Capítulo 27

Cuando Johann Kepler se puso por primera vez la blusa azul oscuro de los pensionistas de primer curso del seminario de Adelberg, le inundó un inefable sentimiento de felicidad y liberación, aunque las mangas le venían demasiado cortas, pues sus brazos habían crecido con excesiva rapidez, y dejaban ver unas muñecas y unas manos deformadas por la viruela. Todos sus condiscípulos eran al menos dos años más jóvenes que él, pero decidió no hacer ni decir nada que le pudiese distinguir de los demás.

No le dio tiempo. En cuanto los alumnos acabaron de formar por primera vez en el patio del antiguo monasterio, el director del seminario, después de un discurso en el que había recordado el reglamento del establecimiento, dijo, para distender la atmósfera:

—¿Sabéis, señores, que tenemos entre nuestros nuevos alumnos a un destacado dialéctico capaz de debatir sobre el libre y el siervo arbitrio? ¿Johann Kepler será el nuevo Lutero o el nuevo Erasmo? Que dé un paso al frente.

Rojo de confusión, el hijo del posadero salió de la fila en medio de un silencio de muerte y avanzó hacia sus futuros profesores, que parecían, todos ellos, burlarse de él. Los oídos le zumbaban, de manera que no comprendió la pregunta que le formulaba el director y a la que respondió con algo como «no zé, zeñor». Con un gesto de desprecio, el director le ordenó que volviese a su sitio. Le pareció oír algunos murmullos y las risas burlonas de sus condiscípulos. No era más que una ilusión: los demás estaban tan aterrorizados como él, incluso los de segundo y tercer curso. A partir de aquel momento, el alumno Kepler maldijo en su fuero interior a Markus Gruach, que, en su opinión, lo había traicionado. Se equivocaba. Su antiguo maestro nada tenía que ver con aquello. El rectorado de Tubinga simplemente había incluido su disertación sobre el siervo arbitrio en el expediente de la obtención de la beca. El doctor Hafenreffer había añadido al margen, con su propia mano, un comentario muy elogioso, pero en el que recomendaba que se rectificasen las tendencias erasmistas, incluso calvinistas de su precoz autor.

Las enseñanzas básicas del primer curso eran las gramáticas latina y alemana. Sus dos maestros, primero el de Leonberg, más tarde el de Allmendingen, le habían enseñando todo acerca de aquellas materias, que eran la base común de todo el ciclo escolar. No sucedía lo mismo con algunos elementos de geometría y álgebra que se inculcaban a los escolares de primer curso. En cuanto a la educación religiosa, gracias a las lecciones particulares que había recibido y a su profundo interés por la exégesis del Libro, hacía mucho tiempo que no consideraba las Sagradas Escrituras como una colección de hermosas historias, sino como un tema de reflexión, un esbozo de teología.

En relación con el resto de su vida en el seminario, hay que decir que era silenciosa y solitaria. Menospreciaba los juegos y las conversaciones pueriles de los niños de su clase, pero él mismo era rechazado por los de su propia edad, que ya estaban en tercer curso. Sin embargo, le habría gustado mucho participar en sus coloquios cuando, a la hora del recreo, como sabios doctores, deambulaban en grupos de dos o tres, con las manos a la espalda, por el patio o bajo el peristilo. Había otros becarios en Adelberg, y el reglamento estipulaba que, en aras de la igualdad, todos los colegiales llevasen el mismo uniforme, blusa de lienzo, zuecos y gorro de color diferente, según el curso que se estudiase. No obstante, las diferencias seguían percibiéndose: en la manera en que se iba peinado, en el porte, en los gestos, en la entonación de la voz. Y Johann, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba desembarazarse de su incorregible apariencia de chico de pueblo. Además, su piel morena sufría más que cualquier otra los sinsabores de la edad, granos y puntos negros, diviesos purulentos en el cuello y otro tipo de costras, sin olvidar la sarna, las pulgas y los piojos, que parecían tener más gusto por él que por sus condiscípulos.

