Maestlin acabó por constatar que ya no tenía nada que enseñar al que ahora era su único discípulo, ni en materia de astronomía ni tampoco en el campo de las matemáticas. A pesar de eso, jamás le había dado a conocer el libro fundador del copernicanismo, la Narratio Prima de Rheticus, temiendo que el fogoso joven, bajo la influencia de este autor, se entregase a su vez a predicciones astrales sobre el destino de los imperios y los hombres. Aunque, como todo el mundo en aquella época, Maestlin creía que los fenómenos celestes, conjunción de astros y de planetas, cometas, eclipses, eran mensajes divinos, no se sentía con ganas ni con competencia para interpretarlos. Y abrigaba una gran desconfianza con respecto a los que se atrevían a hacerlo. ¿Acaso Copérnico no había hecho lo mismo, él, que había sido el primero en distinguir entre astrología y astronomía? Como es natural, los estudiantes le interrogaban constantemente sobre dicho tema. Se contentaba con señalarles las diferentes constelaciones del zodíaco sobre una esfera armilar y a continuación les ponía en guardia contra los charlatanes que hacían el oficio de adivinos, antes de precisarles que él estaba allí para enseñarles solamente la manera en que funcionaba el cielo, y no el sentido profundo de la mecánica astral. Jamás Kepler había abordado delante de él el problema de la astrología. En realidad, su título de licenciado y su inscripción en el doctorado en teología le permitían acceder a casi toda la biblioteca. Kepler se había lanzado con toda su alma, pero en secreto, sobre la abundante literatura astrológica. Jamás habría confesado a su maestro que dicha nueva pasión sólo tenía un objetivo: saber si «Ella» condescendería algún día a dirigirle la mirada.
Ella… Kepler estaba enamorado. Y como en todo lo que hacía, ese amor le exigía una entrega total. Claro está, había elegido a la más bella y, sobre todo, a la más inaccesible de toda Tubinga: la hija del decano Hafenreffer. La primera vez que se cruzó con ella fue justo después del gran examen oral que le había valido ser el número dos. Él y los licenciados números uno y tres habían salido de la universidad y se disponían a festejar dignamente su pódium en una taberna del pueblo. Se cruzaron con la muchacha. Johann, el más exuberante de los tres, con la audacia que a menudo poseen los tímidos, le soltó:
—Ah, la más hermosa de las niñas, bendito sea tu padre, que nos ha hecho licenciados. Y bendita seas tú, ¡si consintieses en ser mi amada!
¿Comprendió la joven estas alegres palabras, proferidas en latín? En cualquier caso, le respondió con una sonrisa luminosa, antes de que su ama le ordenase precipitadamente que se bajase el velo, alejándola de allí a pasos rápidos.
Había dicho aquello para hacerse el gallito delante de sus camaradas. No volvió a pensar en el incidente y sólo fue por la noche, en el dormitorio, cuando la sonrisa le volvió en un sueño brutal, despertándole con un sobresalto.
Desde ese momento aquella imagen ya no le abandonó. Al año siguiente, sus estudios le dejaban mucho tiempo libre, puesto que debía buscar el tema de su doctorado, que ya conocía, y preparar su licencia para enseñar, que para él sería una simple formalidad. De modo que pudo consagrar todo su tiempo al amor. Escribió cartas inflamadas que jamás enviaba. Intentó encontrarse con la muchacha en la calle como por azar, aun sabiendo perfectamente que a esa hora ella se hallaba en su casa. Fue entonces cuando se entregó al estudio astrológico, para saber si sus temas astrales podían unirse. Ignoraba la fecha y la hora del nacimiento de la elegida, pero ¡qué importaba! Con toda seguridad, Venus y Virgo presidían su destino. Penetró en un bosque de símbolos, deleitándose con ello, más como poeta que como astrólogo.
Así pues, cuando se cruzó con ella por segunda vez, por casualidad, una tarde de invierno, constató que aquella noche «Venus pasó por la séptima casa». Entonces, ¿ella le amaba o no le amaba? Para su alma torturada, este encuentro fue una terrible catástrofe. El frío había provocado en su frágil piel graves grietas, y su demacrado rostro estaba cubierto de costras. Si ella no había respondido a su saludo, e incluso había desviado la cara con disgusto, era porque el planeta Júpiter estaba en fase de «descenso inflamado». ¿O tal vez era simplemente porque la muchacha tenía prisa por regresar a su casa, la del decano, para entrar en calor delante de la chimenea?
