En Tubinga la vida se reducía a la ciencia y el estudio. Claro está que existía una ciudad de casas modernas y limpias, que escalaba la colina y se reflejaba en el Neckar. También había tiendas y tenderetes: dos libreros, un impresor, un herrero, un sastre. Incluso la taberna tenía un aire culto, y si bien la camarera era guapa y alegre, el estudiante más presuntuoso no habría podido vanagloriarse de haber conocido sus encantos. Se habría dicho que también ella cumplía un papel universitario: poblar los sueños de aquellos alrededor de doscientos jóvenes, sin jamás satisfacerlos. Todo el resto, comenzando por el castillo que dominaba la colina, era como un vasto templo consagrado a Alma Mater.
Kepler ya había estado en Tubinga el año anterior, para pasar su examen de bachiller. Pero esta vez saboreaba el lugar de la misma manera que se paladea un buen vino. Tenía la impresión de haber llegado finalmente a su casa. Su vocación pastoral se deshizo un poco más. Después de todo, ¿el profesorado, cualquiera que fuese la materia, no era una manera de llevar a Dios a esas otras ovejas que son los estudiantes? Pronto cumpliría dieciocho años. Era guapo, pero él no lo sabía y, por otra parte, no le preocupaba. De altura media, la delgadez de su cuerpo hacía que pareciese más grande, puesto que caminaba siempre muy erguido. Sus ojos, de mirada profunda, parecían ocupar por completo su rostro consumido, de mejillas hundidas, ligeramente picado de viruela, y le daban un extraño encanto hecho de fragilidad y de melancolía. Se preocupaba de su apariencia. Su crédito de becario le habría permitido procurarse en un ropavejero una toga y un gorro, prendas que en el pasado habrían servido a otros pobres bachilleres, pero aquello repugnaba al antiguo colegial de la blusa gastada y diez veces zurcida. Así pues, mandó que el sastre de Tubinga le hiciese ropa a medida, aunque eso perjudicase seriamente su débil economía. Los guantes, destinados a ocultar sus manos deformadas por la enfermedad sufrida a los cuatro años, eran lo que más le había costado: los había querido de gamuza, color piel, lo más finos posible, para que no le molestasen al escribir. Sólo para los zapatos prefería la solidez a la elegancia. En cuanto a hacerse unos quevedos en el cristalero, sueño que acariciaba desde hacía tiempo para compensar su mala vista, prefirió esperar a saber si algunos de sus futuros condiscípulos también se servían de ellos: no quería llamar su atención y ser objeto de sus burlas.
Era muy esperado. Eso también lo ignoraba. Y creyó que era costumbre que los mejores estudiantes de primer curso fuesen escuchados por el decano y los principales profesores. En efecto, desde hacía siete años, desde que había pedido a la universidad un ejemplar del Siervo arbitrio de Lutero, el decano Hafenreffer había tenido un ojo puesto sobre él, recomendando en cada inicio de curso al director de Adelberg, más tarde al de Maulbronn, que cuidase con esmero aquella rara planta que crecía en su invernadero, al mismo tiempo que observaba con atención sus resultados y sus progresos. Incluso se decía que el principal responsable había evocado el fenómeno delante del gran duque. Naturalmente, por su parte, Kepler no se imaginaba ni por un instante que pudiese ser objeto de tales atenciones. En efecto, tenía tanta conciencia de su talento como de la modestia de sus orígenes: para él, la suerte de un becario, hijo de posadero, en ningún caso podía interesar a tan altos personajes.
Ahora bien, era precisamente la oscuridad de sus orígenes lo que provocaba dicho interés: hacer que este prodigio llegase a la más alta cima sería la demostración de que la universidad instaurada por Melanchton ofrecía oportunidades a todos, a diferencia de la enseñanza papista, reservada a los nobles y los ricos.
Así pues, Johann fue convocado ante un areópago de eminentes profesores. Mientras ellos formulaban un gran número de preguntas sobre diferentes materias, a las que él respondía lo mejor que podía, pensaba, con aquella extraña ironía que jamás le abandonaría y que le haría tomar, con todas las cosas y en todas las circunstancias, la distancia de una sonrisa: «En el fondo, estos muy sabios doctores, en esta sala de audiencia austera y solemne, se comportan conmigo de la misma manera que mi padre en la taberna, durante mis actuaciones como monstruo de feria».
Uno solo de aquellos seis hombres, alineados detrás de una gran mesa rectangular en lo alto de un estrado, parecía desinteresarse del «monstruo de feria» en cuestión. El profesor de matemáticas Michael Maestlin jugaba con su lápiz, haciendo garabatos, tal vez un dibujo. Kepler, aunque mantenía la cabeza gacha en actitud humilde, constató que el otro sólo le observaba realmente cuando le pedían que realizase un ejercicio complicado de cálculo mental. Pero la mirada lanzada le pareció burlona, como si el matemático le dijese: «No me engañas con tus maneras, muchacho». Para concluir aquella serie de preguntas y respuestas, que tenían todo el aspecto de un examen, el decano finalmente sugirió:
—Supongo, bachiller Kepler, que una vez que hayáis acabado vuestro cursus y redactado vuestro doctorado tenéis la ambición de enseñar. Todavía disponéis de mucho tiempo para reflexionar sobre ello, y nosotros para guiaros, pero ¿os habéis formado ya una idea de la materia que os gusta más?