El consejo de profesores del seminario no tardó en comprender que tenía en sus manos a un individuo excepcional, que estaba perdiendo su tiempo y se lo hacía perder a los docentes. Se decidió entonces que a comienzos de curso el muchacho pasara directamente a tercero. Sin embargo, para ello sería necesario pedir una dispensa al rectorado de Tubinga. No se trataba en absoluto de una mera formalidad, puesto que la universidad reformada de Melanchton, con el fin de impedir cualquier tipo de privilegio —tan frecuente entre sus enemigos los jesuitas— derivado del rango, el nacimiento o la riqueza, velaba para que todo escolar fuese tratado únicamente según su mérito. De modo que incluso un caso tan particular como el de Johann Kepler exigía un examen atento por parte de las más altas instancias universitarias del gran ducado de Wúrtemberg.

A fin de apuntalar el expediente de dispensa, el director convocó a su despacho al joven interesado.

—Alumno Kepler, ¿os gustaría pasar directamente el año que viene al tercer curso?

El colegial fijó su mirada de un negro intenso, que dominaba un rostro delgado y picado de manchas rojizas.

—Sin lugar a dudas, Vuestra Excelencia. Estoy cansado de estar atado como una cabra a una estaca, dándole vueltas y más vueltas a Cicerón y al gerundio. ¡Ya no me queda cuerda!

El director quedó sorprendido, puesto que aquellas palabras, dichas con un tono sereno, eran tan insolentes como exactas. Por otra parte, no era insolencia, sino constatación. Además, aquel muchacho, era inteligente. Sin embargo, no podía dejar pasar por alto su comentario.

—Muchacho, me parecéis muy seguro de vos y de vuestros conocimientos. ¿Creéis que ya no tenéis nada que aprender de vuestros profesores?

Los ojos ojerosos del adolescente ni pestañearon bajo la mirada severa. Protestó, lleno de seguridad:

—Oh, yo no he dicho eso. ¡Al contrario! Creo que ahora tengo que adquirir otros conocimientos, para progresar y, sobre todo, para no permanecer inactivo, pues tengo una gran propensión a la indolencia y la pereza.

—Ya veo, amigo mío, que practicáis el gnothi seautbon.

Kepler esbozó una sonrisa seráfica.

—No he visitado, ¡ay!, el oráculo de Delfos, pero trato de seguir su precepto: «¡Conócete a ti mismo!».

—Pero ¿sabes griego? —preguntó el director, tuteando sin darse cuenta al colegial.

—¡Por desgracia no! Pero tengo muchas ganas de aprenderlo.

El director se contuvo para no darle una bofetada a aquel pueblerino presuntuoso.

—¡No tengas tantas prisas! No es un curso lo que te tendrías saltar, sino ingresar directamente en la universidad. Pero antes tienes que obtener esa dispensa. Y tú vas a poner algo de tu parte.

El director abrió lentamente una delgada carpeta de cartón sobre la que su interlocutor pudo leer su propio nombre al revés. El hombre hizo como si descubriese unas hojas de papel de mala calidad y cubiertas de una gruesa escritura, que Johann conocía demasiado bien.

—Ah, ¿así que eras tú el nuevo Erasmo que disertaba sobre el Siervo arbitrio de nuestro gran Lutero?

—Yo era tan joven entonces… —suspiró cómicamente Johann—. Y mi padre me obligaba a tantas payasadas blasfematorias delante de los clientes de su taberna… Entonces, con la complicidad de mi institutor…

«Yo era tan joven entonces…». El director se enterneció al oír aquella fórmula en boca de ese chico desgarbado y torpe que había crecido demasiado deprisa.

—Bien, bien —masculló—. Te pido que vuelvas a redactar esta disertación. Tú latín es ahora mucho mejor que cuando eras… joven, y, digas lo que digas, durante tu primer año en este establecimiento has adquirido nuevas nociones de retórica y dialéctica. A continuación enviaremos tu trabajo, con el resto de tu solicitud de dispensa, al decano de la universidad de Tubinga.

—Pero… ¡Si ni siquiera he leído el Siervo arbitrio! Mi maestro me hizo un resumen de él, y también del Libre arbitrio.

El director del seminario cambió de idea.

