Capítulo 22

En julio de 1596, un mes antes de las ceremonias de coronación que consagraban al rey mayor de edad Cristián IV, un cometa cruzó el cielo de Venusia.

—¿Qué pensáis, maestro? ¿Qué presagia esto del reinado de vuestro rey?

Franz Tengnagel von Kamp era un joven caballero alemán que el año anterior se había desplazado hasta allí para estudiar. Iba recomendado por uno de los prestigiosos corresponsales de Tycho, el stadhouder Mauricio de Nassau. Por una vez, Tycho había aceptado, ya que comenzaba a percibir que su situación se estaba volviendo inestable, y que bien podría ser que, un día u otro, tuviese que abandonar Uraniborg. Guillermo de Hesse había muerto. Ursus, mathematicus del emperador, le cerraba las puertas de Praga. Así pues, ¿por qué no Holanda, entre otras tierras de asilo?

Su nuevo discípulo, al que Tycho se obstinaba en llamar «Tingangel», resultó ser un alumno aplicado, a pesar de que, como calculador, era lamentable. Pero, sobre todo, ejercía sobre Tyge, el hijo mayor de Tycho, una buena influencia, y parecía despertar a la ciencia a este adolescente malhumorado e indolente.

—Mi querido Tingangel, no estoy seguro de que esos bellos y caprichosos viajeros nos envíen presagios. Me he zambullido hasta el comienzo de la historia de los hombres, al menos desde que catalogan el paso de esos astros, he buscado en la Biblia e incluso en las leyendas paganas, todo ha sido inútil: jamás, jamás, he podido vincular un gran acontecimiento del mundo con la aparición de un cometa. Por lo tanto, la mayoría de edad del monarca danés… Pienso que, en el fondo, los cometas son enviados por Dios como el gruñido que lanza un padre para decirles a sus hijos: «Dejad de hacer tonterías, si no tendré que castigaros duramente». Además, viajan en línea recta y no siguiendo una órbita, no aparecen de una manera regular. No, decididamente creo que, con los cometas, Dios se divierte en asustarnos.

Tengnagel asintió calurosamente con la cabeza. Aprobaba todo lo que decía Tycho. En aquel mismo instante, el joven Tyge —arrastrado por su padre a la terraza del observatorio para que observase desde allí el cometa, cuando en realidad el muchacho habría preferido dormir— contemplaba en su dedo índice, a la luz de la Luna, un moco que acababa de sacarse de la nariz. Tengnagel sin embargo insistió:

—Sé, maestro, que estáis por encima de tales contingencias. No obstante, sería una buena política aprovechar este fenómeno para predecir a Su Majestad un largo y glorioso reinado que…

—¡Eso jamás! No hay que hacer trampas con las estrellas. No me rebajaría a cometer un horóscopo mentiroso para el pequeño Cristián a fin de lograr sus favores. ¡Qué me expulse de Uraniborg, si así lo desea, pero mi honor estará a salvo! Por lo demás, como escribí en un poema al emperador Rodolfo, cuando me pidió que fuese a su lado, antes de que se encaprichase de ese estafador de Ursus, ese guardián de puercos: «Para el hombre valiente…». ¿Tyge?

El muchacho cubierto de granos sacó su dedo índice de la boca y recitó con voz monocorde:

—«Para el hombre valiente, todo suelo es patria, / ya que el Cielo por doquier está en lo alto».

—¡Admirable! No contento con ser el nuevo Hiparco, sois, maestro, Virgilio resucitado. ¡Ah, qué hermosura!

Y el brazo de Tengnagel barrió la bóveda estrellada.

—No ha salido del todo mal, en efecto —replicó Tycho, poniendo una cara modesta.