Con los párpados bajos y las manos a la espalda, Kepler respondió modestamente, con una vocecita que hacía temblar de modo intencionado:
—Perdonad, señor decano, lo que podría parecer un pecado de orgullo, pero mi única ambición es enseñar el Evangelio, no desde lo alto de una cátedra y ante estudiantes, puesto que me siento totalmente incapaz de hacerlo, sino en el humilde templo de un pueblo perdido.
—Admirable vocación pastoral —replicó el decano, perplejo—. Unos años en Tubinga pondrán remedio a eso, al menos eso espero. ¿No es cierto, doctor Osiander? —preguntó, dándose la vuelta hacia el antiguo profesor de teología que se hallaba a su derecha.
El anciano se acarició largamente la barba, como si se sumiese en un pensamiento profundo y tortuoso, y finalmente dijo, con una voz un poco trémula:
—Me parece que el mejor jefe de estudios para el señor Kebler será mi alumno Spangenberg. Él sabrá corregir las atrevidas especulaciones del señor Kebler, cuyas hipótesis despiden cierto olor a calvinismo.
Entre el resto profesores hubo algunas caras de malestar. Maestlin tosió para ocultar su hilaridad y dijo:
—Ciertamente la hipótesis es, entre los Osiander, una cuestión de familia…
Los demás profesores simularon no captar la alusión, a excepción de Martin Kraus, quien enseñaba allí griego y hebreo y en cuyo rostro se dibujó una fina sonrisa. Todo el mundo sabía que los Osiander constituían un temible clan de teólogos, los cuales, en sus buenos tiempos, no habían dudado en recurrir a la injuria y la calumnia, unas veces contra Lutero, otras contra Melanchton, y aun otras contra Calvino, en las vigorosas controversias que agitaban desde siempre la Iglesia reformada. «La hipótesis» evocada por Maestlin era la que había permitido al padre, Andreas, reducir, en el prefacio que había perpetrado para Sobre las revoluciones de Copérnico, el heliocentrismo a un simple instrumento matemático, sin realidad física. Se afirmaba incluso que aquel prefacio había acabado con la vida del astrónomo polaco cuando éste tuvo conocimiento del mismo. Por lo que respectaba a Lukas Osiander, por aquel entonces profesor de teología en Tubinga, la edad y la sordera no le permitían matar a nadie. Maestlin prosiguió:
—Los virtuosismos aritméticos del alumno Kepler me han divertido, y me parecería una lástima que ese don del Cielo únicamente le sirviese para impresionar, durante sus sermones, a sus futuros fieles. El arte de los números también puede ser una buena manera de acceder a la Verdad divina.
—¡Muy cierto! François Rabelais, un filósofo francés, decía: «La ciencia sin conciencia es la ruina del alma» —añadió el helenista Martin Kraus.
Hubo un murmullo entre el público presente: unos cuantos profesores y maestros de menor importancia. Se sabía que Maestlin era un gran defensor de las teorías de Copérnico, a pesar de que el decano le había pedido que se abstuviese de explicarlas, al menos en el marco oficial de su enseñanza. A sus cuarenta años, el mathematicus de Tubinga había conquistado una reputación mundial de gran astrónomo, dialogando en condiciones de igualdad con el famoso Tycho Brahe.
Por lo que se refería a Martin Kraus, veinticinco años mayor que él, era intocable, aun cuando su pensamiento religioso se desviaba a veces del estricto luteranismo. Antaño había sido, en efecto, el discípulo favorito de Melanchton. Su perfecto conocimiento de las lenguas orientales le había convertido en una suerte de embajador por correspondencia de las tentativas de aproximación ecuménicas de la Reforma con la Iglesia bizantina y los judíos. Incluso se le atribuían algunos viajes clandestinos a Venecia o Constantinopla…
El decano Hafenreffer consentía a sus profesores de artes liberales una gran libertad de pensamiento, con la sola condición de que sus opiniones excesivamente modernas no se transparentasen en su enseñanza: «Dejad la teología a los teólogos», les ordenaba.
Al salir de la sala de audiencia, después de una hora de banquillo, Kepler no tenía conciencia de que la controversia de la que había sido objeto era excepcional, que sólo había tenido lugar porque se trataba de él. Se reprochó el haber revelado de manera tan fogosa su vocación pastoral, y creyó que entre aquellos hombres sólo uno le era hostil: Michael Maestlin. Así pues, se juró conquistar el corazón y el cariño del profesor de matemáticas.