Capítulo 28

El fin de su primer año en Adelberg fue para Kepler como una liberación. Había obtenido todos los premios. Pero no era ésa la razón por la que su corazón saltaba de alegría durante los cuatro días de camino que tardó en llegar a la posada familiar de Allmendingen. Hacía dos años que no veía a su madre, y se alegraba por anticipado de lo orgullosa que ella estaría cuando viese la blusa de su hijo cubierta de cintas y medallas. Si al pasar por un pueblo una buena campesina le ofrecía pan llamándole «guapo bachiller», se sentía todo ufano y satisfecho. Dormía en los graneros o en los campos, con la vaga esperanza de que una mujer o un hada viniese a hacerle compañía. Pero lo más frecuente era que diese fervorosamente las gracias a Dios por la belleza del cielo nocturno. Y predicaba, en voz alta, a los conejos.

La posada no había cambiado. Nada había cambiado. Un muchacho de doce años, acompañado de otros dos niños pequeños, corrió hacia él en el límite del pueblo. Reconoció con dificultad a Heinrich, su hermano menor, sólido, fuerte, de grandes mejillas coloradas. Un auténtico campesino, pequeño, serio, pensativo.

—¿Has tenido un buen viaje, Johann? El tiempo ha sido bueno, ha debido de ser agradable.

El corazón de Johann se derritió ante tanta solicitud, máxime porque cada uno de sus dos hermanitos —¿cómo se llamaban?— había deslizado una manita entre sus manos, que a ellos les parecían inmensas.

—¿Qué hay de nuevo por aquí? —preguntó con una voz artificialmente grave—. ¿Todo bien en la escuela? —¿La escuela? Pero, Johann, ¿no lo sabes? Hace tres años, padre se enfadó con el nuevo pastor. Y dijo que ya era suficiente con que en la familia hubiese un sabio. Entonces me colocó con un pañero de Ulm. Pero jamás llegue a cortar bien una pieza de tela. El patrón me pegaba más aún que padre. Luego trabajé en una panadería. Me gustaba, pero hubo problemas. Entonces volví con padre. Ahora trabajo en la posada y el campo. En cualquier caso, sé leer y escribir.

—Yo también —dijo el pequeño Christoph.

Katharina Kepler le estaba esperando en el umbral de la posada. A su hijo mayor le pareció que estaba muy envejecida, como hundida en sus ropas negras, agitada por una oscura y sempiterna ira. Se lanzó hacia ella para abrazarla. La madre se puso tiesa y dijo con una voz agria, como si se hubiesen visto la víspera:

—¡Ah, estás aquí! ¿Así que no te has olvidado de que tienes una familia?

Era injusta, porque todos los meses, desde el seminario, él le enviaba una larga y afectuosa carta. Jamás había recibido una respuesta. Pero estaba hecho de tal manera que se sintió culpable de haberla abandonado. Luego la mujer se volvió hacia los dos pequeños y, siempre gritando, añadió:

—Y vosotros, ¿no tenéis nada que hacer? El banquete de bodas de ayer ha dejado la gran sala como una porqueriza.

El joven Heinrich intervino con su tono sereno:

—Mamá, por favor, deja que disfruten de Johann. Y cerremos la posada para festejar su regreso. Limpiaremos todo más tarde.

La voz de Katharina Kepler se suavizó de manera singular cuando respondió a su hijo menor.

—Tienes razón, hijo mío. ¡Entremos! Margarethe, danos de beber algo de lo que sobró ayer.

Una vez instalados, la madre pareció hundirse en sí misma aún más, como si sufriese de una tristeza infinita. Johann le preguntó:

—Entonces, ¿padre no está?

—Está en Ulm. Sus trapicheos… Volverá esta noche, si es que no le pillan. Acabará en la horca, y yo no iré a llorarle al pie del cadalso.

La mujer suspiró. Heinrich intervino y disipó la tensión preguntando a su hermano mayor por su vida en el seminario, sus camaradas, sus estudios, sus profesores… No había envidia alguna en aquel interés sincero, todo lo contrario: parecía feliz del éxito de su hermano, como si él mismo fuese partícipe del mismo. Johann no se dio cuenta de que, en cambio, el benjamín, Christoph, de seis años, hacía como si la cuestión le fuese indiferente, atacado de unos celos hostiles. Tampoco vio la admiración llena de satisfacción de su hermana, que tenía ocho años.