A pesar de su caída en desgracia, Tycho fue invitado, a finales del mes de agosto, a la coronación de Cristián IV. Las ceremonias no tuvieron lugar en la basílica, situada a una legua al sur de la capital, sino en la catedral de Copenhague. Según el gran chambelán, en efecto, habría sido demasiado arriesgado hacer penetrar a toda aquella multitud en un monumento cuyo techo amenazaba con hundirse en cualquier momento. Sólo Tycho no se dio cuenta de que él era la causa de esa sorprendente falta de respeto a las tradiciones. Se le había ordenado venir solo, puesto que se seguía considerando a su esposa como ilegítima y a sus hijos como bastardos.

Antes de partir de Venusia, había encargado a Tengnagel del cuidado de su mujer Kirstine y sus seis niños. En los dieciocho meses que el joven caballero westfaliano llevaba viviendo en Uraniborg, se había convertido en indispensable para el señor del lugar. De una gran belleza y de una elegancia refinada, buena espada y excelente bailarín, pronto había comprendido que Tycho no lo mantenía a su lado por sus lamentables aptitudes para la observación del cielo. Por iniciativa propia, se hizo profesor de buenos modales, para que los hijos Brahe se convirtiesen en auténticos gentileshombres y pudiesen estar a la altura de su rango en todas las cortes de Europa. No era un asunto baladí, puesto que los dos muchachos, de quince y trece años de edad, jamás habían salido de la isla. Su padre, después haber maltratado a algunos preceptores, se encargaba personalmente de su educación, y él mismo no era un modelo de refinamiento.

Tycho sentía por sus hijos un amor ciego, sobre todo por el mayor. ¡Hay que decir que había esperado mucho tiempo antes de tener varones que viviesen más de unas cuantas semanas! Ya había decidido su destino, de acuerdo, claro está, con la configuración de los cielos en el momento de su nacimiento. El mayor, Tyge, proseguiría la obra astronómica de su padre. Jørgen, el menor, se consagraría a la alquimia. Por lo que se refería a sus cuatro hijas, las tenía por cosa sin importancia. Tengnagel, sin embargo, le convenció de que serían excelentes partidos. Que realzarían su blasón, si se buscaba un esposo bien nacido en otro sitio que no fuese Copenhague, y a condición de que se les inculcasen sólidas lecciones de buenos modales.

A Tengnagel le gustaban las mujeres, y ellas le correspondían. Cuando estuvo por primera vez en presencia de Kirstine Brahe y sus hijas, apostó con su criado, que le servía sobre todo para proporcionarle jóvenes y bonitas víctimas, a que conquistaría a las cinco. Luego se retractó. Si aquello se llegaba a saber, sería expulsado inmediatamente y fracasaría en la misión que le había confiado el stadhouder Mauricio de Nassau: atraer a Tycho por todos los medios a las Provincias Unidas.

De victoria en victoria sobre los españoles, la joven república bátava ahora quería constituir una poderosa marina, dotada de los instrumentos más perfeccionados. Un astrónomo de tan gran renombre como Tycho le sería de una gran utilidad. Para no alertar a los daneses, siempre tan desconfiados cuando veían rondar a un holandés por sus estrechos, el stadhouder prefirió pagar muy generosamente a ese joven aventurero westfaliano, que parecía muy competente.

Tengnagel tenía, efectivamente, todas las cualidades para llevar a buen término su misión: la habilidad hipócrita, un falso candor que sólo era cinismo, una sed de dinero inextinguible, la total ausencia de escrúpulos morales. Por lo demás, le conocí mucho más tarde en Praga: era el menos molesto de los compañeros, el más galante de los gentileshombres. En cuanto llegó a Copenhague, fue convocado por el canciller Walkentrop para sufrir, como todos los visitantes de Tycho, un interrogatorio. Eligió la franqueza y contó todo lo relativo a su misión:

—Nuestros intereses están unidos, Vuestra Excelencia: vos queréis que Tycho se aleje de Dinamarca; yo, por mi parte, quiero que vaya a Holanda. Unamos nuestros esfuerzos. Pero… yo no hago nada a cambio de nada.

