A finales de 1592, Johann cumpliría veintiún años. Si bien con desgana, había estudiado derecho y jurisprudencia, decidido, como estaba, a hacerse cargo de los asuntos de la gens Kepler. No por él mismo, ciertamente, sino por la seguridad de sus hermanos y su hermana, sobre los que había vuelto a depositar todo su afecto, corroído por el remordimiento de saber que habían sido sacrificados a su gloria. Su principal obstáculo era que la gens en cuestión aún contaba con su páter familias, el abuelo Sebald, todavía vivo y con la mente despejada, al menos por las mañanas, cuando salía de su casa de burgomaestre y cruzaba la plaza de Weil der Stadt para dirigirse a la taberna.
Entre Sebald y Johann no había otro hombre. Los dos retoños masculinos del abuelo se habían evaporado en la naturaleza. Un viajero de paso en la posada habría visto a Heinrich entre las tropas imperiales que partían a combatir al Turco en las marcas de Hungría, siempre como artillero. Por lo que se refería a las hijas, la tías de Johann, ellas no contaban. La prosperidad y la fama pasadas de la familia Kepler en la región habían permitido que dos de ellas encontrasen un buen partido. La tercera se había hecho monja en tierras católicas.
Sobre esta horda en ruinas, Johann quería rehacer un rebaño armonioso del que él sería el buen pastor. Unos meses antes de alcanzar la mayoría de edad, abandonó la astrología amorosa para dedicarse a trazar la carta zodiacal familiar, investigando en los registros bautismales de Weil der Stadt, donde descubrió, unas cuantas generaciones antes, vagos antepasados hidalgos, de los que no pudo sentirse orgulloso. Pasó también dos largos días en Leonberg, interrogando a su madre sobre la fecha y la hora de su concepción. Cuando las obtuvo, después de muchas disputas, quedó finalmente convencido de que era el hijo prematuro de Heinrich Kepler y no el bastardo de un desconocido de paso.
¿Cómo podrían haber comprendido sus maestros que su vocación pastoral únicamente era un asunto de familia, y que su inclinación por el dogma del libre arbitrio una manera de tratar de comprender por qué él, Johann, parecía ser la oveja negra de un rebaño de ovejas perdidas? A menos que fuese el blanco cordero…
Mientras llevaba a cabo sus investigaciones genealógicas en Weil der Stadt, se había sentido obligado a visitar a sus abuelos. Su aldea natal era tan pequeña que no podía hacer otra cosa. Sebald estaba ausente, pero no así la vieja arpía de su esposa. Se mostró muy melosa con su nieto, al que no había visto desde hacía diez años. Le habló no como una buena abuela, lo que jamás había sido, sino como una beata, lo que seguía siendo, a su pastor, en un tono de confesión. No eran más que recriminaciones contra Sebald, su ebriedad, su lujuria, que cada vez le salía más cara. Incluso llegó a insinuar que, tras la desaparición de su hijo mayor Heinrich, Sebald se había dirigido a la posada de Leonberg para perseguir a su nuera Katharina con insistencia y que ésta finalmente habría cedido. Johann no se lo creyó ni por un instante, pero, asqueado ante tanto fango, se largó de allí en cuanto pudo.
Esta vez, ahora que era mayor de edad, estaba dispuesto a presentar batalla. Haría entrar en razón a esa pareja de horribles viejos. Tuvo que desviarse hasta Leonberg para buscar a su madre, previendo que pondría peros a la idea de celebrar las Navidades en compañía su familia política. Fue un drama. Lloros, gritos, súplicas…
—No quiero tener nada que ver con esa gente. Ella es una mala mujer, una lengua viperina. Y él es un vicioso. Una madre no debería decirle eso a su hijo, pero…
—Lo sé, mamá. Y pienso cantarle las cuarenta a ese viejo sátiro. Pero tengo otros proyectos, para vuestra felicidad, la tuya y la de los niños…
—Yo no soy un niño —gruñó Heinrich.
Johann miró de arriba abajo a su hermano menor. Pronto cumpliría diecinueve años, y ya no tenía nada que ver con el pequeño campesino de mejillas encarnadas. Había crecido y se había hecho fuerte, y se había dejado crecer un bigote estilo cepillo, de aire militar. Heinrich se parecía de un modo sorprendente a su padre. Había heredado el lado hablador, así como una vaga hipocresía en la mirada. Ésa era la única cicatriz que le habían dejado los bastonazos que había recibido durante toda su infancia. Un año antes de irse para nunca más regresar, su padre lo había vendido como criado a un campesino. Heinrich hijo había huido de allí y sólo había reaparecido en Leonberg mucho después, cuando estuvo seguro de que jamás volvería a ver a su verdugo. Y ahora, era él quien peroraba en la taberna, contando sus vagabundeos a los clientes, al igual que en otros tiempos había hecho su progenitor con las guerras. Delante de él, Johann se sentía culpable. La madre posó dulcemente su mano sobre la de su hijo menor.