Finalmente, con el crepúsculo, volvió el padre. Tuvo un gesto que desorientó a Johann: lo abrazó y, dándole unas vigorosas palmadas en los omoplatos, le dijo:

—Johann, hijo mío, estoy orgulloso de ti.

El colegial se preguntó si por azar Heinrich padre había bebido, pero no, el otro no olía ni a vino ni a cerveza.

Al fin, rompiendo el abrazo, el padre espetó a los otros miembros de la familia:

—Me muero de hambre. Que me sirvan la comida en el gabinete. Tenemos mucho de qué hablar, mi hijo y yo.

Al sentarse frente a él, en el gabinete, una habitación oscura y pequeña, donde estaban almacenados jamones, ajos y cebollas, Johann observó a su padre. Le pareció más joven que antes de su partida, más delgado y mucho menos colérico. El parecido entre ambos era sorprendente. Aunque hubiese querido hacerlo, Heinrich no podría haber acusado a Katharina de haberle endosado un bastardo.

Aquella conversación «entre hombres» fue, de hecho, un largo monólogo. Heinrich le habló como a un amigo. Se quejó de su esposa, parlanchina y discutidora, y de su hijo menor, incapaz de realizar bien el menor trabajo.

—Yo no estaba hecho para esta vida. Si el bestia de tu abuelo me lo hubiese permitido, habría estudiado como tú. Yo era un buen alumno en la escuela de Weil der Stadt. Pero ¿sabes?, he vuelto a estudiar. En Ulm, una señora de buena familia, una viuda, me presta libros…

Heinrich comenzó a contar con delectación su segunda vida en Ulm. Intentó presumir, queriendo darse importancia delante de su hijo, pero no lo logró.

—Y tú, hijo mío, ¿cómo te van los estudios? ¿Cuándo podrás tener un oficio? No entiendo gran cosa de todo eso. Tienes dieciséis años, ¿no es así? Ya eres un hombre…

—¡Catorce y medio, papá! Y no es culpa mía si todavía llevo un retraso de dieciocho meses en mi cursus… En mis estudios, quiero decir.

—Ya lo había entendido, Johann —dijo el padre, adoptando un aire de mártir—. Yo también estudié un poco de latín…

El colegial comenzó a explicarle a su padre que, para obtener el título de bachiller, tendría que estudiar tres años más en el seminario superior de Maulbronn.

—Y después de eso —interrumpió el padre—, ¿empezarás a ganarte la vida?

—Podría hacerlo, es verdad, pero eso no sería suficiente para cumplir con mi vocación: la evangelización.

—¡Eh! ¿Quieres ser pastor? Pero eso no da de comer a un hombre.

—No, pero lo engrandece. Y luego, además de teología, podría seguir estudios de medicina, por ejemplo. Pero para hacer medicina o cualquier otro doctorado tendría que estudiar algunos años más, en la universidad…

Heinrich meneó la cabeza, pensativo: teología, evangelización, medicina, doctorado, universidad… Su hijo volaba muy por encima de él. Pero estaba orgulloso del muchacho. Era su obra. Con todo, había algo que le preocupaba. Acabó por murmurar:

—Sin embargo, cuando yo me ausente, tendrás que hacerte cargo de tus hermanos, tu hermana y tu madre.

—¡Vamos, papá! Estás fuerte como un toro. Puedes vivir cien años.

—No hablaba de esa ausencia —concluyó misteriosamente Heinrich Kepler.

Al cabo de dos semanas, Johann se marchó, aliviado, a descubrir su nuevo seminario, su única verdadera familia. Explicó aquella marcha prematura por la duración del viaje: Maulbronn estaba a sus buenos diez días de camino. La víspera de la partida, Heinrich le llevó una vez más a su «gabinete» y le confió, con aire de conspirador, una suma de dinero bastante importante. Johann, que sabía que su madre soltaba los cordones de la bolsa con parsimonia, prefirió no preguntarse dónde y cómo su padre se lo había procurado. Luego, Heinrich, que parecía conocer bien el camino, le recomendó un cierto número de posadas en las que podría detenerse, así como nombres y direcciones de sus amigos, que, si había que creerle, eran numerosos. Johann hizo ver que tomaba nota cuidadosamente de todo ello, pero no siguió sus consejos, prefiriendo ahorrar ese dinero inesperado ante la perspectiva de los años inciertos que le convertirían en bachiller.