Los dos hombres se despidieron encantados el uno del otro. El canciller satisfecho de contar finalmente con alguien que le informaría de todo lo que sucedía en la isla de Venusia, y el hábil caballero de tener una bolsa llena.

—¿Lo ves, Maurus? —le dijo a su criado, un liejense al que había reclutado en un burdel de Ostende—, ¿lo ves?, creo que hemos cogido a la fortuna por los pelos. Sobre todo, no la soltemos. Además, creo que vamos a pasar una agradable temporada en esta isla de nombre predestinado…

Una agradable temporada la pasaron. Tengnagel vio enseguida lo que le faltaba a Tycho: alguien que le venerase sin disimulo. Alguien que se confesase ignorante de todo, pero con un gran apetito de aprenderlo todo de boca de su maestro. Al rey de Uraniborg le gustaba que le alabasen, pero no en el ámbito en que había hecho su fama, la astronomía. En ese sentido, se sentía tan completamente seguro, con justicia, de su genio, que el menor cumplido le volvía desconfiado. En cambio, cuando se trataba de la poesía, tenía necesidad de alguien que le diese confianza en sí mismo. El halago gusta a la falsa vanidad, pero jamás al legítimo orgullo.

Tycho, por lo general tan desconfiado, que temía de cada uno de sus visitantes que hubiese venido para robarle su fabuloso tesoro, fue conquistado por este joven que no amenazaba con hacerle sombra en su reino estelar. Como le gustaba tenerlo a su lado, lo convirtió en una suerte de gran chambelán, encargado de ocuparse de la gente de la casa. Como ministro de astronomía, le bastada el leal y eficaz Longomontanus.

Después del padre, era cuestión de seducir a los hijos. Esto resultó fácil. Tyge, muchacho hipócrita y estúpido, odiaba a su padre tanto como éste le amaba. El hijo mayor sólo tenía una ambición: ser admitido entre las grandes familias danesas, que se olvidase su bastardía y convertirse, llegado el día, en el primero de los Brahe. Al enseñarle esgrima y danza, Tengnagel pronto lo transformó en su admirador incondicional. Con respecto al menor, el asunto fue más sutil. Jørgen, en efecto, persuadido de que su padre le ignoraba, hacía una y mil sandeces para que éste se fijase en él. Todo él no era más que risas tontas y bromas estúpidas. En pocas semanas, a fuerza de consejos y recomendaciones, Tengnagel lo convirtió en un muchacho modoso, comedido y, para decirlo todo, sentencioso. Pero su padre seguía sin fijarse en él.

Maurus, por su parte, se centró en la intendencia. Comprendió que el más peligroso de la casa de Tycho era el enano Jeppe: con una palabra, el bufón podía destruir a un hombre. De modo que lo sedujo y le reveló los placeres de los amores socráticos. Luego le invitó a compartir sus retozos con las chicas de la cocina y las habitaciones. A partir de entonces, no se escuchó a Jeppe emitir la menor ocurrencia contra Tengnagel.

Quedaba por sitiar el gineceo. La madre, Kirstine, era una campesina grande y fuerte, que había sido muy hermosa, antes de que los múltiples embarazos la pusiesen gorda. Dirigía a la servidumbre con una mano de hierro, vigilando que no hubiese el más mínimo derroche. Nadie sabía qué era lo que pensaba de los suntuosos festines que su marido ofrecía generosamente a sus visitantes. ¿Había comprendido por qué Tycho la había elegido por esposa, a ella, la hija de un campesino? Cabe pensarlo, puesto que Tycho, durante los dos decenios de su estancia en Venusia, jamás tuvo que preocuparse del menor problema de intendencia. En el curso de la visita del rey Jacobo VI de Escocia, yo no la pude ver, ni nadie, por otra parte. Ella sabía mantenerse en su rango: el de una ama genitora y nada más. Mucho tiempo después de la muerte de Tycho, Tengnagel contaría, con aquel cinismo encantador que le era propio, que aunque hubiese querido mantener su apuesta, la habría perdido, pues no habría podido obtener los favores de Kirstine. Ni de su hija mayor, Magdalene.

