Capítulo 24

Katharina Kepler creció en Leonberg. Su padre, Johann Guldenmann, era propietario de la única posada del pueblo, situado a cuatro leguas de la ciudad ducal de Stuttgart. Este viudo tenía una hermana que se había quedado para vestir santos. Una bruja, sin lugar a dudas: conocía las plantas que eliminan las verrugas y las que sirven para echar maleficios. Acabó en la hoguera, al igual que otra docena de mujeres de la región. Luego las cosas se calmaron. La gente hizo ver que olvidaba. ¿Quién no tenía en su familia una prima o una abuela víctima de aquellas esporádicas cacerías de brujas? Fuese como fuese, Katharina fue criada por esa tía, que llenó su infancia de infusiones de hierbas medicinales. De tal palo, tal astilla. Al llegar a la pubertad, su padre no logró encontrarle un partido en el pueblo: nadie quería saber nada de la muchacha, aunque su dote fuese generosa.

Un día pasó por allí Sebald Kepler, peletero de profesión, que se dirigía a Stuttgart a vender pieles y cueros. Este coloso, de unos cincuenta años de edad, era el burgomaestre de Weil der Stadt, pueblo grande situado a un día de camino de Leonberg. Sebald trataba las pieles de los animales salvajes que le traían los cazadores del gran duque de Wúrtemberg, y también los cazadores furtivos de la Selva Negra. Podría haber sido considerablemente rico si no hubiese derrochado una buena parte del fruto de su trabajo en la bebida, el juego y las mujeres.

Su hijo mayor, Heinrich, debería haberse hecho cargo de la peletería y la tenería, pero el padre estaba convencido de que el muchacho era un inútil. Cierto es que había aprendido a leer y escribir, y que se interesaba por la mecánica y las armas de fuego; sin embargo, el hijo del burgomaestre, que pronto cumpliría veinticuatro años, se veía obligado a mendigarle a su madre unas cuantas monedas antes de poder reunirse con otros crápulas de su misma especie en el burdel de la viuda Kuppinger. Sebald decidió que había llegado el momento de casar al chico, a ser posible a una distancia razonable del pueblo del que él era el amo. El posadero de Leonberg tenía el mismo problema con su hija Katharina, la sobrina de la bruja: pronto se llegó a un acuerdo.

En cuanto estuvo instalado en casa de su suegro, Heinrich Kepler dejó de estar inactivo. La posada era el último relevo de posta entre el valle del Rin y Stuttgart. Todas las noches, las habitaciones se llenaban de viajeros, y la cuadra, de caballos. Heinrich había pasado de la tutela del viejo Sebald a la de su suegro. Ahora, además, ¡tenía que trabajar! Las disputas conyugales no se hicieron esperar. Y Katharina estaba ya encinta.

La mujer regresó a Weil der Stadt para parir. Siete meses y medio después de la noche de bodas, Katharina dio a luz prematuramente. Era el jueves 27 de diciembre de 1571, a las 2 horas y 30 minutos de la tarde. Se apresuraron a bautizar a Johann antes de que su alma desapareciese en el limbo. Se creía que los niños que nacían en el curso del séptimo mes y que no morían traían suerte, a causa de la buena fortuna que se asociaba con el número siete. Contra todo pronóstico, el sietemesino sobrevivió. De modo que Katharina vio en Johann un signo anunciador del final de las disputas conyugales. Entonces a Heinrich le asaltó una duda que amargó su carácter, de ordinario indolente: ¿ese niño era realmente el fruto de su semen o le habían obligado a aquel matrimonio para salvar las apariencias? En cuanto regresó a Leonberg, Katharina comenzó a recibir puñetazos y bastonazos: alguien tenía que pagar los platos rotos. El niño, en la cesta rota que le servía de cuna, gritaba de miedo y de dolor, con los sufrimientos propios de los nacidos antes de tiempo.

Sin embargo, el gran viento de la Historia se colaba en la posada. Los viajeros contaban que un gran ejército español, mandado por el duque de Alba, subía por el valle del Rin para reconquistar Holanda. Heinrich devoraba los almanaques, en los que sólo leía historias de aventureros que a golpe de espada, en las Nuevas y Antiguas Indias, se adueñaban de reinos rebosantes de oro y de piedras preciosas.

El segundo hijo de Katharina y Heinrich fue un aborto natural. Entonces Heinrich decidió largarse de allí, pero para hacerlo no tenía más recurso que alistarse en una tropa de mercenarios bávaros. Sus conocimientos mecánicos harían de él un buen artillero. Y además, siguiendo a las tropas españolas hasta las Provincias Unidas, ricas en especias y telas, podría buscar fortuna y amores afortunados: el valle del Rin era famoso por la belleza de sus mujeres.