Entonces, como a la venida, viajó a pie y durmió bajo las estrellas.

El seminario superior de Maulbronn era un antiguo monasterio cisterciense que el gran duque de Wúrtemberg había confiscado unos treinta años antes, cuando se había convertido a la fe luterana. Situado en lo alto de un montículo triangular, de donde en otros tiempos manaba una fuente, aquel cuadrilátero de altas construcciones austeras tenía todo el aspecto de un castillo rodeado de profundos fosos. Se decía que antaño el famoso doctor Fausto había sido alquimista de uno de sus abades. También se contaba que, mucho tiempo atrás, el Diablo se había hecho monje, y que había incendiado la que había sido la mayor biblioteca del mundo. Y no sólo eran leyendas cristianas las que circulaban por aquellos extraños parajes… Ahora, la presencia de un centenar de colegiales y sus profesores, y el contenido de las lecciones, no sólo habían secularizado el lugar, sino barrido aquellas terribles creencias que se remontaban a las edades oscuras. Por otra parte, al reformarlo, los obreros del gran duque se habían ocupado de hacer desaparecer todo resto de prácticas paganas o mágicas del lugar. Incluso los fantasmas de los monjes papistas habían sido expulsados. Así pues, Maulbronn no era más que el mejor centro docente del gran ducado, y tal vez de todas las naciones reformadas.

Ya desde el primer día Johann Kepler vio que se le acercaban caras conocidas: los mejores elementos de Adelberg, es decir, sus rivales: Rebstock, Müller, Seiffer y los demás. Todo estaba olvidado. Confraternizaron, o, más bien, se aliaron para evitar los ritos de iniciación que obligatoriamente les iban a hacer sufrir los veteranos.

Durante los meses siguientes Kepler aprendió con auténtica gula. Gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, historia, música, en resumen: las siete artes liberales; chupó glotonamente su tuétano, buscando señales de la Providencia. Tenía sobre sus camaradas dos importantes ventajas: su facultad para entenderlo todo antes que los demás, incluso antes de que el profesor hubiese terminado la exposición, y su prodigiosa memoria.

Perfectamente consciente de su superioridad, se puso a exhibirla de manera ostentosa. Descubría el menor error de sus profesores, una cita mutilada, por ejemplo, irritando singularmente al docente y provocando la protesta de toda la clase. Durante las discusiones que sostenían los colegiales mientras deambulaban por el claustro, hacía lo mismo, pero con una ironía mordaz que desembocaba en golpes y peleas, de las que raramente salía vencedor. El «profeta de los cegatos» se había transformado en un perro arisco, siempre dispuesto a ladrar. En efecto, sin saberlo, Kepler se iba convirtiendo en un filósofo. Sólo tenía prisa por una cosa: entrar en la universidad para aprender griego y hebreo a fin de regresar a las fuentes originales del Libro.

El 25 de septiembre de 1588, en la universidad de Tubinga, Johann obtuvo sin dificultades su diploma de bachiller. Inmediatamente envió una carta triunfante y llena de testimonios de reconocimiento a sus padres… Todo dormía en la posada de Allmendingen. En su gabinete, Heinrich Kepler guardó cuidadosamente la carta de su primogénito. Estaba orgulloso. Se sentía libre.

—Ahora me toca a mí —murmuró.

Se echó al hombro su saco de tela y desapareció en la noche. Nunca más se tuvieron noticias suyas. Por otra parte, tampoco nadie quiso tenerlas.