—Escucha a Johann, Heinrichlein mío, y obedécele. Es muy sabio. Nos dirá lo que tenemos que hacer.
No era de su hijo mayor del que ella hablada de este modo, sino de una suerte de pasante de notario del que se espera que sea competente. El estudiante de Tubinga sintió un pinchazo en el corazón. Él jamás había tenido derecho al más mínimo gesto de ternura. Apretó los dientes, se volvió hacia su hermano y le habló de hombre a hombre, haciendo como si se hubiese olvidado de la presencia de su madre. Irían a Weil der Stadt para celebrar la Navidad. La razón principal no era la de conmemorar el nacimiento de Cristo en familia, sino la de convencer al viejo Sebald para que vendiese su curtiduría, que, por otra parte, se iba a pique, para vivir de una pequeña renta y representar el papel de don Juan de pueblo, si todavía estaba en condiciones de hacerlo. El producto de aquella venta serviría para volver a poner en pie la posada de Leonberg, a fin de hacer de ella un relevo de posta digno de ese nombre.
La carreta tirada por una vieja mula partió en una aurora helada, por caminos cubiertos de nieve. En la parte de atrás, semisofocados en sus abrigos, la madre, Christoph y Gretchen dormían. Sobre el banco, Heinrich tenía las riendas. Johann iba a su lado. De vez en cuando habían de bajar para que el animal descansase, y también para empujar la carreta cuando la pendiente era empinada. Finalmente, un gran sol frío brilló en un cielo de un azul perfecto. Entonces Heinrich se puso a cantar una alegre balada. Johann no se atrevió a acompañarle, tan seguro estaba de que desafinaba. Cuando su hermano hubo terminado, el licenciado exclamó:
—Tienes una voz espléndida. ¿Has estudiado música?
—¡Qué más quisiera yo! Me sale así. Y eso no es todo…
Se inclinó y sacó de debajo del banco un espléndido instrumento de cuerda.
—¡Una guitarra española! Pero ¿de dónde la has sacado?
—¡Apropiación ilícita de la herencia! ¡Espero que no me vayas a denunciar al juez!
Johann se encogió de hombros. Aquella ironía le parecía mordaz, sin darse cuenta de que era como la suya.
—Ese crápula, al que nosotros llamamos «padre» —prosiguió Heinrich—, la trajo de sus supuestas campañas en Flandes. Sin duda, la robó. ¿Ese puerco qué podía entender de belleza? Cinco cuerdas dobles, una tesitura que haría llorar a un sordo. Toma las riendas y escucha.
Heinrich tenía unas manos hermosas, finas y largas, en las que las venas hinchadas formaban una red de ríos azules. Johann pensó amargamente en las suyas, deformadas y picadas. Las manos de su hermano rasgaban las diez cuerdas de la misma manera que el viento de primavera acaricia los juncos. Heinrich era zurdo. ¿Cómo es que su hermano mayor no se había cuenta de ello antes? El hermano menor cantaba en una lengua extranjera en la que Johann creyó distinguir palabras castellanas. Un canto que era una queja desesperada. El licenciado sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas hundidas.
—No nos canses más con esa murga —dijo la madre con una voz chillona—. Mejor toca Rosita roja.
—Vieja bruja —gruñó Heinrich, volviendo a colocar el instrumento debajo del banco.
—Era muy bonita. ¿Qué decía la canción? —intervino Johann, antes de que las cosas fueran a más.
—Bah, lo de siempre. Es la historia de un pobre muchacho que se alista en el ejército y que tiene miedo de que su novia, que está en Sevilla, le ponga los cuernos. Un desertor español me enseñó algunas de sus canciones de Flandes, «flamencas», como dicen ellos, durante la feria de Núremberg. Entonces yo tocaba bien la guitarra.
Luego Heinrich volvió a coger las riendas y se calló, o mejor dicho, mirando fijamente el horizonte, tarareó con la boca cerrada la misma melodía, hasta el momento en que los tejados de Weil der Stadt aparecieron detrás de unos pinos. Johann pensó que intentaría, en cuanto dispusiese de algo de tiempo, inculcar nociones de solfeo a su hermano, que le haría leer obras consagradas a la música, que le haría salir de la oscuridad.
