—Querido Michael, ¿sabes cómo se dice en la cábala «entrar en religión»?
—Te confieso, Martin, que mis estudios hebraicos se encuentran ya muy lejos. Habría sido el mejor de tus alumnos, si hubiese sido tan afortunado como para tenerte como profesor.
—Pues bien, se dice: «ir a la respuesta». Y salir de religión: «ir a la pregunta».
—A fe mía que es hermoso, pero ¿qué tiene que ver eso con nuestro Kepler?
Michael Maestlin y Martin Kraus habían plantado sus taburetes en una pequeña playa, oculta tras un bosquecillo, río arriba de Tubinga, y lanzado sus cañas de pescar en el agua pura del Neckar. No era que al profesor de matemáticas y al de lenguas orientales le hubiese entrado una inmoderada afición por la pesca de la trucha, pero aquel pasatiempo inocente era el único medio que habían encontrado para conversar con entera libertad, al abrigo de los oídos indiscretos. En efecto, desde hacía un tiempo, la sospecha de disidencia dogmática rondaba cada vez con mayor fuerza por los pasillos de la universidad, al igual que, por otra parte, por toda la Alemania luterana. Los filósofos, como Maestlin y Kraus, creían que, frente a la gran ofensiva promovida por los católicos desde el concilio de Trento, era necesario flexibilizar la doctrina. Pero en lugar de unirse contra los jesuitas, los guardianes del templo reformado se mostraban inflexibles con sus propios partidarios, con aquellos que les llamaban a la moderación.
—Kepler se obstina en obtener su doctorado en teología —explicó Kraus—. Quiere entrar en religión, «ir a la respuesta». Ahora bien, cuanto más se extiende y desarrolla su saber, tanto más su espíritu insaciable se llena de interrogantes. Cuando trabajamos sobre este o aquel texto, él sale al galope, se desboca como un caballo fogoso, llevando muy lejos la interpretación. Yo intento hacerle volver al paso, a la gramática, a la traducción literal. De golpe, aprovecha cualquier ocasión para tomar atajos, haciendo malabarismos con los nombres y los números. ¡Me da clases a mí, que podría ser su abuelo! Es muy exasperante.
—¡A quién se lo vienes a contar! —replicó Maestlin—. Se le ha metido en la cabeza denunciar todos los errores y aproximaciones de las tablas pruténicas. Helo ahí, acusando a Copérnico y a Rheticus de haber cometido esos errores de manera deliberada, de ser unos tramposos. No es que cuestione el heliocentrismo, el bribón, pero no transige con la realidad. Y cuando yo intento justificar algunas manipulaciones por el deseo de salvar las apariencias, me planta cara, querido amigo. Sí, a mí, a su maestro.
—¡Diantre de hombre! Pero no hables tan alto, vas a espantar a los peces y atraer a ciertas ratas demasiado curiosas y de grandes orejas —susurró Kraus, lanzando una mirada inquieta hacia atrás, a la maleza.
Los dos profesores se callaron, con los ojos fijos en el agua y en sus cañas, como cualquier pescador en su puesto. A sus espaldas, los pájaros volvieron a cantar.
—¡Diantre de hombre!
Se echaron a reír: habían pronunciado la exclamación al mismo tiempo. A pesar del largo silencio, sus pensamientos habían seguido el mismo derrotero, el de Johann Kepler.
—Él forma parte de esos raros momentos de nuestro apostolado —dijo Kraus— que hacen que sintamos que somos útiles en este mundo: descubrir un pura sangre en medio de una manada de asnos.
—Sí, pero qué desperdicio si el pura sangre quiere ponerse la albarda de la teología. El año pasado, por oscuras razones familiares, me dijo que abandonaba su vocación pastoral. Está en ese punto. Ahora quiere enseñar, pero teología, y en Tubinga.
—¡Es una locura! El senado jamás aceptará la candidatura de un chiflado que va por todas partes gritando que es defensor del libre arbitrio…
—Al que tú le has convertido, Martin. ¡Tú, al que sin embargo Melanchton llamaba su discípulo favorito!
Ante aquel recordatorio, Kraus hizo un gesto de incomodidad que casi ocasionó que la caña se le escapase corriente abajo.
—Sabes bien que es más complicado que eso. Mi maestro estaba muy vinculado a Erasmo. Pero si hubiese dado a conocer excesivamente sus preferencias, por fuerza habría tenido que oponerse a Lutero, lo que habría significado el fin de la Reforma. Y cuando me envió a Venecia, para que visitase al patriarca bizantino Gabriel Severo…
«¡Ay, si le dejo hablar me repetirá una vez más toda su embajada! —pensó Maestlin—. ¡Rápido, volvamos a nuestro tema!».
—Completamente de acuerdo contigo. Y nuestro Kepler no tiene tu agudo sentido de la diplomacia. Por mi parte, debería haberle recomendado una mayor prudencia en la defensa del heliocentrismo.
—Cuéntaselo a otro, Michael —replicó el orientalista, vejado por no haber podido relatar la única gran aventura de su vida—. Tú le has empujado, a riesgo de que fuese masacrado. Yo también, por otra parte, pero en menor medida. ¿Cómo resistir la tentación de dotarse de semejante heraldo de nuestras causas? Pero con los tiempos que corren hay que retirar nuestras tropas. El decano me ha dado a entender que ciertas personas, en Stuttgart, desearían que fuese desposeído de la beca. Si hicieran eso, estaríamos al descubierto. Hafenreffer tiene por mí y mi obra una gran deferencia, pero si siente que corre algún peligro, no dudará en sacrificarme.
—¿En peligro, el decano, a causa de un licenciaducho? —replicó Maestlin—. ¡Exageras!
—Baja los ojos de tus cometas, Michael Maestlin. No se trata de Kepler, se trata de política. Melanchton había querido que Tubinga estuviese más abierta a las artes liberales y la filosofía que Wittenberg, que nuestra universidad fuese de alguna manera lo que Padua fue a Bolonia. Pero Melanchton está muerto. Y la Suiza de Calvino está muy cerca de nosotros. Lo mismo que los jesuitas de Baviera. Una ciudad asediada ve traidores dentro de sus murallas. Y fantasmas, como los de Erasmo y Copérnico. El consistorio de Wúrtemberg reclama de nosotros un retorno a los fundamentos de la Reforma, en su integridad. Ahora puedes comprender por qué nuestro protegido nos pone a todos en peligro.
—Volvamos, hoy no pescaremos ni el más pequeño alevín. Y actuemos, antes de que nos devoren los tiburones.