Capítulo 30

Le gustaba estudiar. Para él, componer versos latinos, resolver problemas algebraicos, era mucho más divertido que jugar a las cartas, los dados, las damas o al ajedrez, que, sin embargo, le apasionaba. Pero Kepler pasaba del simple placer a la exaltación, a una suerte de éxtasis místico, cuando una lectura o un profesor le revelaba una cosa nueva, en la cual jamás había pensado con anterioridad. Ése fue el caso cuando Michael Maestlin evocó por primera vez ante él a Copérnico y su teoría heliocéntrica.

Era público y notorio que el titular de la cátedra de matemáticas de Tubinga se había convertido en el jefe de fila de la escuela copernicana. Una fila que, por lo demás, sólo contaba con unas raras unidades, pero repartidas en las mejores universidades del Viejo Mundo. No obstante, ya fuese en las facultades católicas o en las reformadas, se desaconsejaba sobremanera enseñar la movilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol. En cambio, en sus escritos, al menos en la Alemania luterana, los astrónomos podían explicar lo que quisieran. Esta situación absurda obligaba a los copernicanos a la hipocresía, y Maestlin no se había privado de denunciarla ocho años antes en su Compendio de astronomía, donde había explicado que en sus cursos se veía obligado a enseñar la inmovilidad de la Tierra «a causa de su posición oficial como profesor». Había dado en el blanco. A pesar de los altos gritos lanzados por el teólogo Osiander, el directorio de la facultad autorizó a su fogoso matemático a evocar el heliocentrismo, pero sólo bajo la forma de hipótesis, como, por otra parte, recomendaba el prefacio de Sobre las revoluciones. Se hacía ver que se creía que dicho prefacio era obra de Copérnico, aunque se sabía que su verdadero autor no era otro sino Osiander de Núremberg, vehemente enemigo de Lutero y Melanchton, cuyo hijo Lukas era el inamovible y muy influyente profesor de teología de la universidad de Tubinga.

Incluso el decano Hafenreffer temía a ese viejo desconfiado que veía la herejía en todas partes. De modo que casi le suplicó a Maestlin que hiciese prueba de la mayor de las prudencias. Y el profesor de matemáticas tuvo que resignarse a enseñar en su casa, en el mayor de los secretos, a dos o tres estudiantes cuidadosamente elegidos, aquel heliocentrismo condenado por Lutero y Melanchton medio siglo antes.

Maestlin desconfiaba del joven Kepler, de su misticismo exaltado y, sobre todo, de sus dones prodigiosos. Así pues, durante el primer año prefirió observarlo, manteniéndolo al margen de sus lecciones copernicanas clandestinas. Fue el bachiller quien se le acercó, hacia finales del mes de junio de 1590. Aprovechando el anuncio de un eclipse de Luna para el 7 de julio siguiente, luego de un eclipse solar para el 20 del mismo mes, Maestlin acababa de dar una clase sobre dichos fenómenos celestes, en el estricto marco ptolemaico de una Tierra inmóvil y central en torno a la cual los astros se movían en esferas cristalinas. Luego les invitó a asistir en su compañía al espectáculo, invitación que equivalía a una orden, puesto que todos sabían que el hecho de estar presente o ausente influía en la nota final. Mientras los estudiantes salían de la sala y Maestlin hacía ver que ordenaba sus papeles en la cartera, Kepler permanecía quieto, al pie de la cátedra, como una estaca larga, un poco encorvado y febril. Era evidente que tenía ganas de hablar con él a solas, pero Maestlin, que se sentía de un humor burlón, simuló que no le veía y lo dejó marinar un poco en su propia salsa. Finalmente levantó la cabeza, puso aire de sorpresa y preguntó:

—¿Os habéis olvidado algo, señor Kepler?

El bachiller enrojeció hasta las orejas y balbuceó:

—No podré acompañaros en vuestras observaciones, maestro. Debo regresar a mi casa para solventar ciertos asuntos familiares.