—¡Ah, helo aquí! El gran profesor Johann Kepler. Entonces, doctor, ¿todavía eres virgen?
Sebald Kepler estaba, con las piernas abiertas y los brazos cruzados, en lo alto de los tres escalones de mármol resquebrajado que hacían oficio de escalinata ante el hogar del burgomaestre de Weil der Stadt. Llevaba sobre su cuerpo panzudo una extravagante vestimenta de gentilhombre, que databa del reinado de Maximiliano: gorguera almidonada y grisácea, calzón rojo con lazos gastados, bonete verde con plumas y una peluca amarilla de hilos tiesos. Su rostro carmesí, inundado de barba blanca, en la que había migas de pan y un filamento blancuzco de queso, apestaba a alcohol.
Disimulando su repugnancia, Johann le dio un abrazo, sin demostrar de otra manera el respeto debido al abuelo. Luego se colocó a su derecha, constatando no sin placer que ahora era más alto que él. Heinrich y, a continuación, su madre y sus hermanos también saludaron a Sebald. Se hubiese dicho que eran vasallos rindiendo homenaje a su señor.
—La abuela ¿no está? —preguntó Johann.
—La vieja debe de estar en la cocina. Deja a las mujeres solas y vamos a beber una jarra.
—Bien. Heinrich, ven con nosotros —ordenó Johann, que, sobre todo, no quería que su hermano se sintiese marginado.
Sebald casi se sobresaltó al oír aquel tono autoritario. Intentó volver a controlar la situación y, cogiendo por el brazo a su nieto mayor, le hizo bajar los tres escalones al mismo tiempo que decía, entre risas:
—Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Aún eres virgen, doctor?
—Aún, señor burgomaestre.
—Entonces vamos a remediarlo. ¡Mira!
Señaló una fuente completamente nueva colocada en el centro de la plaza. Cuatro tritones escupían agua en la pila.
—¡Demonio! Ése… ¡Eres tú, abuelo!
El viejo se pavoneó.
—Sí, se la mandé hacer al mejor escultor de Stuttgart. La pagué de mi propio bolsillo. Los otros tres representan a mis predecesores en la alcaldía.
—Muy logrado el parecido —dijo Johann, imperturbable—. Sobre todo tú forma de escupir el agua. ¡Si de esa fuente manase vino, seguro que de tu boca no salía ni una gota!
Detrás de ellos, Heinrich soltó una carcajada. Herido por las palabras de Johann, pero sin atreverse a emprenderla con el muchacho, demasiado sabio, Sebald se volvió hacia el menor y gruñó:
—¿Eso te hace reír, pequeño cretino? ¡Eres bien como el inútil de tu padre! No sé por qué me aguanto…
—Atrévete —replicó Heinrich, poniéndose en guardia.
—Vamos —intervino Johann—, no os iréis a pelear para entrar en calor.
—Tienes razón —replicó el abuelo—. Un pequeño schnaps nos calentará más que unas cuantas bofetadas. Pero no nos puedes acompañar, Heinrich.
Éste se encogió de hombros y se dio media vuelta. Su manera de caminar era exactamente la de su padre, el vagabundo.
Sebald y Johann Kepler entraron en la taberna. El burgomaestre fue recibido con saludos y risas.
—Bienvenido a mi humilde morada, seeeñor barón Von Kepler —soltó el tabernero.
—Me contentaré con mi único verdadero título: caballero Von Kepler.
Esta respuesta provocó la hilaridad general, acompañada de aplausos.
—Permitidme, queridos administrados, que os presente a mi heredero, el honor de los Von Kepler, el caballero Johann, profesor doctor de la universidad de Tubinga.
Las risas cesaron de golpe, ante la cara austera y la mirada ardiente del licenciado. ¿Hombre de Dios, hombre de saber? Para ellos era la misma cosa, y eso les daba miedo.
—¿Cómo puedes permitir, abuelo, que tus electores se burlen descaradamente de ti, tú que eres su edil?
—¿A qué burla te refieres? Estas buenas gentes ocultan bajo sus risas el respeto que deben a mi nombre y a mi función. Tú, que lo sabes todo, ignoras por lo menos una cosa, la historia de nuestro antepasado Friedrich, que fue hecho caballero por el emperador Segismundo, al atravesar el Tíber.
—Ya lo sabía, sí, y también que en aquel tiempo caían del cielo tantos títulos de caballero como escarcha en abril. Y que se fundían con la misma rapidez.