Sin embargo, era sobre ella sobre la que primeramente había puesto sus miras, firmemente decidido a trabajar también por cuenta propia y a casarse con una de las cuatro hijas. Él, el caballero sin dinero y que vivía del cuento, no iba a dejar escapar aquella ocasión única: tener la posibilidad de elegir entre cuatro dotes y convertirse en el yerno del hombre más rico de Dinamarca. Magdalene tenía entonces veintidós años, era bonita, al igual que, por otra parte, sus hermanas, pero poseía un no se sabía qué de seca y arisca, de solterona. Sin esperanzas ya de tener un hijo, su padre le había dado algo parecido a una educación, hasta la edad de trece años, cuando estuvo seguro de que Tyge sobreviviría. Y, además, Jørgen acababa de nacer. A partir de entonces se la veía rondar como una sombra por el observatorio, el laboratorio y la biblioteca, bebiendo las palabras de su padre como si fuesen las del Mesías. Su madre la reprendía constantemente, la trataba de inútil, de tonta, de zoquete…

La segunda, en cambio, gozaba de todos los favores de su madre. Con dieciocho años, Sophie tenía todo lo que caracterizaba a la bonita pastora descarada. Alegre, risueña, siempre con una canción en los labios, estaba lejos de poseer la sabiduría de su nombre. Por las miradas que ella le lanzaba, Tengnagel pronto se dio cuenta de que no tendría dificultad alguna en meterla en su cama, y que él ciertamente no sería el primero. Pensó un instante en cosechar aquel placer fácil, luego decidió posponerlo para más adelante. Él no buscaba una noche, sino una vida, una dote. Además, la perspectiva de llegar algún día a ser cornudo no le entusiasmaba demasiado.

Cecilie, la benjamina, no tenía aún catorce años. Inútil intentarlo. Así pues, sólo quedaba Elisabeth. La bella, la sombría, la melancólica, la misteriosa, la inaccesible Elisabeth. El hombre mujeriego que era Tengnagel no podía sino sentirse tentado por esta conquista ardua. ¡Qué sutiles maniobras de aproximación, qué desaires cada vez menos severos, qué lágrimas sobre el papel de cartas! Se regodeaba por anticipado. Pero antes tendría que hacer ver que la ignoraba. Así pues, cortejó a la mayor, Magdalene, coqueteó con la benjamina, Cecilie, y se acostó, finalmente, con Sophie.

Tycho regresó de las ceremonias de la consagración de un execrable mal humor. Comenzó por darle una patada en el vientre al enano Jeppe, insultó a Longomontanus por un error de cálculo y pidió a Tengnagel que se aislase con él en el gabinete de trabajo. Se puso a dar vueltas, con las manos a la espalda.

—Hacerme eso, ¡a mí! Ponerme en la tercera fila, detrás de los Bille y los Oxe… Luego llamar a mi hijo menor para que fuese a rendir homenaje al rey, en nombre de los Brahe. Hacerme eso, a mí, ¡al único danés que el mundo conoce! ¡A mí, el mayor astrónomo vivo!

Cogió una botella de tinta y la lanzó con violencia contra el gran retrato de Jacobo de Escocia que estaba colgado encima de una de las dos chimeneas. El retrato que estaba enfrente era el suyo.

—¡Y eso no es todo! Se me convoca a un consejo de familia. ¡Y mi hermano me ordena que pague de mi bolsa las reparaciones de sus jodidas basílicas! ¿Por qué me toman? ¿Por un canónigo?

La tinta chorreaba a lo largo de las mejillas del rey de Escocia, peinándole una barba de apóstol.