Maestlin quedó agradablemente sorprendido de aquella timidez, que contrastaba con la seguridad, incluso la suficiencia, de la que el estudiante hacía gala en clase cuando se le interrogaba. El maestro pensó de repente que aquella seguridad jamás se había extendido al ámbito estricto de la astronomía. Kepler comprendía todo, naturalmente, pero se habría dicho que aquello no le interesaba, lo que parecía curioso en alguien para quien la geometría y el álgebra no tenían secretos. Y además, Maestlin conocía suficientemente bien el expediente del bachiller prodigio para adivinar que aquella historia de los asuntos familiares no era más que una mala excusa.

—¡Diantre! —ironizó entonces—. La cosa debe de ser muy seria para que os veáis obligado a emprender un viaje tan largo hasta Leonberg, y que lo tengáis que hacer muy precisamente durante los ocho días del eclipse de Luna. Esto no tiene mayor importancia, pues tendréis otras ocasiones de observar el fenómeno, el próximo diciembre, sin ir más lejos. Pero el hecho de que os veáis obligado a permanecer en la posada de vuestra señora madre hasta el 20 de julio incluido, privándoos así del espectáculo menos frecuente del eclipse de Sol, aunque sea parcial, tiende a probarme la gravedad de vuestra situación familiar. Tanto más grave puesto que me veré obligado a tomar en consideración vuestra ausencia en las observaciones hechas en común en la evaluación de final de año. Sé de dos o tres de vuestros condiscípulos que se sentirán muy felices de no veros entre nosotros.

Las mejillas hundidas de Kepler enrojecieron aún más. Después de algunas palabras incomprensibles, finalmente logró pronunciar:

—Voy a hacer todo lo posible para liberarme de esta obligación. Pero…

Maestlin cambió de tono y le puso la mano sobre el hombro:

—Hablad con franqueza y no temáis. El estudio de los astros no os interesa, ¿verdad? Y pensáis que es un sacrilegio intentar penetrar en el misterio de la Creación.

—Al contrario, maestro, al contrario… —exclamó Kepler—. Pero hay algo que me preocupa. Perdonad mi insolencia… En vuestras Consideraciones y observaciones del cometa aparecido en 1580, así como en vuestra otra obra consagrada a los cometas de 1577 y 1578, demostráis que esos astros vagabundos no pueden en ningún caso ser fenómenos sublunares… He rehecho vuestros cálculos. Son exactos. Y lo decís muy bien: jamás se ha visto que uno de esos cometas haya ocultado a la Luna, aunque sólo fuera un instante. Sin embargo…

Palideció al darse cuenta, aunque demasiado tarde, de su suficiencia.

—Seguid, seguid —dijo Maestlin con los dientes apretados, preguntándose qué le impedía dar un puntapié en el culo a aquel joven pretencioso.

Kepler intentó volverse lo más humilde posible. En vano, porque su mirada negra y profunda no podía impedir observar de arriba abajo a su profesor, al acecho de sus menores reacciones.

—Sin embargo, en clase, vos no explicáis que…

Se detuvo. Y se contuvo en su fuero interno. Una vez más, se dirigía demasiado deprisa a la conclusión. Menospreciaba la dialéctica, tesis, antítesis, síntesis, sí, puesto que… no, puesto que… por consiguiente. ¿Qué demonio, en su cerebro, le hacía correr? El rostro bueno y redondo de Maestlin se iluminó con una amable sonrisa.

—Deberíais leer también mi Compendio. ¡Y comprenderíais por qué lo que enseño ex cathedra difiere ligeramente de lo que escribo ex nihilo!

—Lo he leído maestro, y justamente…

—Debo dejaros, Kepler. También yo tengo algunos asuntos urgentes que solventar, y que no son obligatoriamente familiares. Pero si lo queréis, podemos continuar esta conversación pasado mañana después de comer, en mi casa.

—¿En vuestra casa, maestro?

—Claro está, en mi casa. ¿Sabéis dónde vivo? No estaréis solo, tranquilizaos. Estarán presentes otros tres estudiantes, ciertamente de cursos superiores al vuestro. Pero estaréis a la altura de las lecciones que les doy.

