El 13 de noviembre de 1577 apareció en el cielo nocturno un espléndido cometa. Muy lejos al norte, en su isla de Venusia en obras, Tycho lo observó hasta su desaparición, ocurrida dos meses y dos semanas más tarde, ayudado de los mayores instrumentos astronómicos jamás construidos, obligando a sus numerosos ayudantes a hacer y rehacer cálculos, perorando sus predicciones en latín delante de un areópago de cortesanos y visitantes boquiabiertos de admiración y obsequiosos en extremo. En Praga, un enjambre de astrólogos predecía al nuevo emperador Rodolfo II de Habsburgo un reinado tan largo como próspero, así como una victoria aplastante sobre los otomanos. En Constantinopla o Bagdad, una cohorte de magos predecía todo lo contrario al Gran Turco. En Tubinga, el joven profesor de matemáticas Michael Maestlin concluía su obra sobre los cometas, primera andanada lanzada contra el ejército de los seguidores de Ptolomeo.
Inclinado sobre una mesa demasiado alta de la sala común, el pequeño Johann Kepler escribía sobre papel malo un oscuro poema plagiado de Ovidio, al mismo tiempo que vigilaba con el rabillo del ojo a su hermanito Heinrich, que dormía en su cesto, colocado sobre el banco.
—¡Eh, Katharina! ¡Tú, que tienes comercio con los demonios del bosque, tú debes saber lo que quiere decir eso, esa gran estrella fugaz que no acaba de irse!
Katharina Kepler colocó bruscamente la jarra de cerveza sobre la mesa. Un poco de espuma salpicó la pelliza del campesino que la había interpelado. Luego la pequeña y delgada mujer, toda vestida de negro, evitó con un golpe de cadera la gruesa mano del cliente, que se disponía a darle una palmada en las nalgas.
—¡No te hagas la estrecha, Katharina! Desde que tu Heinrich se marchó con los españoles a destripar holandeses te estás secando. Y no eres muy gordita que digamos…
—¿No te da vergüenza? ¡Delante de mi hijo! —replicó la posadera con su voz aguda. Señaló con el mentón al niño, que estaba sentado ante la mesa más cercana a la chimenea.
El hombre que bebía justo delante del campesino, un leñador, dio una ligera patada por debajo de la mesa a su compañero. El campesino comprendió y hundió su bigote en la jarra. Katharina Kepler era bruja, y era peligroso provocarla.
Como quien no quiere la cosa, Johann escuchaba y se reía por lo bajito de tanta tontería. El pastor le había explicado que ese cometa del que todo el mundo hablaba era una señal de Dios, que incluso a los mayores sabios del mundo les costaba entender aquello. Luego había descrito el universo, los astros fijos y errantes, el más acá caótico y el cielo armonioso. Por la noche, la víspera de Navidad, el niño repitió todo aquello a su madre. Como recompensa, ella le llevó a la colina para que contemplase al hermoso fugitivo.
Aquella misma noche, en un campamento situado en alguna parte del Palatinado, Heinrich Kepler también contemplaba el cometa. En unos días su regimiento bávaro se pondría en movimiento en dirección al norte. Finalmente entrarían en combate. Había asistido a la misa católica. ¿Había que creer al sacerdote, que había predicado que aquella nueva estrella de Belén anunciaba la victoria sobre los herejes? ¿Y qué había de su propio destino, el de Heinrich Kepler, el renegado, el padre indigno, el hombre de las mil ideas, que fracasaba en todo lo que emprendía? Su pipa se apagó. Había aprendido a fumar a la manera de los españoles y pensaba que tal vez se haría rico importando aquella moda a la corte del gran duque de Wúrtemberg. Pero esos idiotas de luteranos, al menos en Leonberg o Weil der Stadt, veían en todos los bellos descubrimientos traídos del Nuevo Mundo invenciones del Diablo. Lanzó un suspiró y golpeó maquinalmente la cazoleta contra la jarra. Una hebra de tabaco rojizo saltó de la pipa a la jarra llena de pólvora, que explotó. Por suerte, Heinrich ya se había alejado unos pasos, pero en sus nalgas y sus espaldas se clavaron trozos de loza. Tuvo que permanecer en la enfermería tumbado boca abajo durante un mes. Ni siquiera recibió su soldada y, cuando su regimiento se desplazó hacia Holanda, vio partir a sus compañeros apoyado en una muleta. Luego regresó a su tierra, al menos a Leonberg, para evitar las carcajadas de su padre, el burgomaestre de Weil.
Pero, en la posada, las cosas le fueron peor. Ahora que su marido estaba tullido, Katharina no tenía miedo a enfrentarse a él. Los dos se pusieron a beber más de lo razonable y los golpes cayeron de una parte y de otra. El pastor intervino. En mala hora. Heinrich declaró que retiraba inmediatamente a su hijo de la escuela. Por lo demás, con sus pronto ocho años, Johann podría ser de mayor ayuda en la posada. Finalmente podría restituir lo que había costado. El institutor replicó que podría contarles a sus superiores de Tubinga el alistamiento del artillero en los mercenarios papistas y las prácticas de brujería de Katharina. La discusión casi acabó mal, puesto que el pastor era vigoroso.
Al día siguiente, una vez disipadas las brumas del alcohol, a Katharina le entró miedo. Tenían que huir. Heinrich tuvo una idea. En el regimiento, uno de sus camaradas le había hablado de un pueblo perdido a orillas del Danubio, en la frontera entre el gran ducado católico de Baviera y el luterano de Wúrtemberg. Allí había una suerte de posada abandonada, que llevaba un viejo, pero que en manos de alguien astuto podría prosperar gracias al contrabando de hombres y mercancías. Dicho y hecho. La casa contigua al relevo fue vendida y la posada alquilada, a instancias de Katharina, que era irascible y se guardaba así las espaldas. Conocía demasiado bien al simplón de su marido.
