Capítulo 35

Veinte días de marcha le separaban de Graz. Sucedía esto a mediados de una bonita primavera, tenía veintitrés años, la naturaleza era hermosa. Ciertamente, era de complexión frágil, pero en fin, esa larga excursión no era una nueva subida al Gólgota. A decir verdad, a Kepler no le gustaban los viajes. Había demasiados nómadas en su familia, el más reciente era su joven hermano Heinrich: al enterarse del nombramiento de Johann como profesor en Graz, había abandonado la posada de Leonberg para alistarse como tambor en el ejército húngaro, exactamente de la misma manera en que había desaparecido el padre de ambos en cuanto el mayor había obtenido el diploma de bachiller. No, a Kepler no le gustaban los viajes, y las bellezas de la naturaleza salvaje le dejaban indiferente. Con frecuencia, el caminar invita a la ensoñación. No en el caso de Johann Kepler. Una piedra en el calzado, una mosca que zumba en la oreja, una irritación de ortiga, una mancha de barro en la ropa podían alterar sus nervios y provocarle terribles accesos de fiebre.

Por fin, al término de una larga cuesta, el camino desembocó en un puerto sobre el que se levantaba una pequeña casa de aduaneros. Abajo, en el valle, la ciudad de Graz agrupaba sus tejados de tejas y sus campanarios en torno al montículo poblado de hierba donde se levantaba su castillo. Agotado, Johann se lanzó en una zanja, se abrazó a su saco y se quedó dormido.

Delante de la puerta de la casita, el aduanero le observaba. Sin embargo, no se atrevió a interpelar a aquel hombre vestido completamente de negro, con barba puntiaguda de clérigo. Cayó la noche. El viajero no se movía, era como si estuviera muerto. Inquieto, el aduanero se acercó. El demacrado rostro de Kepler estaba bañado en sudor, a pesar del frío nocturno que le hacía castañetear los dientes. El aduanero lo levantó y se lo echó sobre el hombro, como un fardo. ¿Era un cura, era un pastor? Imposible saberlo. Entonces, por piedad tanto como por prudencia, pidió a su esposa que preparase la habitación de matrimonio. Ellos se las arreglarían en la sala común. La mujer le hizo beber un cuenco de sopa, que el enfermo vomitó al instante sobre la colcha.

Al siguiente día, la fiebre había disminuido ligeramente, pero Johann era incapaz de mantenerse de pie. Dio a conocer su identidad. Al oír su título de profesor, el aduanero se descubrió y le explicó, turbado, que había sido educado en la religión reformada, pero que, para obtener aquel puesto de funcionario, había tenido que convertirse. Luego propuso que su esposa, que tenía que bajar a la ciudad a buscar provisiones, le llevase en la carreta. Cuando el director lo vio bajar del vehículo, sostenido por aquella buena mujer, se dijo a sí mismo que tendría que escribir de nuevo a Maestlin, para pedirle otro profesor de matemáticas.

Al cabo de tres días, y a pesar de los cuidados del único médico de Graz, Kepler estaba de pie. El director del Paradies, la escuela protestante de Graz, Gilberth Peterslein, que se hacía llamar Gilbertus Perrinus a la moda latina, era un hombre afable y que mostraba una gran deferencia para con su nuevo administrado. Aparentemente, Maestlin y Kraus habían preparado bien el terreno. Perrinus le hizo visitar la escuela, excusándose a menudo por la modestia de su establecimiento. Kepler se sentía interiormente irritado por el respeto que el otro le manifestaba. Y él no sabía mentir. De camino a Graz, se había imaginado el Paradies bajo el aspecto del majestuoso seminario de Maulbronn, el único que él conocía, que dominaba la comarca desde lo alto de su montículo, del mismo modo que el saber debe dominar sobre la ignorancia. Le fue imposible ocultar su decepción cuando penetró en aquel patio enlosado que rodeaba un cuadrilátero gris de una sola planta.

—¿Ah? ¿Sólo es esto?

Y se mordió los labios al ver que los ojos de Perrinus se inundaban de lágrimas.