—Puesto que no has leído el Siervo arbitrio, escribe entonces una bonita carta al decano, pidiéndole que te envíe un ejemplar del mismo.

—¿Al decano de la universidad de Tubinga en persona?

—¡Claro está, hijo mío, no será al conserje! Y no me la enseñes para que yo te la corrija.

Así se hizo. Consciente de volver a comenzar la lamentable comedia del monstruo de feria que le hacía representar su padre, Johann cogió su pluma más bonita y redactó la solicitud en un latín muy bien escrito, teniendo la habilidad de deslizar en ella algunas ingenuidades.

El nuevo decano de la universidad de Tubinga, el doctor Hafenreffer, era un corazón cándido: creía en la ausencia total de picardía en los niños. Muy entusiasmado, leyó la carta de Kepler en la mesa de los profesores, todos los cuales se maravillaron con más o menos sinceridad, a excepción del de matemáticas, Michael Maestlin, el cual emitió algunas dudas sobre la honradez y la espontaneidad de su autor. El decano conocía bastante bien a Maestlin como para saber que su joven colega era un incrédulo, un escéptico, en pocas palabras: un copernicano. Pero su fama era tal que a sus cursos afluían alumnos un poco de todas partes de Europa, contribuyendo a engordar los ingresos de la universidad. De modo que Hafenreffer se negaba a inquietarlo por su heterodoxia. Maestlin era, después de todo, un destacado pedagogo y un compañero agradable.

Así pues, la obra de Lutero le fue enviada a Johann Kepler, acompañada de una nota en la que se le infundían ánimos y, sobre todo, de la dispensa que le permitía, al año siguiente, pasar directamente al tercer curso de gramática. Enseguida estuvo al mismo nivel que sus nuevos camaradas, pues, en lugar de volver a pasar las vacaciones en la posada de Allmendingen, en familia, prefirió quedarse en el seminario, como su estatuto de becario le autorizaba a hacerlo. En un mes, por su cuenta, estudió todo lo que habría debido aprender durante el segundo curso, del que había sido dispensado. El director del seminario, que le había cogido cariño y, sobre todo, que veía en aquel pequeño prodigio un futuro objeto de prestigio para su establecimiento, le invitaba a veces a su mesa. Su esposa enseñaba buenos modales al pueblerino, mientras que su hija única, de la misma edad, le hería con un menosprecio silencioso. El resto de la semana Johann prefería comer en el refectorio desierto, en compañía de otros pocos becarios. Fue así como trabó amistad con dos de ellos. Müller se decía poeta, y Rebstock, matemático. Kepler, por su parte, se presentaba obligatoriamente como teólogo.

Finalmente llegó el inicio del curso. Comenzaron las cosas serias. Se trataba de preparar, para el año siguiente, su ingreso al ciclo superior, en Maulbronn. Así pues, tenía que adquirir nociones de retórica, de teología y de matemáticas. Aquello no planteaba problema alguno al hijo del posadero, que se elevó muy pronto al nivel de los mejores. Pero lo que le entristecía era que sus dos amigos, Müller y Rebstock, dejados muy atrás, comenzaron a evitarle y tenerle envidia. Intentó entonces, en su sed inextinguible de afecto, acercarse a aquellos que le disputaban el primer puesto. Pero ellos también le rechazaron. No había comprendido que a partir de entonces, en lo referente a los estudios, era la guerra, una batalla permanente librada por los honores y el éxito. Y se permitían todos los golpes.

Una noche de febrero de 1586, mientras todos dormían en el seminario, Rebstock le despertó:

—¡Eh, Kepler, despierta! Está pasando algo formidable. Es Seiffer…

—Déjame dormir. Mañana tengo un examen. Y si nos descubren…

—No hay peligro. El jefe del dormitorio ha bajado a la ciudad, como todos los viernes, a visitar a las putas.

