente, él no podía permitirse este género de horóscopos, puesto que con toda seguridad la dieta de Estiria no sabría apreciarlo y se le escaparían los ciento veinticinco florines prometidos. Pero era en esta dirección en la que había que avanzar: llevar el sentido común hasta la verdad evidente, la facultad de discernir hasta la sentencia.

Astutamente, Kepler decidió que aquel año sería el de todas las calamidades. En primer lugar, los turcos. Se sabía que el sultán Murad III estaba muy enfermo. Si moría, su sucesor tendría que inaugurar su reinado con una primera conquista. Predijo, pues, una nueva ofensiva otomana para la primavera.

Su infancia, transcurrida en una posada de pueblo, también le ayudó mucho. A fuerza de escuchar las conversaciones de los clientes, su instinto había acabado por distinguir entre sus sempiternas recriminaciones sobre la miseria de los tiempos actuales y la verdadera ira que podía desembocar en una revuelta. Es verdad que Kepler no conocía a los austríacos y todavía no había frecuentado las tabernas de Graz, pero la vendimia había sido desastrosa a causa de un verano excesivamente lluvioso y, por otra parte, el nuevo archiduque no dejaría de lanzar sobre ellos hordas de monjes recaudadores de impuestos. El mathematicus no se arriesgaba demasiado si anunciaba algunos levantamientos campesinos.

Si hubiese estado en su Wúrtemberg natal, Kepler habría sabido salir muy airoso de los inevitables pronósticos climáticos, puesto que conocía todos los dichos y refranes con rima, en los que los santos del día eran los responsables de la lluvia y el buen tiempo. Como Estiria acababa de sufrir dos inviernos tan largos como crudos, decretó sabiamente que: «No hay dos sin tres», y anunció que el próximo sería aún más frío que los precedentes y que se prolongaría hasta mediados de mayo. Cuando llegase ese momento, si se había equivocado, los lectores ya se habrían olvidado de sus pronósticos.

Cuando el horóscopo estuvo concluido, un chico de la imprenta vino a buscar el manuscrito. Kepler le acompañó. Disfrutó al ser iniciado por el librero en el manejo de las máquinas. Pero, cuando las efemérides de 1595 estuvieron publicadas, quince días más tarde, no tuvo nada más que hacer, sino dar sus cursos en una sala casi vacía a estudiantes medio dormidos.

Entonces, se sintió hastiado. O, mejor dicho, cayó en la melancolía. En la mesa del gobernador se convirtió en un comensal aburrido. Su fantasía, hasta hacía poco tan viva, se volvió amarga. A partir de ese momento, dejó de interesar a su anfitrión y las puertas del castillo se le cerraron. En cuanto al padre jesuita, regresó a finales de año a su Baviera natal, donde su hermano era canciller del rey. Johann creyó comprender que el archiduque Fernando, al acercarse a su mayoría de edad, no tenía ganas de que aquel eclesiástico demasiado indulgente con los reformados continuase bajo su jurisdicción.

A partir de entonces, Kepler no tuvo más compañía que el personal de la escuela. Su director, Gilbertus Perrinus, el pastor Schubert y un diácono que daba cursos de derecho tenían todos ellos al menos una decena de años más que él, estaban todos provistos de una numerosa familia, vivían discreta y piadosamente, en paz con el Señor y con ellos mismos. Aunque se lo tenía prohibido, en el fondo de su corazón, Johann les envidiaba. Era porque no veía la otra cara de aquella quietud: la mediocridad.

A comienzos de curso, en abril de 1595, únicamente cuatro alumnos se habían inscrito en las lecciones de matemáticas. El director le pidió que diversificase su enseñanza, dando clases de poesía latina. Kepler se disgustó, afirmando que él no había sido nombrado para aquella función. A pesar de toda la indulgencia que tenía con aquel brillante elemento, Perrinus tuvo que recurrir a los valores jerárquicos. Kepler se plegó, aunque manifestando su descontento, y se persuadió de que su superior se había convertido en su peor enemigo. Se quejó de ello en una carta a Maestlin, puesto que, una vez publicadas las efemérides, había comenzado a escribirle, con la esperanza de sostener con él una correspondencia asidua.

Pero sus cartas sólo contenían quejas, jeremiadas y súplicas para que el otro le encontrase no importaba qué empleo en Tubinga. Maestlin le respondía como si no hubiese leído sus misivas, con el envío de libros nuevos, que comentaba. Como Kepler también le había pedido algunas precisiones sobre la vida de Copérnico, Maestlin comenzó a narrársela, a partir del manuscrito único de Rheticus, que anteriormente había recuperado del bastón de Euclides, bajo la agradable forma de novela. El de Tubinga se entregó a aquella entretenida tarea con mayor gusto aún, puesto que leía las cartas delante de algunos oyentes selectos, entre otros el decano Hafenreffer y su hija Helena, a la que hacía la corte. No hizo falta que le contase aquello al exiliado de Graz para que éste pusiese fin a su pasión de juventud. No era necesario: Johann había comprendido desde hacía tiempo que las hijas del decano estaban hechas para los Maestlin y no para los Kepler. A los Kepler les estaban reservadas las mancebas de burdel y las campesinas.

El sultán Murad murió a principios de año y su sucesor, Mehmet, lanzó, para inaugurar su reinado, una ofensiva que asoló Austria, desde las murallas de Viena hasta las de Neustadt. El invierno fue excepcionalmente riguroso y largo. La gente moría de frío. Las narices de los que se sonaban se desprendían como témpanos de hielo. A principios de mayo, el suelo todavía estaba helado. Amenazaba la hambruna y en algunos pueblos de Estiria los campesinos se sublevaron. Fueron masacrados.

En Graz, se volvieron a leer con admiración las efemérides redactadas por el nuevo profesor de matemáticas. Entonces se le pidieron horóscopos personales. Kepler en un primer momento se negó. Luego, después de reflexionarlo, decidió transformar en dinero contante lo que él llamaba «engaños». En efecto, necesitaba ahorrar, constituir un pequeño peculio que le permitiese, en Tubinga o en cualquier otra universidad, pasar los últimos grados que le faltaban para acceder al doctorado en teología. Y, sobre todo, huir de Graz, aquella prisión que ni siquiera era de oro. Puesto que, como un ave marina que presiente la tormenta, veía que el advenimiento de Fernando de Habsburgo al archiducado de Austria inauguraría una era de persecuciones para él y sus correligionarios. Después de aquel largo invierno de melancolía, en el que había festejado su vigesimocuarto aniversario en soledad, su espíritu volvió a despertarse, absorbiéndolo todo, como una esponja el líquido.