La primavera regresó y a su lado las hermosas esperanzas. Él la volvió a ver, y ella respondió a su saludo con aquella sonrisa vertiginosa. ¿Qué hacer? ¿Escribirle un poema, una carta que ella no podría leer porque él jamás se la enviaría? Su amor era demasiado fuerte. Tenía que hablar con alguien, encontrar un confidente. Pero ¿quién? Creía haber discutido con todos sus condiscípulos, incluso creía que era odiado por todos, puesto que no podía evitar burlarse de ellos, de sus lagunas y sus errores. Se equivocaba. Sin que se diese cuenta, era admirado. Pero cuando se mostraba excesivamente irónico, lo dejaban marinar en su propia salsa. Era el caso de Ortholphus, que le disputaba los puestos de honor y que le quería con una amistad sincera, pero que, desde que Kepler se había hecho defensor de Copérnico de manera demasiado llamativa, le evitaba un poco. Así pues, fue con cierta reticencia que este camarada y rival vio que se le acercaba.
—Ortholphus, amigo mío —dijo Kepler poniendo su cara de perro apaleado—, perdóname las cosas que he dicho sobre ti. No sabía lo que decía. Pero, verás… Tengo que hablar contigo.
Había escogido su hora para esta reconciliación, aquella en la que «Venus salía de la séptima casa».
—¿Qué piensas de esa chica?
—No está mal —respondió Ortholphus, que presumía de conocer a las mujeres—, pero un poco pequeña para mi gusto.
—La amo —exclamó Kepler— como jamás he amado. He luchado tanto como he podido, pero ella ha terminado por vencerme. Estoy loco de amor.
Ortholphus no se atrevió a preguntarle si, precisamente, había amado alguna vez en su vida, puesto que era evidente que, a sus veinte años y pocos meses, Kepler todavía era virgen. Después de haber festejado su licenciatura, había intentando llevarlo al pie las murallas de la ciudad, a una de esas casas que la universidad toleraba a fin de que se calmasen los tormentos de aquellos jóvenes. Pero el hipocondríaco de Kepler se había negado a realizar dicha visita, por temor a las enfermedades.
—Mi buen amigo Johann —dijo finalmente—, no es mi intención herirte, pero ¿qué puede esperar un becario como tú de la hija del decano?
—Lo sé, será algo difícil, incluso imposible. Pero precisamente eso es lo hermoso. Obtendré su mano, te lo juro, únicamente por la fuerza de mis méritos.
Entonces, cogidos del brazo y riéndose a carcajadas de aquella pasión incongruente, los dos estudiantes se dirigieron a profundizar el tema delante de dos cervezas, en su taberna habitual. Sus palabras eran atrevidas, y la camarera tuvo grandes dificultades para evitar una mano que intentaba perderse en su cuarto trasero. Kepler, naturalmente, acabó evocando sus investigaciones astrológicas relativas a la elegida de su corazón.
—Johann, veamos —dijo Ortholphus, partiéndose de risa—. ¿Cómo puedes conocer el porvenir de esa improbable unión si ni siquiera sabes la fecha de su nacimiento ni el nombre de la enana?
Kepler estuvo a punto de tener un ataque de ira al escuchar aquel «enana» sacrílego, pero se contuvo y prefirió recurrir a la ironía.
—Puesto que tienes tanta experiencia con las mujeres como un francés, y eres tan sutil estratega como un castellano, dime, ¿cómo obtendrías tú esas preciosas informaciones? ¿Sobornando a la dueña, introduciéndote durante la noche en su casa, dictándome una carta?
Como Ortholphus alegase que, al fijarse de aquella manera en la hija del decano, ambos corrían el riesgo de hacerse expulsar de todas las universidades alemanas, Kepler concluyó, con un suspiro desesperado:
—Bien, puesto que no puedo contar con mis amigos, me apoyaré en la suerte y la buena estrella.