Johann se enteró de la fuga de su padre sólo al cabo de un mes. Su madre, en efecto, estaba acostumbrada a que su marido desapareciese sin previo aviso, para sus «asuntos». Pero en esta ocasión, además de la prolongación inhabitual de la ausencia, el hombre había metido generosamente la mano en los ahorros familiares. Y sus amigos contrabandistas, sus mejores clientes, también habían desaparecido. Así pues, Katharina anunció a su hijo mayor que pronto se vería obligada a cerrar la posada. Su intención era volver a ponerse al frente de la de su difunto padre, en Leonberg, que todavía estaba en otras manos. Pero, siendo mujer, no podía realizar los trámites administrativos necesarios para hacerse de nuevo cargo de su herencia. Johann, a los diecisiete años, se había convertido en el cabeza de familia. Puesto que no se podía contar con el viejo Sebald, todavía vivo, todavía burgomaestre de Weil der Stadt, pero que había renegado de su hijo mayor hacía mucho tiempo.

«Cuando yo me ausente…». Johann recordó la frase que su padre había pronunciado durante la última conversación que habían sostenido. Entonces, en lugar de maldecir al hombre que de este modo destruía su porvenir, rezó. Después de aquel largo momento de recogimiento, se resignó a su suerte. Dios le destinaba a no ser más que un bachiller posadero y no un gran teólogo. Su rectitud le impidió imaginar ni por un solo instante que abandonaba a su familia a su suerte. Sin embargo, la semana siguiente debería haber ingresado en la universidad de Tubinga. Con un muy buen rango. Una vocecita en el fondo de sí mismo le susurraba que no debía renunciar a dicho objetivo, que se había fijado desde el momento en que había ingresado en el primer curso del seminario.

Decidió entonces pedir consejo al director de Maulbronn. Éste, considerando que la Iglesia reformada perdería con Kepler a uno de sus elementos más prometedores, viajó a Tubinga para exponer aquel caso excepcional al decano. Pronto se encontró una solución. Johann permanecería un año más en Maulbronn, en calidad de «veterano». En principio, este grado estaba reservado a los alumnos que habían suspendido por poco su examen final y a los que se les daba una segunda oportunidad. En realidad, Johann se iba a convertir, ese año, en una suerte de vigilante de estudios. Daría clases de repaso a las clases inferiores, y por ello recibiría una remuneración, aunque sin perder la beca. Johann le dio gracias al director y más aún a Dios.

Fue un año perdido. Otro más. Para que solucionase sus problemas familiares, el director le había autorizado a que se ausentase del seminario siempre que fuera necesario. A lo largo de seis meses realizó diversos viajes, en primer lugar a Allmendingen, tan sólo para constatar que la situación era aún más catastrófica de lo que su madre le había contado. Luego a Leonberg, donde fue muy mal recibido, tanto por el encargado de la posada de su abuelo materno como por sus habitantes: los Kepler habían dejado un mal recuerdo. Cuando estuvo de regreso en el seminario, el director le recomendó que se trasladase a Stuttgart a fin de entrevistarse con un procurador conocido de sus amigos, el cual podría presionar al encargado a fin de que dejase el lugar, sin que Johann se viese obligado a iniciar un procedimiento legal que amenazaba con ser tan largo como costoso. Aquellas peregrinaciones tuvieron lugar en invierno y, por motivos económicos, Johann sólo cogía el coche de posta cuando se veía obligado a ello. De suerte que, cuando finalmente el asunto estuvo solucionado, el encargado expulsado y su madre reinstalada en la posada de Leonberg, Johann cayó gravemente enfermo.

En cuanto estuvo restablecido, volvió a dar clases a los jóvenes que tenía a su cargo. Y pronto tuvo la convicción de que no estaba hecho para la enseñanza. Explicaba las cosas muy deprisa, saltando inmediatamente a la conclusión, que le parecía evidente, y sus jóvenes discípulos lo miraban, con la boca abierta, sin haber comprendido nada de lo que les decía. ¿Sucedería lo mismo cuando predicase la Buena Nueva? Para intentar recuperar su propio retraso, pidió a sus antiguos profesores que le enseñasen lo que ellos mismos habían aprendido en el primer año de facultad. Adquirió de este modo sus primeras nociones de griego, pero aquello no fue más allá. En cambio, le fueron abiertas las puertas de la biblioteca de los enseñantes. Allí devoró todos los libros. Finalmente, en octubre, pudo abandonar definitivamente el seminario de Maulbronn para ingresar en la universidad de Tubinga. Aquel año había pasado tan lentamente como una pesadilla pegajosa, que deja el cuerpo empapado en sudor. Pero fue olvidado con tanta rapidez como una mala noche.