—¿Te gustaría que me largase, eh, pequeño Cristián? —gritaba Tycho—. No te daré ese placer. Venusia es mi obra. He gastado ríos de oro en todo esto, ¡por no decir nada de las contrariedades y las tribulaciones que he sufrido aquí durante veintiún años! Tendrán que echarme a la fuerza o matarme aquí mismo.

Aquella decisión no convenía a los intereses de Tengnagel. Dijo con un tono suplicante:

—¡Por Dios, maestro, no reclaméis para vos el martirio! No permitáis que os conviertan en el nuevo Giordano Bruno.

Al oír el nombre del pobre monje italiano que se pudría en los calabozos de la Santa Inquisición, Tycho se calmó de golpe. De carmesí, pasó a blanco, y sus manos se pusieron a temblar. Murmuró mirando a su alrededor:

—¡No hables de ese asunto bajo mi techo, te lo ruego! ¡Jamás!

Tengnagel comprendió dónde estaba el talón de Aquiles del hombre al que soñaba convertir en su futuro suegro: bajo el discurso racional del filósofo de la naturaleza vibraban oscuros temores supersticiosos; bajo la máscara del príncipe bravucón, el miedo al dolor físico. Era por ahí por donde lo convencería, y no seduciéndole con la dulzura de vivir bajo el cielo holandés. Hizo como si no se hubiese percatado del momento de pánico de su interlocutor y dijo, como alguien que piensa en voz alta:

—Si lo he comprendido bien, el objeto del litigio son esas dos basílicas que tenéis a vuestro cargo. Por lo que he podido ver de las iglesias danesas, todas de madera y ladrillo, no debe ser un decimotercer trabajo de Hércules darles un ligero aire nuevo, por poco dinero.

—¿Te encargarías tú de ello?

—Bueno, maestro… Presumo de ser bastante hábil en ese tipo de trabajos. Para deciros la verdad, nada me divierte tanto como restaurar cosas viejas. Mi gusto por lo antiguo, no es cierto…

—Entonces, no hablemos más —dijo Tycho, de repente alegre—. Te nombro inspector de los monumentos de la nación Escandia. ¿Puedo hacer que te acompañe, en esta misión, mi hijo menor Jørgen? Es tiempo de que ese niño aprenda alguna cosa acerca de la historia de su país. Te escribiré una nota para el bravo Vedel. Mi antiguo preceptor siempre tiene algo que decir sobre este tema. Se llenará de alegría iniciándote en las sagas de Erik el Rojo y de Hamlet el Prudente. Dios, ¡cómo me cargaba con esas historias en la época en que era chivato de mi tío! Pero es un agradable compañero, ya lo verás… Ah… y luego… Me molesta un poco pedirte este servicio.

—Acepto por adelantado, maestro.

—Verás, mi hija Elisabeth se apasiona por todo lo relacionado con el arte y la música. Tiene, por lo demás, buena mano con el carboncillo y una voz agradable. No es como esa gran desgarbada de Magdalene, de la que he perdido la esperanza de poder encontrarle un marido, y esa puta de Sophie…

—Maestro, ¡uno no habla de esa manera de sus propias hijas! —se molestó Tengnagel, con grandes muestras de sinceridad.

—Calla, calla, no soy idiota. En cuanto un hombre no demasiado feo desembarca aquí, Sophie menea el culo como una perra caliente. Y encuentro que tienes mérito al haberte resistido a sus maniobras. Yo, en tu lugar…

—Maestro, oh, maestro, veamos… —protestó el caballero—. Jamás osaría… Pero, por lo que respecta a la pequeña Elisabeth, ¿no la encontráis un poco joven para…?

—En fin, lo dicho, te la llevas.

En cuanto tuvo instalados a Jørgen y a Elisabeth en la casa que Tycho tenía en Copenhague, Tengnagel se dirigió a la cancillería. Walkentrop le esperaba en un estado de gran excitación. También se hallaba presente el contraalmirante Manderup Parsberg, el antiguo cortador de narices, convertido en un hombrecillo sonrosado y regordete. El canciller esgrimió un libro bajo la nariz del visitante.

