Capítulo 23

El vicario de Venusia y Longomontanus salieron de Uraniborg en la noche fría de aquel final de febrero de 1597. Sin embargo, no sentían el viento glacial que les azotaba el rostro; tanto les apasionaba la conversación que sostenían: se trataba del calendario instaurado quince años antes por el difunto papa Gregorio VIII. Tycho acababa, en efecto, de hacer pública una carta dirigida a uno de sus corresponsales alemanes, el astrólogo y alquimista Rantzau, que le pedía su opinión sobre la cuestión. Y el papa de la astronomía firmemente había tomado partido por el nuevo calendario, aunque éste había sido condenado por los calvinistas y los luteranos.

—Ciertamente —decía el vicario—, las dataciones papistas están mucho más de acuerdo con el ritmo de la estaciones. Pero, en fin, confesad que no ha sido una política acertada. Como si Tycho no tuviese ya suficientes enemigos. Y creo que Tengnagel se equivocó mucho al incitarle a publicar dicha carta.

—Qué queréis que diga —añadió Longomontanus, yendo aún más lejos—, me parece que nuestro fogoso caballero empuja siempre al maestro cuesta abajo. Así, por la lamentable inclinación de Tycho a la bebida…

No pudo acabar su frase. Dos sombras enmascaradas surgieron de la penumbra, blandiendo garrotes. El vicario y el astrónomo fueron arrojados al suelo y molidos a palos.

—¡Ya basta! —gritó una voz en la noche—. No vayáis a matarlos. Pero que mediten bien esta lección. Que sepan que impunemente no se es servidor del brujo de la isla roja, ¡maldito sea su nombre! Al día siguiente por la mañana, en la biblioteca, Tengnagel encontró a Tycho en un increíble estado febril. Estaba subido en un escabel y tiraba los libros al suelo, que un criado, mal que bien, intentaba apilar.

—¿Qué sucede, maestro? ¿Buscáis alguna obra?

—¡Ah! Finalmente estás aquí. Te han buscado por todas partes. En lugar de pasar tus noches persiguiendo a mi servidumbre, habrías podido proteger a Longomontanus y al vicario. Los han encontrado medio muertos al pie de Uraniborg. Mi ayudante se saldrá, pero el vicario… Y eso no es todo. Dos campesinos han sido degollados cerca de Stjerneborg. Con la punta de un cuchillo les han dibujado sobre la frente el número 666, la cifra del Diablo. Quieren asesinarme, Tengnagel, y tú, tú… Ayúdame a clasificar estos libros. Nos marchamos. Huyamos lo más rápidamente posible de este país de bestias y tiranos.

«Bien —pensó el caballero—. Maurus ha hecho un buen trabajo. Nada de testigos. Y Tycho muerto de miedo». Uno de los dos campesinos que habían servido de sicarios al cómplice de Tengnagel no era otro que el antiguo novio de Kirstine Brahe, antes de que Tycho la forzase.

Esta vez Tycho estaba firmemente decidido a abandonar su Ciudad de las Estrellas y dejar atrás su ingrata patria. El miedo a ser asesinado, los demonios o los trols que rondaban en torno a sus observatorios, la cifra del Diablo, y el zodíaco, que participaba en todo aquello, anunciándole las peores catástrofes… Pero partir significaba llevarse consigo todo lo que había construido, sus instrumentos gigantes, sus miles de observaciones. Así pues, comenzó por lo que le parecía más simple: su biblioteca. Todo aquel que en la casa sabía leer y escribir fue movilizado, puesto que él jamás había pensado en catalogar aquellas obras. Pero la clasificación tomó dos veces más tiempo de lo hubiese sido necesario, puesto que, a menudo, interrumpía aquel trabajo para sumergirse en una obra que había olvidado o que no había leído. Y sus ayudantes, toda su familia, esperaban pacientemente a que tuviese a bien ponerse de nuevo a clasificar.

—Autor: Nicolai Raimari Ursi. Título: Dithmarsi de astronomicis hypothesibus —anunció con su voz de gata la adorable Sophie, inclinada desde lo alto de su escabel, donde se había arremangado las faldas más de lo que la comodidad le exigía.

—¡Ursus! —exclamó Tycho—. Ignoraba que mi biblioteca contuviese un lechón de ese guardián de cochinos. Tírame esa porquería, bonita. Y tápate la piernas. ¡Vas a hacer que Tengnagel cometa faltas de ortografía!

Abrió la obra y exclamó:

—¡Ah, el tunante infecto, el vicioso! Escuchad esto, es el lema: «Yo les atacaré, como una osa a la que le quitan sus oseznos». ¡Es a mí a quien se dirige con estas palabras el porquero! Me acusa claramente de haberle robado.

A continuación se puso a hojear febrilmente las páginas del volumen, a la búsqueda de otra infamia. Finalmente, levantó la cabeza.

—Longomontanus, ¿conoces tú a un astrónomo llamado Johannus Keplerus? Debe de ser algo como Kepler, sin duda.