Kepler se levantó refunfuñando y siguió a su camarada. Salieron. Fuera hacía mucho frío. Llegaron a un pequeño patio, apartado, bordeado de letrinas. Allí se celebraban las reuniones secretas de los estudiantes, a las que Kepler nunca había sido invitado. Esa noche, el maestro de ceremonias era el llamado Seiffer, hijo de una rica familia de Stuttgart. Era también un alumno brillante, que parecía aprenderlo todo sin esfuerzo, con elegancia y desenvoltura. Seiffer no tenía amigos, solamente cortesanos. Pero no le importaba ser detestado y envidiado por todos a causa sus grandes ínfulas y su facilidad. Únicamente le preocupaba Kepler, que buscaba su amistad, pero cuyos intentos de aproximación eran rechazados. Seiffer había comprendido que aquel desgarbado lleno de granos y con aire de campesino era su competidor más peligroso.

En una cabaña contigua a las letrinas, Seiffer había encendido un fuego. A su alrededor había cuatro colegiales, entre los que se hallaba el antiguo amigo de Johann, Müller, al parecer muy contentos. Tenían motivos para estarlo: en medio de un mantel se veía una caja abierta con una docena de botellas de vino de Alsacia. Junto a ese tabernáculo ofrecido a Baco, un jamón y algunos embutidos.

—¡Ah! —exclamó Seiffer—, el profeta de los cegatos se ha dignado unirse a nosotros.

El profeta de los cegatos… Poco tiempo antes, Kepler había confiado a sus amigos que, cuando tenía diez años, leyendo la Biblia, había querido ser profeta. Pero pronto se había dado cuenta de que su mala vista se lo impediría. Müller, Rebstock y él se habían reído de aquella ingenua vocación. ¡Traidores! ¡Contarle aquella confidencia al pretencioso de Seiffer!

—Mi bonita prima Margarethe es quien me ha hecho llegar este paquete —prosiguió el pretencioso en cuestión—, a fin de que lo comparta con los más necesitados de mis amigos. Así comeremos algo diferente a nuestra pitanza cotidiana, ¿no?

Ante esta demostración fanfarrona, Kepler casi se dio la media vuelta. Se contuvo: no quería pasar por un cobarde. Así pues, se puso a comer y beber con los otros, pero silenciosa, golosamente, sin escuchar a Seiffer, que, para molestar a sus comensales, evocaba la riqueza de sus padres y la belleza de su prima Margarethe, la cual, si había que creerle, le había iniciado en las cosas del amor. Poco habituado a semejantes ágapes, Kepler cayó pronto en un dulce torpor que le impidió levantarse cuando un ruido de pasos resonó en el pavimento. Los demás se dispersaron rápidamente como una bandada de gorriones.

El director apareció en el umbral de la cabaña, seguido del diácono y el conserje. El espectáculo era desolador: tumbado en medio de las botellas vacías, los restos de jamón y salchichón, el mejor alumno de Adelberg se reía como un idiota. Kepler fue arrastrado al calabozo, despabilado con un cubo de agua helada, luego azotado. Por la mañana, el tambor reunió en el gran patio a todos los escolares para escuchar la confesión de aquel al que a partir de ahora llamarían «el profeta de los cegatos». Kepler no tenía elección: si no denunciaba a sus cómplices, era la expulsión inmediata y la supresión de su beca. Entonces lo confesó todo, dio los nombres, pero puso especial cuidado en no presentarse como víctima, esperando de este modo que los otros no serían rigurosos con él. Esperanza que pronto quedó defraudada, puesto que hasta el final de su estancia en Adelberg sus condiscípulos huyeron de él como si fuese un apestado.

El director debería haber expulsado a toda la pandilla, incluido a Kepler. Pero ¿cómo privarse de un muchacho con un futuro tan prometedor? El decano, en Tubinga, sin duda se enfadaría si se trataba así a su protegido, sobre todo por lo que no era más que una barrabasada de unos zánganos. Por otra parte, el chico se había dejado arrastrar. Pero el director no podía expulsar a los demás y quedarse con él: habría sido una injusticia flagrante. De modo que, después de una sesión de azotes delante de todo el seminario reunido, hizo meter en el calabozo a todos los culpables. Salvo a Kepler, puesto que, después de la confesión, sufrió un terrible acceso de fiebre que hizo temer por su vida.