Tras la agitada Navidad de sus veintiún años, Johann había abandonado la veleidad de convertirse en el jefe de la familia Kepler. Liberado de este fardo y de su virginidad, había decidido tomar en sus manos lo que él denominaba su «camino de vida». Su estancia en Weil le había hecho comprender que no estaba hecho para la actividad pastoral. Así pues, tomó la decisión de consagrarse por entero a su doctorado en teología, a fin de poder dedicarse algún día a la enseñanza, de modo preferente en Tubinga. Pero en más de una ocasión tuvo un encontronazo con el doctor Spangenberg, su profesor en dicha materia, que enseñaba en sustitución de Lukas Osiander, todavía vivo, pero ya no enteramente dueño de su cabeza.
La primera disputa fue la más virulenta, pues tenía que ver con el verdadero autor del prefacio de Sobre las revoluciones de Copérnico, texto que relegaba el heliocentrismo a una simple hipótesis, un método de cálculo práctico y nada más. En su momento, Maestlin había descubierto que aquel prefacio no había salido de la pluma del «maestro de los maestros», como a él le gustaba llamarlo, sino del padre del viejo profesor de teología, el difunto Andreas Osiander de Núremberg, venenoso adversario de Melanchton, de Calvino y de cualquiera que le pareciese menos luterano que él.
Maestlin no tuvo necesidad alguna de incitar a Kepler a que partiese a la batalla. Puesto que Osiander de Tubinga estaba tan sordo como chocho, Kepler habría considerado una cobardía atacarle. Así pues, prefirió emprenderla con su discípulo favorito, Spangenberg, que era muy ignorante en cuestiones de astronomía y que jamás había oído hablar de Copérnico. Kepler quiso convertirlo al heliocentrismo. No consiguió otra cosa que ganarse un enemigo, uno más y no de los menores, puesto que aquel hombre presidiría el tribunal en el que él defendería de su tesis.
Las cosas se envenenaron. Spangenberg rechazó sistemáticamente los temas de disertación que le propuso Kepler. Pero hay que decir que éstos únicamente abordaban cuestiones candentes, incluyendo incluso una relectura de los escritos bíblicos a partir de una visión heliocéntrica del mundo. El profesor de teología se quejó, a quien quiso escucharle, de tener que enfrentarse con un heresiarca, protegido por profesores tan heterodoxos como él. Como Spangenberg comenzaba a tener un peso notable en las decisiones del senado de la universidad, el decano Hafenreffer llegó a inquietarse hasta por su propio puesto. Había que deshacerse del molesto Kepler. Pero no al precio de una injusticia. Retirarle la beca, echarle brutalmente y olvidarle habría significado ponerse a la altura de los papistas. Melanchton había protegido a Rheticus, a pesar de las acusaciones de sodomía y de heliocentrismo que recaían sobre él. Hafenreffer no podía hacer menos por el cachorro, sobre el que, después de todo, no pesaban más que sospechas de erasmismo.
Él, Kraus y Maestlin hablaban a menudo de su caso, como en aquel día de finales de enero de 1594, en la mesa de los profesores, que se alzaba sobre un estrado que dominaba el refectorio.
—Señor decano, quizá tenga una solución para nuestro Kepler —dijo Maestlin a Hafenreffer—. Uno de mis antiguos alumnos, un idiota es verdad, es ahora el director de la escuela reformada de Graz. Me ha escrito para decirme que el puesto de profesor de matemáticas acaba de quedar libre.
—¿Graz, en Retia? ¡Pero si es la guarida de los jesuitas! ¿Queréis enviar a Kepler a la hoguera?
Martin Kraus, en calidad de antiguo diplomático que continuaba estando al corriente de la política del Sacro Imperio Romano Germánico, intervino:
—Retia, como, por lo demás, toda Austria, efectivamente ha sido adjudicada a los católicos por la paz de Augsburgo. Pero la mayoría de la nobleza y la burguesía se había adherido a la Reforma. En consecuencia, era difícil pedirles que se marchasen a otra parte, puesto que se corría el riesgo de que el país se quedase sin savia. Así pues, en Graz reina una cohabitación sin excesivos enfrentamientos.
—Y, además —añadió Maestlin—, para alguien que afirma tener una ardiente vocación pastoral, es ideal. En Graz, nuestro joven amigo encontrará con que satisfacer su llamada. ¡Qué de almas perdidas por convertir!
—Encuentro vuestro cinismo un poco desagradable —comentó el decano—. Espero que anunciéis con mayor delicadeza el nombramiento a vuestro protegido… Puesto que os encargo de ello, lo mismo que del papeleo relativo a su traslado.
Maestlin no podía discutir aquella orden de su decano. Pero fue con un nudo en la garganta como citó a su discípulo copernicano, casi un amigo, en su aposento de la universidad. Le quería. También le tenía envidia, por sus prodigiosas aptitudes para comprenderlo todo, para retenerlo todo antes de cuestionarlo todo, incluyéndose a sí mismo, incluyendo a sus maestros, incluyendo al dios de ambos: Copérnico. Le envidiaba también, y tenía miedo de ello, por su valor para defender sus ideas hasta con los puños, hasta arriesgar su carrera. Y la de los demás.
Pero para Kepler, Maestlin no era un amigo. Era su padre. Era el hombre que le había hecho nacer al saber, al conocimiento. De modo que, cuando el otro intentaba confraternizar con él, comportarse como un igual, haciendo bromas dignas de un bachiller, se mostraba inflexible y adoptaba la actitud deferente del discípulo, a fin de recordarle a Maestlin sus deberes. De él no quería la complicidad, sino la autoridad.