A esta construcción se adosaban, de un lado, un templo austero, que tenía más bien el aspecto de un depósito, del otro, una serie de pequeñas casas: las viviendas de los profesores. Perrinus le hizo visitar la que le había sido destinada: una sala común en la planta baja, dos habitaciones en el piso superior, y el desván. Por primera vez en su vida Kepler tenía una vivienda para él solo, pero aquello le asustó: acababa de caerse del nido de Tubinga. Su mentor le informó de que una mujer de faenas de la escuela vendría todos los días para arreglarle la casa y prepararle la cena. Casi rechazó el ofrecimiento: nunca nadie le había servido, y él sabía muy bien zurcirse la muceta, coserse un botón o almidonarse los cuellos. Aquella comodidad súbita le daba miedo.

A sus veintitrés años, Kepler había obtenido el título de mathematicus de los Estados de Estiria sin ni siquiera haber cruzado las murallas de Graz y sin haber tenido que hacer la más mínima gestión. Sólo le quedaba comparecer ante la dieta, para que ésta le confirmase oficialmente sus funciones.

Antes de presentarse ante ella, se informó extensamente con el director Perrinus y el pastor, que también fungía de profesor de teología, sobre la composición de dicha asamblea. Si había que creerles, toda la nobleza estiriana era reformada, incluso el consejero áulico designado por el emperador Rodolfo II, el barón Johann Friedrich Hoffman. En cambio, tendría que desconfiar del gobernador de los Estados de Estiria, el barón Von Herberstein, que, sin embargo, era de familia luterana, pero que había tenido que hacer prueba de gran habilidad para obtener el cargo de Landeshauptmann, dotando generosamente a la facultad católica de Graz. En cualquier caso, estaban seguros de que no habría representantes de los papistas. Tal vez uno de sus espías.

Informado por Martin Kraus, Kepler encontró ridículos aquellos miedos y advertencias. A los barones de Estiria les preocupaban un comino los asuntos de su provincia, a fortiori el nuevo profesor de matemáticas de la escuela reformada. A excepción sin duda del gobernador, cuyo único deseo sería regresar lo antes posible a Praga, a la fastuosa corte del emperador Rodolfo. Cuanto más lejos estaban de las tormentas religiosas que amenazaban el cielo de Graz, mejor se sentían.

Era la primera vez que Kepler se hallaría en presencia de príncipes. Consciente de su propio valor, no estaba en absoluto asustado, únicamente sentía curiosidad por saber si aquellos altos personajes estaban hechos como el resto de la humanidad. Tuvo que esperar largo rato en el vestíbulo del ayuntamiento, bajo los estucos y los dorados de las columnatas, junto a otros ciudadanos de Graz desplazados hasta allí para presentar alguna solicitud. Delante de él había una gran estatua polícroma de María Magdalena, que parecía reservar para él su éxtasis. Era evidente que el escultor no había tenido por su tema y su modelo más que piadosos pensamientos. Aquello alegró al joven reformado y le animó un poco, sobre todo cuando por delante de él pasó la sotana negra de un jesuita. Finalmente, un ujier vino a buscarle. Antes de introducirle en la sala de audiencias, chilló:

—¡Profesor Johann Kepler, mathematicus de los Estados de Estiria!

Firmemente decidido a divertirse, al mismo tiempo que a observar, Kepler juzgó que aquel anuncio era un poco prematuro. De lo contrario, ¿qué iba a hacer allí? En alguna parte de su interior abrigaba la secreta esperanza de que le devolviesen a Tubinga. Detrás de una mesa rectangular estaban sentados cuatro gentileshombres y un sacerdote, el padre superior de los jesuitas de Graz. El ujier le señaló un taburete colocado a la izquierda, bajo el estrado. Kepler habría creído que aún estaba en Tubinga, durante uno de aquellos innumerables exámenes orales por los que había tenido que pasar si, en lugar de un tribunal todo vestido de negro, no hubiese habido esos señores llenos de plumas y bandas, a excepción de una silueta gris, al fondo de todo: el pastor de Graz.

El barón Sigismund Herbert von Herberstein, gobernador de la provincia de Estiria, un hombre cuya gordura volvía simpático, dijo en alemán:

—¿Queréis tomar asiento, señor profesor Kepler y, para conocernos mejor, hacernos un autorretrato en pocas palabras?