El posadero colocó sin miramientos la botella de schnaps sobre la mesa, junto con dos vasos de limpieza dudosa y dos jarras de cerveza. Johann pensó que el encargado disimulaba bastante bien el respeto que debía a su burgomaestre, «el caballero Sebald von Kepler». Pensó también que, durante las ocho horas de camino, no había roído más que pan y queso. Sin embargo, tendría que mostrarse a la altura del tritón de su abuelo. Éste acababa de tomarse de un trago su primer vaso de aguardiente, y su rostro se había inflamado aún más.
—Estoy orgulloso de ti, Johann, tú mantienes en alto el nombre de los Kepler. Y bien que te lo mereces, puesto que con los tiempos que corren… Mira allí, a ese gran bellaco, que se burla de todos, con sus compinches. Es mi antiguo ayudante con las pieles. Por caridad, contraté a su hijo como mozo de labranza, para que trabajase el huerto. Figúrate que el pastor descubrió que aquel inútil era una cabeza pensante. El pequeño cretino está ahora en el seminario. Y cuando tuve que vender la peletería…
—¿Qué? ¿Qué has vendido la peletería?
—¡Bah! Una deuda de juego, el año pasado, en Stuttgart… Un Kepler vendiendo pieles de conejo era algo que daba lugar a habladurías. Pero tranquilízate, he alquilado algunas parcelas. La vida es bella.
¿Qué siniestra estrella tiraba hacia abajo a la familia Kepler? ¿No sería ése también su propio destino? Le entró vértigo. Pero el vértigo es tanto ganas arrojarse al vacío como miedo de morir aplastado en el fondo del precipicio. Escogió la primera solución y se emborrachó con método, con aplicación. Pronto se encontró jugando a las cartas con su abuelo y otros dos notables. En la facultad Johann era imbatible, gracias a su prodigiosa memoria, que le permitía recordar todas las cartas que habían salido y reconstituir las manos de sus adversarios desde el primer momento. Esta vez, por el alcohol o por un extraño deseo de ser derrotado, perdió dos denarios. Sebald se levantó y dijo:
—Señores, ya es tarde. Mamá Kuppinger nos espera para cenar. Allí se producirá un gran acontecimiento: la pérdida de la virginidad del doctor Johann Kepler, a fin de festejar como es debido su mayoría de edad.
Los otros dos aplaudieron. Pero ninguno de los tres notables pensó en reír. Era un asunto serio. Las brumas de la cerveza se disiparon de golpe.
—Te lo ruego, abuelo, toda la familia nos está esperando. Es hora de volver a casa.
—Oh, no, muchacho. No te escaparás. Ha llegado la hora. Siempre ha sido así entre los Kepler. Por lo demás, en casa, las mujeres lo saben. La cosa está preparada desde hace tiempo.
Entonces Johann se resignó. Ya que no iba a morir aplastado en el fondo del precipicio, lo mejor sería arrojarse al vacío: tal vez el lodo amortiguaría la caída. Intentando caminar con paso firme, siguió a los tres notables, en sus pellizas, con el gorro de piel hundido hasta las orejas. El establecimiento de la viuda Kuppinger se encontraba fuera del recinto de Weil der Stadt: una empalizada de ladrillos y estacas que hacía el oficio de muralla. La casa, rodeada de un jardín cubierto de nieve, era bastante coqueta, al menos por lo que pudo juzgar Johann. El frío había hecho que la mente se le despejase un poco. Después de todo, se decía a sí mismo, un día u otro tenía que dar aquel paso.
Un fuego infernal ardía en una bonita chimenea. La sala común estaba hermosamente recubierta de tapicerías; los cojines, distribuidos por todas partes, parecían querer evocar el harén del Gran Turco. Johann recordó que los más liberados de sus condiscípulos de Tubinga, al conocer su lugar de nacimiento, le pedían en latín, lengua obligatoria en la universidad, con caras golosas y risas burlonas y escabrosas, noticias de «matrona Cupinga». Él confesaba entonces su ignorancia, y las risas arreciaban. Ahora estaba claro: ¡«Cupinga» era la transcripción latina de «señora Kuppinger»! Su pueblo natal poseía un burdel de alta reputación en todo Wúrtemberg. No por eso se sintió más orgulloso.