Suerte, la tuvo. Poco más de una semana después de esa sesión tabernaria sólidamente regada, Maestlin le invitó a su casa para que le asistiese en la realización de unos cálculos astronómicos bastante complicados, en calidad de ayudante, aunque sin retribución alguna, claro está.
—Ah, Kepler —dijo el maestro saludando a su discípulo—. En el fondo tal vez tengas tú razón al haber elegido la teología y la actividad pastoral. Te libras así de esos trabajos forzados que me imponen mis superiores jerárquicos, o sus esposas. ¡El dibujo de su tema astral! Tengo que hacerles un porvenir de color de rosa, pidiéndoles que lleven una pelliza en invierno y una sombrilla en verano.
—He estudiado un poco de arte astrológico —replicó Kepler— y puedo ayudaros. Lo encuentro entretenido y poético.
—¿Ah, sí? Pues te cansarás muy pronto, muchacho. Toma, si eso te divierte. Ayúdame a terminar rápidamente este encargo de la esposa del decano. La señora Hafenreffer quiere el retrato zodiacal de su hija Helena, para sus dieciséis años.
—¿Se llama Helena? —exclamó Johann.
Luego, arrebolándose, se mordió los labios, mientras que Maestlin no ocultaba su hilaridad.
—Pues para ser un futuro pastor, reverendo Kepler, no habéis elegido a la más fea. Pero, incluso forzando los astros, dudo de que logremos convencer al decano de que entregue su hija a un predicador, aunque fuese el más convincente desde Martín Lutero. En cambio, un profesor de matemáticas prometido al mayor de los futuros tal vez tendría más posibilidades…
Kepler prefirió no responder. No importaba que las relaciones entre su maestro y él ahora fuesen de una gran familiaridad, aun así se negaba a dejarle entrar en su jardín secreto. Así pues, redactaron juntos el tema astral de la joven hija del decano. Kepler se rio en voz alta de las bromas de Maestlin, que se excedía en los juegos de palabras de doble sentido. Finalmente, su maestro le animó a que llevase él mismo el documento a la famosa «séptima casa».
Esperó con el corazón palpitante, sentado sobre una sola nalga, en una silla del vestíbulo. No fue Venus o la bella Helena quien le recibió, sino Juno o Leda: su madre. La señora Hafenreffer le hizo pasar a una salita, leyó el tema astral, luego, con una sonrisa de satisfacción, lo metió en el cajón de un secreter, rogando a su visitante que no hablase del asunto con su hija, a fin de reservarle la sorpresa para el día de su aniversario. Kepler lo prometió y se sobresaltó, de nuevo con el corazón palpitante: la puerta se acababa de abrir. Sólo era una criada, con una bandeja de refrescos y pastelillos.
—Ponedlo sobre el velador, Greta, y tomaos el resto del día, ya no os necesito.
Luego, volviéndose a Kepler, con un mohín de disgusto falsamente desesperado añadió:
—Por desgracia, Helena ha tenido que acompañar a su padre a Stuttgart para ser presentada a la gran duquesa. De modo que no podrá saludaros. ¿Así que, a vuestra edad, no ignoráis nada del arte astrológico?
Johann se sintió más cómodo. Se puso a discurrir sobre el tema, luego sobre otros, de manera docta, pero jamás aburrida. Poseía ya ese arma temible que posteriormente haría que más de uno se rindiese: la elocuencia alegre. Pero él todavía no lo sabía. La campana dio las once y media. Se levantó de un salto, se excusó por haberle quitado tanto tiempo y se dispuso a marchar. Ella intentó retenerlo para se quedase a una pequeña colación íntima, a solas, pero «no, no, lo siento mucho», y se encontró sin saber cómo en medio del gran patio. Vio a Maestlin, que regresaba a su casa. Se precipitó a su encuentro, le contó la visita, hablando entusiásticamente de la belleza y la inteligencia de la señora Hafenreffer.
Maestlin guiñó el ojo de manera picara y le preguntó:
—¿Y vuestra visita sólo ha durado treinta minutos?
Kepler comprendió entonces. Dio una rabiosa patada en el suelo y dijo entre dientes:
—Maestro, si hubiese estudios sobre la mujer y el amor, creo que sería el más tonto de la clase…