Bajo su bonete cuadrado, con su barba en punta, que finalmente había decidido dejarse crecer, vestido con su toga negra y roja, adornada de armiño, Johann tenía un aspecto lleno de dignidad. Había pasado parte de la noche retocando las ropas de su predecesor, descubiertas en el único armario de su vivienda. Las suyas estaban muy gastadas, y eran las principales víctimas de los veinte días de marcha. En cambio, para enmascarar las manos deformadas, llevaba puestos sus guantes viejos. Respondió forzando su acento wurtemburgués y utilizando una expresión vernácula:

—Si lo permitís, señores, debido a mi incorregible dialecto, hablaré en latín. Naturalmente estoy dispuesto a traducir determinados giros delicados para aquellos que, entre vos, no dominéis perfectamente la lengua de Cicerón.

Y lanzó sobre el jesuita una mirada tan burlona como injusta.

Optime —respondió el gobernador.

El latín evitaba que Kepler diese a aquellos señores tratamientos no adecuados, usando simplemente el cómodo superlativo. Un -issimus por aquí y por allá, y la cosa estaba resuelta. Entonces, como le había pedido el gobernador, contó sin ornamentos su carrera. Las dos posadas, la interrupción de sus estudios primarios durante tres años, el abandono del padre, la beca salvadora… Puso en ello una cierta complacencia, aunque moderándola con algunos trazos burlones sobre las costumbres y las supersticiones de los campesinos de su provincia natal. Al insistir en la miseria de su infancia y la falta de dinero del becario, elogiaba sutilmente la enseñanza reformada por Melanchton, al mismo tiempo que criticaba la de los jesuitas. En efecto, tras el concilio de Trento, la Iglesia católica había visto en la educación un arma eficaz contra el protestantismo y había enviado falanges de jesuitas al combate. Pero la orden de San Ignacio pronto había relegado a un segundo plano su primera vocación evangelizadora para consagrarse a una educación de jóvenes muy selectiva: se trataba de enseñar a leer y escribir a los curas y los monjes, pero sobre todo a los ricos, a condición de que fuesen de buena cuna.

El dignatario papista, al que iba dirigida la alusión, ni se inmutó. Guardando, sin embargo, una cierta prudencia, Kepler se abstuvo de hablar de su vocación contrariada de teólogo.

Cuando hubo acabado, expresando su reconocimiento eterno por el prestigioso título de mathematicus de los Estados de Estiria, el gobernador se volvió hacia su vecino de la derecha, el barón Hoffman:

—Señor consejero áulico, ¿nos haréis la gracia de darnos el parecer imperial?

El representante del emperador sonrió sutilmente ante la formulación de la pregunta. Aunque Hoffman era más fino de rasgos que Herberstein, ambos barones tenían un aire de familia.

—El buen Maestlin no ha mentido —dijo en un excelente latín—. Su protegido, a pesar de su juventud, es un hombre notable.

Kepler hizo un ademán de sorpresa, que Hoffman percibió, puesto que precisó:

—Hace mucho que conozco al profesor Maestlin, desde mis estudios en Padua. Allí pronunció tres audaces conferencias sobre la movilidad de la Tierra, la cual, según la hipótesis de aquel canónigo polaco, cuyo nombre no recuerdo, gira sobre su eje y alrededor del Sol…

—Copérnico —intervino por primera vez el jesuita—. He apreciado sobre todo, en sus Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes, la bella dedicatoria a Su Santidad, el papa Pablo III. Quien, a diferencia de otros, loaba mucho su sistema.

La alusión a la condena de Copérnico por parte de Lutero y Melanchton era clara. No había que dejarse arrastrar hacia ese terreno resbaladizo. Kepler lanzó una mirada en busca de ayuda al consejero áulico, que en aquel momento le parecía su aliado. Pero a éste no le hizo falta, puesto que ardía en deseos de demostrar sus conocimientos delante de aquel joven delgado.