Al alba de un mañana de primavera, mientras el pueblo todavía dormía, la familia Kepler salió rumbo a Allmendingen, caminando al lado de una carreta tirada por una mula y cargada de muebles y bultos. Tardaron cuatro días en llegar a su destino. Llovía.
El pueblo estaba apartado de todo, perdido al final del mundo, aunque a sólo seis leguas de Ulm. El compañero de armas de Heinrich había claramente exagerado los méritos de su país natal. En lugar de hacerlo en el Danubio, Allmendingen tan sólo se bañaba en uno de sus delgados afluentes, que desembocaba en el gran río unas cuatro leguas más al sur y que era frecuentado únicamente por barcas de pescadores. En la otra orilla se hallaba Baviera. Según el tratado de paz de Augsburgo, cada pequeño estado alemán podía elegir de manera autónoma entre el catolicismo y el protestantismo luterano. Puesto que Baviera había optado por el segundo campo, el pueblo debería haber sido reformado. Sin embargo, ningún pastor había pensado en ir a evangelizar ese rincón olvidado. Por lo demás, tampoco ningún cura. La posada se hallaba en un estado de abandono. Su viejo propietario había muerto hacía unas pocas semanas. Heinrich se dirigió pues, a casa del burgomaestre. Por un feliz azar, el jefe del pueblo era el hermano mayor de su antiguo compañero de armas, y también un juerguista. Heinrich no tuvo que desembolsar nada para ocupar la posada, puesto que los herederos del antiguo encargado se hallaban extraviados en algún lugar de este vasto mundo.
A excepción de los campesinos y los artesanos del pueblo, que acudían por la noche a beberse una jarra, la posada estaba generalmente desierta, y las habitaciones, vacías. ¿Qué viajero habría podido perderse por aquellos andurriales? Sin embargo, cada semana, al caer la noche, llegaba este o aquel hombre cargado de fardos, unas veces acababa de cruzar el río procedente de Ulm, otras veces venía de Stuttgart o del Palatinado. No eran más que tres o cuatro, pero viendo la manera con que Heinrich los acogía, entre abrazos y risotadas y grandes palmadas en la espalda, no había que ser un lince para comprender que eran amigos íntimos de Heinrich, todos bávaros, antiguos artilleros del duque de Alba. Mientras bebían cerveza tras cerveza, intercambiaban recuerdos de sus campañas renanas, en particular a propósito de las pupilas de los burdeles que seguían al ejército. Katharina, detrás del mostrador que había instalado en un rincón de la sala común, no escuchaba. Allí vendía a sus comadres.
Además de las hierbas medicinales que recogía en el bosque y las pócimas que ella misma preparaba, retazos de tela, tabaco para mascar y panes de azúcar, que los amigos contrabandistas de su esposo le ofrecían como pago por su hospitalidad.
Un buen día el burgomaestre entró en la taberna. Para que nadie les molestase, Heinrich y él se dirigieron a la sala de atrás, acompañados de un tercer granuja. Al cabo de una hora salieron, visiblemente satisfechos.
—Johann, pedazo de haragán, ven a mostrar tu magia a estos gentileshombres —gritó Heinrich a su hijo mayor, que, sentado a una pequeña mesa, dormía con la cabeza sobre los brazos, no lejos del mostrador de su madre.
El niño se levantó a regañadientes y fue a colocarse, con los brazos cruzados, delante de los tres hombres y sus vasos de schnaps.
—Darcikoth, di un número de cuatro cifras a este tunante —ordenó el posadero a su compadre contrabandista.
—No sé qué decir, eh… Mira, la suma de la cuenta: cuatro mil trescientos cuarenta y siete.
—Bien, y tú, Herrchall, algo de dos cifras.
—Uh… Veintinueve. Es la edad de mi mujer.
—¡Maldito mentiroso! Johann, ¿cuánto es cuatro mil trescientos cuarenta y siete multiplicado por veintinueve?
El niño cerró los ojos un instante y frunció el entrecejo.
—Ciento veintiséis mil sesenta y tres —dijo luego con voz trémula.
Los tres hombres se pusieron a verificar el resultado garabateando sobre la misma mesa con un trozo de carbón. Después de muchos titubeos, Heinrich exclamó:
—¡Exacto! Esperad, chicos. ¡No habéis visto nada aún! Katharina, ¡la Biblia!
La señora Kepler salió de su mostrador gruñendo.
—¿Es que no puedes dejar en paz al chiquillo? Está cansado. Se ha pasado el día recogiendo tus puñeteras patatas, ¡qué, encima, nadie quiere!
Y tiró la Biblia sobre la mesa, como un cucharonazo de sopa en la escudilla de un cliente mal hablado.
—¡Cállate, mujer! —replicó Heinrich, que tendió el libro al burgomaestre diciéndole:— Toma. Abre al azar sin mirar. Y tú, Johann, date la vuelta y cierra los ojos.
El índice del burgomaestre penetró en el libro y se posó sobre una columna. El notable abrió los ojos y leyó:
—Salmos, cuarenta y nueve, cuatro.
Con los brazos cruzados a la espalda, Johann recitó:
—«Mi boca hablará sabiduría; y el pensamiento de mi corazón inteligencia. Acomodaré a ejemplos mi oído: declararé con el arpa mi enigma…». Papá, ¿puedo ir a hacer pipí? Tengo muchas ganas…