A pesar de esto, fue con un tono de falsa alegría y de buena camaradería que Maestlin anunció a Johann que apoyaría su candidatura a la cátedra de mathematicus de la provincia de Estiria. Tal era el título oficial, bien sonoro, de lo que no era más que una cuarentena, un lazareto.
—Ah, te envidio, querido. Viajar, ver mundo, descubrir pueblos y costumbres nuevos. Desde mi estancia en Italia, hace ya veinte años de ello, no me he movido de Tubinga. Aquí me estoy quedando seco e insensible. No es culpa mía que tenga ganas de viajar.
¡Comparar Graz con Padua! Kepler tuvo que hacer un esfuerzo para no echarle su vaso de schnaps a la cara. Estaba como atontado, como aturdido. Acabó balbuceando:
—¿Puedo negarme?
—¿Estás loco? ¡Una ocasión semejante no se presenta dos veces en la vida! ¡A los veintitrés años, profesor de matemáticas! Yo, a tu edad…
—A mi edad, como tú dices, exponías en Padua ante el dogo de Venecia la teoría heliocéntrica. Me lo has contado muchas veces. ¿Puedo negarme?
—Claro que sí, pero entonces… ¡Adiós a la beca! Tu gran amigo Spangenberg tiene muchas relaciones en el senado de Stuttgart.
—Puedo encontrar un empleo en la facultad. Por ejemplo, como jefe de estudios o vigilante de los primeros años…
—¿Ah, sí? Ya te veo, en efecto, dedicando tu tiempo a las batallas de migas de pan en el refectorio. Todo por un salario de miseria. Y acabar como ese pobre Bauer. Sin embargo, él, en su momento, fue uno de mis alumnos más brillantes. Ahora es jefe de estudios, y está amargado y avejentado antes de tiempo.
—En Estiria, ¿cuál será mi salario?
Confundido, Maestlin lanzó un mirada a la carta que le habían enviado de Graz. Durante toda su vida no había conocido más preocupaciones monetarias que las de un bachiller de viaje al que la pensión enviada por su familia no acaba de llegar. Con posterioridad, había dejado el cuidado de la administración de su casa a su gobernanta. En consecuencia, cuando había acordado la suma, no había previsto esta reacción del becario, hijo de un miserable posadero.
—Ciento veinte florines al año. Al tipo de cambio…
—¡Mierda! Diez florines al mes, dos florines treinta a la semana. En comparación, Creso era un pordiosero.
¿Bromeaba? Nunca se sabía con ese diantre de hombre. Maestlin prefirió creer que la suma dejaba satisfecho a Kepler.
—No está mal, en efecto. Sobre todo para un soltero, cuyo alojamiento, limpieza y alimentación correrán a cargo de la escuela, en una tierra en la que la vida no debe de ser excesivamente cara.
—Sin duda debería echarme a tus pies e inundar tus manos de lágrimas de reconocimiento, querido Mecenas. Por desgracia, unas fiebres reumáticas, muy dolorosas, me tienen clavado en el sillón. Estoy como paralizado.
Así pues, estaba ironizando. Maestlin soltó una risa forzada para mostrar que apreciaba la ocurrencia. Luego volvió a ponerse serio.
—Allí serás libre de enseñar lo que te parezca. ¿Quién será capaz de contradecirte cuando tú…?
—Cuando enseñe el heliocentrismo, ¿no es eso? En una sala vacía, con toda seguridad. Ya se sabe: en el país de los ciegos… Y en el país de los tuertos los miopes como yo son emperadores. Pero yo no soy matemático, soy teólogo. Un año más y seré doctor.
—¡Al final llegas a cansarme con tu teología! A Dios no se le busca únicamente a través del análisis de su Palabra, sino también por el estudio de su obra: la Naturaleza. ¿Cuándo acabarás por comprender que el estudio físico del universo es un camino mucho mejor para acceder a la Verdad divina que yo no sé qué logomaquia sobre un versículo del Eclesiastés?
Había dado en el blanco. «Un camino mucho mejor…». Johann tuvo como una revelación. Él, que conocía a Aristóteles casi de memoria, no había pensado que la física es madre de la metafísica, y no a la inversa. Su espíritu se puso a vagabundear, bajo la mirada de un Maestlin que conocía lo suficientemente bien a su discípulo como para no interrumpirlo en su meditación. Finalmente Kepler pareció volver en sí.
—Si lo he comprendido bien, no tengo elección. O el exilio o la posada. Exilio.
—¡El exilio! Estás exagerando. Graz es una hermosa ciudad. En materia de enseñanza, todo está por hacer. Y además, en la tierra hay más sitios que Tubinga.
Maestlin se equivocaba: para Kepler, Tubinga era el Alma Mater, la madre nutricia de cuyo seno no tenía deseo alguno de apartarse. Sin embargo, tuvo que hacerlo cuando, el 5 de marzo de 1594, el gran duque de Wúrtemberg le comunicó que le concedía su autorización. En otras palabras, ya no era becario. Hasta el último momento había esperado un cambio de opinión del senado de la universidad, pero nada sucedió. Para conjurar la suerte, había actuado como si jamás tuviese que marcharse. Peor aún, había gastado sus pocos ahorros en el juego, la taberna y el burdel. De modo que, a la hora de cerrar las maletas, apenas tenía con qué emprender el largo viaje hasta Graz. Y su inmenso orgullo de pobre le prohibía pedir prestado la más pequeña suma a nadie, ni siquiera a Maestlin. Era algo pueril, pero desde hacía doce años, desde su entrada en la universidad, había vivido entre aquellos algodones blandos, sin otra preocupación que los tormentos de la adolescencia, de la que aún no había acabado de salir. Durante todo aquel tiempo, que se había escurrido como la arena entre los dedos, se había estado lamiendo las heridas de la infancia, como un cachorro maltratado, criatura con la que gustaba compararse.