—Sin embargo, esa teoría desde hace poco es contestada. Comenzando por mi maestro Ursus, que ahora es matemático y astrólogo de Su Majestad el emperador Rodolfo, y que me enseñó filosofía natural. Ha elaborado su propia cosmogonía, bastante original, a fe mía, pero sostiene que Tycho Brahe se la habría robado. Para saber la verdad me desplacé a la isla del danés, en la ciudad de Urania, pero el hombre de la nariz de oro afirma lo contrario. ¡Quién sabe! En cambio, en Praga, mi propio astrólogo, Valentinus Otho, discípulo de Rheticus, él mismo discípulo de nuestro canónigo polaco, también aboga por un Sol fijo y una Tierra móvil.

Si el consejero áulico creía que iba a deslumbrar a Kepler, se equivocaba. En aquella avalancha de grandes nombres de la astronomía, el joven profesor sólo tenía estimación por Valentinus Otho, muy inferior a Maestlin. No era el único que se sentía exasperado por la pedantería llena de suficiencia de Hoffman, puesto que el gobernador intervino, bonachón:

—Ignoraba, querido primo, que os postulaseis a la cátedra de mathematicus.

—Querido primo, me gustaría tanto como a vos ser coronado de laureles de oro en los juegos florales de Cracovia.

Era público y notorio que Herberstein pretendía dominar la poesía elegiaca. El superior de los jesuitas tosió, tal vez para ahogar la risa, y dijo:

—Debo recordaros, señor Kepler, que vuestro cargo no consiste solamente enseñar en la escuela. Tenéis que remitir a los Estados, a finales de octubre de cada año, efemérides y calendario del año siguiente.

La trampa era demasiado evidente. Kepler esperaba contar con el apoyo de Hoffman, al que sabía luterano, y con la neutralidad del gobernador, una buena parte de cuyos administrados también lo eran. Por consiguiente, eligió dar largas al asunto:

—Tengo poca experiencia en la elaboración de esas tablas, y el arte de prever el porvenir en los astros exige una madurez que aún no poseo.

—No os subestiméis —intervino entonces el consejero áulico—. Maestlin me ha afirmado que erais experto en la materia.

Interiormente Kepler maldijo a su maestro por haberle metido en aquel avispero. Ya que ahora estaba seguro: era Maestlin quien le había empujado al exilio, por celos. Sin embargo, Hoffman continuó.

—Aun cuando no os intereséis por esas bajas contingencias, la redacción de esas efemérides puede aportaros algo como doscientos cincuenta florines…

—Ciento veinticinco —corrigió el gobernador—. ¿Queréis arruinar a la provincia, querido primo?

—Eso no tiene importancia…

«¡Eso no tiene importancia para el barón Hoffman —pensó Kepler—, pero sí para mí!».

—Eso no tiene importancia, licenciado Kepler, ya que, si esas efemérides satisfacen a vuestros lectores, conozco a algunas altas personalidades de la provincia que os pagarán generosamente por su horóscopo. ¿No es cierto, querido primo? Por desgracia, no tendréis mi clientela. Estoy plenamente satisfecho con los servicios de mi buen Valentinus Otho, en Praga.

—Pero, para establecer las efemérides, tendré que consultar las tablas astronómicas elaboradas por los antiguos, aunque sólo sea para prever las fases de la Luna. Sin embargo, la biblioteca de la escuela Paradies carece de la más pequeña obra de astronomía.

—La de la universidad está a vuestra entera disposición —intervino el jesuita—, así como la mía, que no está mal dotada.

—La mía igualmente —dijo el gobernador—. Siempre seréis bienvenido en el castillo.

—Por desgracia, la mía está en Praaaga —suspiró Hoffman—, pero si me pedís una determinada obra, os la haré llegar.

«Este pedante se llena la boca con su Praaaga —pensó Kepler—. Que se vuelva allí y que nos deje en paz».

—Lo único que puedo hacer es aceptar —dijo, poniendo cara de resignación—. Así pues, redactaré la efemérides para los listados de Estiria, pero no sé si quedaréis satisfechos.

Hubo un silencio. El jesuita examinó intensamente al joven matemático, de los pies a la cabeza. Kepler sostuvo su mirada con un aire falsamente cándido. La juventud posee también ciertas ventajas. Sabía que el momento había llegado. El eclesiástico desvió la mirada, se frotó las manos y finalmente susurró:

—Nadie aquí duda de que estaréis a la altura de la tarea. Pero… ¿de acuerdo con qué calendario estableceréis vuestras tablas? ¿De acuerdo con el instaurado en toda la cristiandad por Su Santidad Gregorio XIII, hace ahora doce años, o por el que se remonta a Julio César, al paganismo, y que todavía se emplea, me han dicho, en vuestras… eh… regiones?