Heinrich reapareció en Leonberg al cabo de un año, sin que jamás hubiese disparado una sola bala de cañón. Los holandeses habían rechazado a las tropas del duque de Alba, mientras que los mercenarios bávaros se habían amotinado: la España de Felipe II, siempre en bancarrota, no podía pagarles. Considerado como uno de los cabecillas, Heinrich había tenido que huir, puesto que sobre él pendía la amenaza de la horca. No volvió con las manos vacías. Había logrado robar un producto que las cantineras españolas reservaban para las tropas regulares: un tubérculo que crecía como la hierba y al que los castellanos llamaban «patata». La palabra hizo reír a carcajadas a su suegro Guldenmann. El recibimiento del posadero fue caluroso. Su establecimiento siempre estaba lleno y él se iba haciendo viejo: la ayuda del yerno y de su hija estaría lejos de serle superflua. Les ofreció una bonita casa contigua al relevo. En la parte de atrás había un pequeño terreno cuadrado en el que Heinrich plantó los tubérculos que les había robado a los españoles.

—Para apoderarme de esas patatas tuve que arriesgarme a que me colgaran de una soga —explicó Heinrich a su esposa—. Con esas raíces se puede alimentar a todo el país. Yo he visto a los españoletos hacer con ellas panes, pasteles hervidos, fritos, con tocino, con azúcar. Es como la harina, pero se puede comer en cuanto se cosecha. La fortuna está ahí, en esa raíz.

La primera cosecha fue buena, pero ningún cliente de la posada quiso probar el menor bocado de «patata». Por el contrario, la cerda del posadero pareció apreciarlas.

Poco a poco a Heinrich se le fue agriando el carácter. Todo lo que había emprendido se había saldado con un fracaso. Echó la culpa de ello a sus contemporáneos. Cuanto más se mostraba de una deferencia curiosa con los extranjeros de paso, haciendo mil y una preguntas sobre el país de origen del viajero, tanto más, delante de la clientela ordinaria, campesinos y habitantes de los alrededores, peroraba con arrogancia, opinando sobre todo, proclamando su admiración por los españoles, declarando a quien quisiera oírle que un día él conquistaría un reino a su medida en el Nuevo Mundo. Pronto se ganó numerosos enemigos en Leonberg: sólo su fortaleza física y su gusto por las armas de fuego le ahorraron un disgusto.

Luego se supo que los ejércitos de Felipe II de España emprendían una nueva ofensiva contra las Provincias Unidas. Heinrich lo había dicho demasiadas veces, no podía desdecirse: volvió a marcharse al valle del Rin, a la conquista de los tesoros de Brujas, abandonando a sus dos hijos. En efecto, después de uno o dos abortos naturales, su mujer, Katharina, había dado a luz un segundo niño, que recibió el nombre de su padre. Al día siguiente de la deserción de su yerno, el viejo Guldenmann sufrió una congestión y murió. De modo que Katharina se encontró sola para llevar la posada y el relevo. Además, Heinrich la había dejado embarazada de nuevo.

El establecimiento comenzó a irse a pique. Palafreneros y sirvientes se sucedieron en una cadencia infernal. Sólo podían soportar unas pocas semanas los gritos de Katharina, o se largaban aterrorizados por su reputación sulfurosa de mujer conocedora de las plantas medicinales. La clientela comenzó a escasear. Únicamente el nuevo pastor de Leonberg se apiadó de la familia Kepler. Este luterano de moral escrupulosa abrió una escuela en el pueblo, siguiendo las directrices del difunto Melanchton. Logró mal que bien convencer a los padres de una docena de chavales para que le confiasen su progenitura. Disfrutaba enseñando cuatro verdades simples a aquellos cerebros vírgenes. Pero el esmirriado Johann Kepler, de seis años, siempre apartado de sus compañeros, continuaba triste, apagado, víctima de una insondable melancolía. El diácono se preguntó si el acceso de viruela que el año anterior había atacado gravemente al niño no habría mermado su inteligencia.

Al cabo de tres meses de estar enseñando, mientras aún inculcaba a su clase el alfabeto y los números, se percató, al inclinarse por encima del hombro del hijo del posadero, de que éste ya sabía componer palabras completas. Después de clase se quedó con Johann y le interrogó. Le costó mucho trabajo hacer salir al niño de su mutismo, y quedó estupefacto del resultado: no sólo Johann había aprendido él solito a leer y escribir, sino que sabía hacer sumas y restas. El diácono se dirigió a la posada y no tuvo dificultad alguna en convencer a Katharina Kepler para que le confiase su niño dos horas al día a fin de darle clases particulares. Gratuitas evidentemente. Ella le explicó que su ambición era que Johann llegase a ser pastor. A partir de entonces, el niño se abrió, al menos con su maestro, porque con sus compañeros seguía estando taciturno. Los clientes de la posada y la mujeres del pueblo decían de él que era un falso, como su madre, y un pretencioso, como su padre. Él se sentía desgraciado por no parecerse al resto de los niños.