—¿Habéis visto esta infamia?

Tengnagel miró la obra y se asombró.

—¡Vaya! Tycho no me había informado de que hubiese publicado su correspondencia con el difunto conde Guillermo de Hesse. ¿Cómo puede ese diablo de hombre hacer cien cosas al mismo tiempo? Por lo que yo sé, sólo son intercambios entre personas muy eruditas sobre sus observaciones astronómicas.

—Habéis leído mal, caballero. En sus cartas Tycho no cesa de insultar a su patria y a su rey, quejándose de la ingratitud de Sus Majestades, Federico y Cristián, pretendiendo que todos los daneses, incluida su familia, son unos ignorantes y unos bárbaros… ¡Y elige para publicarlo el año de la coronación de su soberano! ¡Es una infamia, sí, es una infamia!

—Pues bien, haced que quemen el libro.

—Imposible caballero —intervino Manderup con su vocecita aflautada—. El rey va a contraer matrimonio el próximo noviembre con la hija del margrave de Brandemburgo. Una Hohenzollern. Todos los grandes electores reformados estarán presentes en la boda, incluido el heredero del difunto Guillermo, el conde de Hesse-Kassel, que, por lo demás, debe de ser primo de nuestra de futura reina. ¿Imagináis cuál podría ser su reacción si se enterase que se han destruido los escritos de su predecesor?

—¿Formará parte Tycho del séquito real durante la ceremonia que se celebrará en Brandemburgo?

—Ciertamente no —respondió el canciller—. Que sienta de este modo que recae sobre él el peso de la desgracia.

Tengnagel cruzó los dedos sobre su boca y reflexionó durante un buen rato. Finalmente dijo:

—Cuanto más marginado se siente por la monarquía, más, en su orgullo herido, se obstina y se queja en el extranjero de la suerte que su rey le reserva. Cuanto más intenta rebajarlo su rey, más se eleva él a los ojos del mundo. No, no es así como se marchará de aquí.

—Hay que hacer que tenga miedo, explotando sus creencias supersticiosas —dijo Manderup—. Tycho es un vanidoso. Y, como todos los vanidosos, también es un cobarde. Estoy en condiciones de saberlo. Le llaman brujo; también se cuenta que hizo matar a todos los gatos negros de la isla. Lancemos contra él un exorcismo. Caballero, ¿conocéis al vicario de Hven?

Sí, Tengnagel conocía a aquel hombre íntegro, buen predicador y médico personal de Tycho, con el que practicaba la alquimia. Ciertamente no sería ése quien iría a exorcizar el laboratorio de Uraniborg. Pero se abstuvo de precisárselo a los otros dos. La idea que acababa de germinar en su cabeza no debía ser compartida con nadie.

—Yo me encargo del vicario —dijo, sin embargo.

Al día siguiente, con Vedel y los dos hijos de Tycho, Tengnagel zarpó rumbo a la costa Noruega, a fin de visitar allí el santuario de los primeros reyes daneses. Para complacer el espíritu atormentado de Elisabeth, en su calidad de fino estratega de la seducción, la llevó, por la noche, a visitar de nuevo la basílica para, tal vez, encontrar allí algún espectro. Pero sus intenciones eran puras. Antes de asediar aquella tenebrosa ciudadela, reputada inexpugnable, que era la tercera hija de Tycho, pensaba que previamente era necesario hacer una larga labor de zapa. ¡Cuál no fue su sorpresa cuando, bajo la bóveda de la catedral, ella le abrazó y le besó en la boca con bastante más fogosidad que su hermana mayor Sophie! Luego cayeron sobre la estela de Harald Diente Azul, que tal vez era un lejano antepasado de Elisabeth Brahe.