—De acuerdo con los dos, claro está.

—¿Los dos? —exclamó el jesuita—. Pero ¡eso os exigirá un trabajo enorme!

—¿Un trabajo? ¡Ciertamente no! Los calculadores son personas muy extrañas. Para mí será como un juego de niños.

Kepler había llevado demasiado lejos la comedia del joven ingenuo, puesto que el eclesiástico se sintió contrariado.

—¡Las conmemoraciones de la Pasión de Cristo no tienen nada de juego, señor mío! ¿Pensáis hacer figurar el nombre de los santos en el día establecido por Roma?

—Según el nuevo calendario, ciertamente. ¿Sabíais que, incluso en nuestras… eh… regiones, el pueblo llano continúa designando así los días de la semana? Eso sirve para sabrosos refranes sobre la lluvia, el tiempo bueno y las cosechas, que a veces valen más que las predicciones astrológicas más eruditas.

—Pues dicho está —zanjó el gobernador—. Habrá dos juegos de efemérides. Eso dará trabajo a nuestra imprenta y llenará las arcas de nuestra provincia. Bienvenido entre nosotros, señor Kepler.

«Ite missa est», suspiró interiormente Kepler, que consideraba que había salido bastante bien parado de aquel mal trago. El gobernador, el consejero áulico y el padre jesuita, un bávaro llamado Hohenburg, le felicitaron. Siguió una cortés conversación, y Kepler constató que Hoffman no era tan tonto como parecía. Hohenburg le invitó a visitar su biblioteca y su «modesto observatorio». Kepler declinó la oferta, afirmando que ese día tenía otras obligaciones. Y señaló al pastor, al fondo de la sala.

El pastor Schubert, que también ejercía de profesor de teología en el Paradies, era un hombre de maneras afables. A Johann le había parecido un espíritu abierto. Kepler quería mostrarse deliberadamente a su lado delante de los tres personajes más conspicuos de Estiria, a fin de indicar en qué dirección iban sus convicciones religiosas. A pesar de la diferencia de edad, lo cogió familiarmente por el brazo, y los dos hombres salieron del ayuntamiento. Schubert no habló de la audiencia durante el breve recorrido que separaba el edificio consistorial de la hermosa casa que pertenecía a su familia desde hacía muchas generaciones. Después de un almuerzo frugal, en común con su silenciosa esposa y sus nueve hijos, el pastor le invitó a pasar a su gabinete de trabajo. Cerró cuidadosamente la puerta detrás de sí, retiró tres gruesos in quarto de una balda de su biblioteca y, con aires de conspirador, sacó una botella de un color gris opaco y dos vasitos.

—Mi mujer… ¿Comprendéis? Probad, este Strohrum es una maravilla.

Llenó los dos vasos con un líquido transparente y de un solo trago vació el suyo. Para plegarse a esta costumbre local, Kepler le imitó. Un carbón encendido le desgarró la garganta. Fue sacudido por una tos irreprimible. El buen pastor le dijo:

—Os acostumbraréis. En los primeros tiempos os aconsejo mezclar el Strohrum con cerveza o, mejor aún, con vino blanco dulce del año. ¿Un poquito más?

Luego, mientras Kepler se secaba las lágrimas, cambió bruscamente de tema.

—¿Sabéis por qué vuestro predecesor, nuestro llorado Stadius, jamás fue nombrado mathematicus de los Estados de Estiria? Porque se negó, valientemente, a realizar sus efemérides de acuerdo con el calendario papista.

«Valor o fanatismo», se preguntó Kepler carraspeando. Él también estaba dispuesto a morir por su fe, pero era necesario que fuese por una causa justa. Y la elección entre el calendario gregoriano y el juliano era algo muy discutible y dudoso, como comenzó a explicar a ese buen Schubert.