—Desconocido en el batallón, mi general —replicó alegremente el joven ayudante.

—Parece ser que habría imaginado un sistema, copernicano naturalmente, en el que los cinco poliedros de Pitágoras se intercalarían en las órbitas de los planetas. Otro de esos soñadores que inventan el universo sobre el papel sin levantar jamás la vista al cielo. Pues bien, Ursus publica una carta que ese energúmeno le envió. Leo: «No ignoro la gloria radiante de tu fama, que te sitúa en la primera fila de los matemáticos de nuestro tiempo, como el Sol entre los astros». Y yo, ¿yo que soy? ¿Una mierda?

—Ese Kleber ha debido de hinchar al Oso de vanidad —intervino Tengnagel, al mismo tiempo que palpaba el muslo de Elisabeth, que estaba sentada a su lado.

—Pues bien, ese Kleber, como tú dices, no logrará escapar a mi ira —exclamó Tycho adoptando una pose olímpica—. Longomontanus, tú te vas a Praga, con Jørgen. Al pasar, te matriculas en la universidad de Wittenberg, y también matriculas a mi hijo menor. Eso te servirá de cobertura. En Praga, entregarás una carta mía al emperador. Ahora sé cómo derribar al porquero, y al mismo tiempo hacer que reviente esa burbuja inconsistente de Kleber. Señores, los Habsburgo nos esperan. Tenéis delante de vosotros al futuro mathematicus del Sacro Imperio Romano Germánico.

—Pero —objetó Tengnagel— Mauricio de Nassau está dispuesto a recibiros y a construiros un observatorio mucho más hermoso que el de Venusia.

—Debéis saber, joven, que un Tycho no se pone al servicio de un simple stadhouder. Sólo un emperador es digno de él. Y eso, aún… Será Rodolfo quien me tendrá a su servicio.

—¡Ah, padre mío!, qué hermoso lo que decís —dijo extasiaba Magdalene, con un poco de espuma en la comisura de los labios.

De golpe, Tycho se había metamorfoseado. El cobarde inquieto que era hacía sólo un instante se había transformado en un general poniendo en orden a sus tropas antes de la batalla. Se encontraba en su terreno predilecto: el de la filosofía natural. Y ahí, no temía a nadie.

—Tingangel —ordenó—, cogerás el mismo barco que Longomontanus. Te dirigirás a Holanda para expresarle a Mauricio de Nassau el más profundo de mis respetos. Dale a entender que mi llegada está próxima. Llévate contigo a mi hijo mayor, Tyge. El heredero de Tycho será para él la mejor de las garantías. También llévate a Magdalene y a Sophie, e intenta encontrarles allí un buen partido entre todos aquellos mercaderes. Necesitaremos dinero.

—¿Y yo? —preguntó Elisabeth.

—Tú, oh Safo del Báltico, te quedarás junto a tu padre.

La mano de Tengnagel subió a lo largo del muslo de la tercera hija de Tycho.

—¿Y yo? —preguntó Cecilie, la benjamina.

—¿Tú? Empieza por sonarte. Ese moco que tienes en la ventana de la nariz es repugnante.

Una semana después de aquel consejo de guerra, el 15 de marzo de 1597, Tycho realizó una observación desde lo alto de su observatorio de Uraniborg. Ignoraba que era la última vez que lo hacía. Tres días pasaron antes de que un mensajero viniese a informarle de que el rey había decidido dejar de abonarle los beneficios de sus dos canonjías. Un barco partió entonces de Venusia, cargado con todos los manuscritos y libros de Tycho, así como con los aparatos de medición y de observación menos voluminosos. Tycho los enviaba, por una parte, a la universidad de Wittenberg; por otra, a uno de sus admiradores, al que suplicaba que le alojase en su castillo de Wandsbeck. Entonces, Tycho abandonó su isla, su Ciudad de Urania, sin echar una mirada atrás. Estaba demasiado ocupado vomitando hasta el alma en el canal que separa Hven de Copenhague.

Durante dos meses se enclaustró en su residencia de la capital, Farvergarden, ignorando que las botas de su sobrino Axel Brahe, acompañado de un ujier, recorrían el observatorio desierto de Uraniborg, y que sus ecos repercutían en la alta bóveda donde se levantaba el inmenso arco de circunferencia graduado.

El primero de junio de 1597, sin poder contenerse, Tycho salió de su casa y se dirigió a la torre redonda de la capital para observar desde allí cierta conjunción de dos planetas. Al pie de los escalones de ese observatorio, que él había hecho construir, los guardias le barraron el paso. Se dirigió al puerto y ordenó al capitán del único navío que le quedaba que se dispusiese a zarpar al día siguiente, 2 de junio, rumbo a Rostock.

A la aurora, cuando ya se disponía a abandonar definitivamente su residencia de Copenhague, entró un correo con un pequeño paquete. Lo abrió: era un libro. No echó ni siguiera una mirada a la obra y con gesto indiferente lanzó El misterio cosmográfico, de Johann Kepler, en la maleta entreabierta.