La viuda Kuppinger era una digna dama vestida completamente de negro, pero cargada de joyas. Había hecho poner una mesa en medio del salón con cinco cubiertos. Después de haberle besado la mano, los tres notables se instalaron en lo que visiblemente eran sus lugares habituales, la buena anfitriona justo delante de Sebald, su burgomaestre, Johann, solo, a la derecha de su abuelo, y los dos otros enfrente. La comida, bastante buena y copiosa, les fue servida por un joven criado estirado y ventrudo.
La casa de la señora Kuppinger tenía todo el aspecto de un salón burgués de Stuttgart. Los comensales hablaban de los asuntos de la ciudad, sobre las vías públicas o los deslindes. Sebald tenía la última palabra, pero la anfitriona intervenía a menudo, y de manera pertinente, al menos por lo que Johann podía juzgar. Se preguntó por un momento si sería ella la que le desvirgaría, pero las caricias furtivas que el joven criado hacía a su ama acabaron por persuadirle de lo contrario. Entonces se sintió contrariado, preguntándose qué hacía él en medio de aquella gente de inteligencia limitada. Su espíritu se puso a vagabundear. «El hombre es, por naturaleza, bajo», pensó. Es difícil encontrar una fuerza o una idea que le obligue a levantar la mirada por encima de los pies. El perro también sólo tiene ideas bajas, pero cuenta con el amor de su amo, que le fuerza a apartarse del arroyo enlodado y las lindes nauseabundas, obligándole a levantar la mirada. Y él, Johann, tenía el amor de su dios. Buscarlo es encontrarlo…
—¡Pasemos a cosas serias! —gritó de repente Sebald, dando un golpe sobre el mantel blanco con su gruesa mano—. Mi dulce amiga, en vuestra opinión, ¿cuál de vuestras pupilas es la más apropiada para mi nieto, el profesor doctor Johann Kepler, que mañana cumple veintiún años y está tan intacto como el primer día? Por mi parte, yo pensaba en Greta. Si tiene talentos suficientes como para resucitar a un viejo como yo, con mayor razón podrá despertar a este muchacho al amor.
—Lamentablemente —respondió la señora Kuppinger— en este momento está ocupada, haciendo las labores que le corresponden. Durante estos días de fiesta, mi establecimiento siempre está lleno.
—Y además —añadió uno de los notables—, Greta ciertamente es hábil, pero está un poco marchita… Lo ideal para un jovenzuelo sería una virgen.
—Ah, no dispongo de ese tipo de mercancía —replicó riendo la buena anfitriona—. Para el caso que nos ocupa, es necesaria la alianza de la experiencia y la juventud. Tengo una nueva recluta, pero, en este momento, también ella está teniendo comercio.
—Pues bien, esperaremos —dijo el segundo notable.
—¡Ni hablar! —cortó Sebald—. Ser el segundo podría tener un efecto desastroso sobre nuestro paciente. Y además, no quiero una chica que yo mismo no haya probado antes.
Iban a pasar revista a las otras seis mancebas. La decisión amenazaba con prolongarse, puesto que, tan doctos como un tribunal de tesis, los tres notables evocaban más bien sus propias proezas amorosas que los méritos de las candidatas. La señora Kuppinger, a la que sus clientes asiduos ahora habían informado suficientemente sobre los defectos y las cualidades de su personal, quiso acabar de una vez. De lo contrario, estarían todos borrachos como una cuba antes de que se hubiesen decidido, en particular el principal interesado, que comenzaba a dar cabezadas.
—Después de todo lo que me habéis dicho, señores, pienso que la síntesis perfecta de lo que reclamáis es la dulce Helena.
—¿Helena? ¡La tomo! —exclamó Johann, saliendo de su amodorramiento.
—Tú, tú no tienes nada que decir —replicó Sebald—. Y además, esa chica es idiota. No está hecha para un doctor tan sabio e inteligente como tú.
—Es verdad —dijo el primer notable—. Su estupidez es prodigiosa. Tan estúpida que le da al asunto un sabor suplementario.
—¿Estúpida, idiota? ¡Es perfecta! —dijo Johann, riendo tontamente—. No me habéis traído aquí para que diserte sobre Pico della Mirandola.
—¡Nada de groserías escolares delante de la señora Kuppinger, te lo ruego! —cortó Sebald—. No se hable más. ¡Has hecho tu elección!
A una señal de la dueña de la casa, el criado abrió una puerta. Apareció una muchacha que no tenía absolutamente nada que ver con la «Venus de la séptima casa», pero había que liquidar el asunto. Un mal cáliz que había que apurar. Johann se levantó y la pretendiente Helena le condujo de la mano al piso de arriba.
—¡Vamos, doctor! —gritó Sebald—. ¡Pícale duro con tu mirándola!