Desde hacía más de un siglo, filósofos, matemáticos y teólogos sentían la urgente necesidad de reformar un calendario que funcionaba desde Julio César, y sobre el que, durante aquel milenio y medio, los desfases se habían ido acumulando hasta el absurdo: los calendarios se volvían locos, y llegaría el día en que se celebraría la Navidad en el balcón y la Pascua junto a la chimenea… Sin embargo, gracias a las observaciones y los cálculos de los modernos astrónomos, y de Copérnico en particular, se había medido con la mayor de las precisiones el tiempo que tardaba la Tierra en completar su periplo alrededor del Sol o, más bien, según la opinión más extendida en la época, el tiempo que tardaba el Sol en girar alrededor de la Tierra, tiempo llamado año trópico.

Aprovechando el largo concilio de Trento, en el que la Iglesia católica preparaba nuevas armas contra los reformados, algunos cardenales, más atrevidos que otros, decidieron que un areópago de astrónomos jesuitas elaborase un nuevo calendario más conforme con la marcha del cielo, el ciclo de las estaciones y la liturgia. Una vez realizado este trabajo, sólo faltaba aplicarlo y eso estaba lejos de ser lo más simple. En efecto, para ello era necesario suprimir pura y simplemente diez días del espacio de un año. Todos los astrólogos, adivinos y otros charlatanes de la cristiandad dieron su dictamen sobre el año que sería más favorable para dicha mutilación. El papa acabó optando por 1582, y decretó que se pasase directamente del 4 al 15 de octubre. Aquella revolución sólo alteró el vencimiento de las letras de cambio, para gran alegría de los acreedores y gran perjuicio de los deudores. Los países católicos lo adoptaron casi inmediatamente, de suerte que desde los indígenas de las Filipinas a los tupinambas del Brasil, los salvajes de las dos Indias festejaron la Navidad con diez días de anticipación, lo que, sin duda, a ellos no les alteró sobremanera.

En cambio, en los países reformados, hubo divisiones. Más que ninguno de sus predecesores, Gregorio XIII era el Anticristo. Para los teólogos luteranos, todo lo que venía de Roma únicamente podía ser malo, tan malo como sus batallones de jesuitas, a los que seguían las hogueras de la Inquisición. En cambio, filósofos, matemáticos, médicos y astrónomos, que habían visto en la Reforma un gran soplo de libertad y razón, que les permitiría trabajar en la búsqueda de la verdad, lejos de las supersticiones de los papistas y sin estar bajo la amenaza del calabozo, como aquel desventurado Giordano Bruno, consideraron que el nuevo calendario era una construcción llena de sentido común. Tycho Brahe había defendido su causa ante la academia de Dinamarca, en presencia del rey Cristián y sus consejeros. Uno de ellos, Manderup Parsberg, el cortador de narices, le había espetado:

—Es mejor equivocarse con el Sol que tener razón con el papa.

A lo que Tycho había respondido:

—¡Imbécil!

Lo que no ha impedido que Dinamarca viva aún, en la actualidad, casi un siglo después, al ritmo cojo del calendario juliano, al igual que la blanca Albión.

En Tubinga, cuando le pidieron a Maestlin que se pronunciase sobre el tema, el prudente profesor hizo como tenía por costumbre: mostrar indiferencia, a la espera de que pasase la tormenta. Naturalmente, Kepler se había interesado en el tema, como, por lo demás, en todos. Ocho años después de la promulgación de este nuevo corte del tiempo por parte del papa, mientras acababa de ser promovido a licenciado y todo el mundo en Europa se acomodaba bastante bien a los dos calendarios, Kepler se pronunciaba por doquier en voz alta y clara en favor del gregoriano. Con su contestación del siervo arbitrio luterano y su defensa vehemente del heliocentrismo, se comprende mejor por qué, ante el senado de la universidad de Tubinga, no estaba en olor de santidad.

—Sí, este calendario es mejor que el nuestro. ¡Adoptémoslo! —concluyó, en el gabinete de trabajo del pastor de Graz—. ¿Se destruirán las invenciones de Cardano con el pretexto de que era papista, y las de Arquímedes porque era pagano? ¡El Anticristo no es el papa; el Anticristo, os lo digo, Schubert, es la universal estupidez del ser humano!

—En efecto, en efecto —aprobó el pastor, que no había comprendido nada de su demostración—. ¿Os tomaríais, hermano mío, otro traguito de Strohrum?