Al despedirse del estudiante, Maestlin se preguntó si verdaderamente era una idea feliz invitar a aquel muchacho imprevisible a sus clases semiclandestinas de astronomía. Como buen discípulo de Erasmo que era, bajo su apariencia de irreprochable luterano, el profesor de matemáticas desconfiaba de los místicos, seres de pasión y no de razón.

Efectivamente, Kepler no tardó en convertirse en el más convencido de los copernicanos, pero por razones tanto metafísicas como físicas: fue por fervor místico que optó por un Sol central y los seis planetas, entre los que se hallaba la Tierra, que giraban a su alrededor.

—Puesto que, en el primer día, Dios creó la Luz —exclamó cuando Maestlin le comunicó algunos elementos de la teoría heliocéntrica—, resulta evidente que dicha luz, Su Tabernáculo, no puede estar sino en el centro de su Creación.

Era lo que más temía el profesor: que su alumno se perdiese por los senderos aventurados del simbolismo, en lugar de seguir el camino recto y riguroso de las matemáticas. Entonces, como el jinete que tira de la brida de su montura, tentada por un campo de coles, le imponía inmediatamente el cálculo, obligándole al fastidioso estudio comparado de las tablas pruténicas y alfonsíes, así como al de los epiciclos caprichosos de Marte. Maestlin llamaba a aquello «la estrategia de la aversión». Si el alumno se plegaba a aquella disciplina árida, la partida estaba ganada; si por el contrario se obstinaba en especulaciones metafísicas u horoscópicas, valía más devolverlo a su queridos estudios… y a Ptolomeo.

Maestlin se equivocaba: Kepler no tenía nada de fanático. Todo lo contrario, su vivacidad y flexibilidad de espíritu, que hacían que comprendiese todo rápidamente, le permitían discernir con facilidad sus propios errores, e incluso servirse de ellos como trampolín. De modo que, desde la tercera lección, anunció a su maestro que ya no quería interrogarse sobre el «porqué» del universo, al menos hasta que no hubiese entendido el «cómo» de su funcionamiento. Y se sumió con placer evidente en las tablas, efemérides y diarios que Maestlin le obligaba a volver a calcular. Por su parte, en su fuero interno, el maestro echaba pestes de su antiguo amigo Tycho Brahe, que siempre se había negado a comunicarle sus propias observaciones. Un Tycho que, además, se había atribuido a sí mismo exclusivamente la idea de que los cometas no eran un fenómeno sublunar. Pero, aparte de esto, no guardaba rencor alguno al papa de la astronomía. Las ideas, en opinión Maestlin, estaban hechas para ser propagadas. Y la Verdad era su única propietaria.

En septiembre de 1591, después de dos años de estudios, Kepler obtuvo su licenciatura. Fue el segundo. ¿El segundo? Maestlin, por prudencia, y de acuerdo con el que ahora era su principal discípulo, había bajado su nota de astronomía, puesto que Johann se había aventurado, delante del tribunal, a exponer la tesis copernicana en detrimento de la de Ptolomeo.

Con su título en el bolsillo, el hijo del posadero se liberó. Pudo finalmente dar libre curso a su fantasía. Aquello fueron unos fuegos artificiales. Descubrió en sí mismo reales cualidades de orador. Él, que anteriormente era sombrío y empleaba su inteligencia acerada para hacer comentarios malintencionados, se volvió alegre, ligero, encantador. Especulaba a la manera de Pitágoras y Plutarco sobre los habitantes de la Luna. Disertaba sobre los demonios, los fantasmas, los duendes, fingiendo que creía en ellos para ridiculizar mejor a los supersticiosos. No obstante, perseguía obstinadamente su objetivo: el doctorado en teología.

A la espera de obtenerlo, defendía sin prudencia el sistema heliocéntrico y la rotación de la Tierra sobre sí misma, pensando que era su deber sostener la Verdad de la creación divina. No se daba cuenta de que era Maestlin quien le enviaba a la batalla, portando como única arma su fuerza de convicción, mientras que él, Maestlin, como buen general del ejército copernicano, le observaba y le animaba… desde una distancia prudencial.