No todo iba bien en Venusia. Ya en tiempos de Federico II, el rey, que sin embargo tenía para con Tycho todo tipo de deferencias, le había convocado tres veces a Copenhague para sermonearle. Los isleños, en efecto, se habían quejado de que Tycho usaba y abusaba de las prestaciones obligatorias para hacerles trabajar en la construcción, primero de Uraniborg, luego de Stjerneborg, haciéndoles así perder días de pesca y de faena en los campos. Tycho había prometido que, una vez que las obras estuviesen concluidas, aquello no volvería a pasar. Cumplió su palabra. Campesinos y pescadores ya no tuvieron motivo alguno para protestar de su señor, que no era ni mejor ni peor que cualquier otro. Les daba miedo, pero le reconocían una gran cualidad: él los ignoraba. Además, algunos de sus hijos servían bien en el castillo, bien en su guardia, bien como marineros en sus barcos. Y la paga era buena. Pero las cosas se pusieron feas para Tycho tras la muerte de Federico, acaecida en abril de 1588. El escándalo estuvo a punto de estallar durante los propios funerales del monarca: la basílica de Roskilde, en la que el difunto había de ser inhumado, estaba en un estado deplorable, vidrieras rotas, frescos desconchados… Ahora bien, el encargado de cuidar esta iglesia era el papa de la astronomía, canonjía por la que era ampliamente prebendado. Fue peor aún durante la coronación de Cristián IV, que tuvo lugar unos meses después. El buen «canónigo» Tycho se había olvidado de ordenar que se eliminasen las huellas de la ceremonia fúnebre. El nuevo rey no tenía aún doce años; el consejo de regencia estaba dominado por los Brahe y colaterales. A pesar de las extravagancias de aquel que ahora era el jefe de este poderoso clan, sus miembros hicieron frente común contra las protestas de las otras grandes familias. El pequeño rey parecía un pelele en manos de los Brahe. Concedió incluso a Tycho una de las torres más altas de las murallas de Copenhague para que instalase en ella un nuevo observatorio. Desde allí fue desde donde, en febrero de 1590, observó un gran cometa, en compañía del joven Cristián y de su real visitante Jacobo VI de Escocia.
He narrado más arriba el viaje de los dos monarcas a la isla de Hven. Durante la travesía de vuelta a Copenhague, Jacobo y Cristián permanecieron a solas en la cabina del comandante, a bordo de la nave engalanada. El joven rey, desde la altura de sus trece años, estaba loco de ira por la humillación que Tycho le había hecho sufrir al postergarlo. Proyectaba nada menos que ordenar su asesinato. A mi soberano le costó disuadirle. Le explicó que el asesinato del que era considerado como el mayor astrónomo desde Ptolomeo inauguraría muy mal su reinado, en un tiempo en que los reyes se hacían protectores de las artes y las letras. Y le aconsejó que aprendiese a disimular, como todos los grandes monarcas saben hacerlo, hasta el día en que se sienten firmemente asentados sobre su trono. Así habían hecho el emperador Augusto, Luis XI y Enrique IV de Francia, así lo había hecho él mismo, Jacobo VI de Escocia, que había simulado indiferencia cuando el 8 de febrero de 1587 la cabeza de su madre, María Estuardo, había rodado en el cadalso. Y además, seguro de su impunidad, Tycho cometería algún día un error imperdonable, que le obligaría al exilio o a la sumisión. Pero sobre todo, sobre todo, nada de asesinatos, nada de martirios.
El rey Cristián hizo algo mejor que seguir aquellos consejos, puesto que Tycho no tuvo necesidad de que le empujasen mucho para cometer errores. El astrónomo comenzó por rechazar el cargo de canciller, vacante desde la muerte de su tío Steen Bille, el alquimista, aduciendo que el mismo era incompatible con la búsqueda de la verdad cosmográfica. El rey tuvo así las manos libres para elegir a un ministro que no formaba parte de la pandilla de los Brahe, Oxe y Bille. Nombró a un tal Walkentrop, de nobleza reciente, que le sería totalmente fiel. Tycho tenía demasiados prejuicios de casta como para no despreciar a aquel hombre. Y cuando el canciller le envió sus peticiones cada vez más conminatorias relativas al mantenimiento de las dos basílicas de las que estaba encargado, no se dignó ni siquiera darles respuesta. ¡Habría que ver si un Walkentrop se atrevía a suprimir los beneficios de un Brahe!
Durante el verano de 1592, Cristián anunció a Tycho que visitaría la isla de Venusia en compañía del Consejo, del Almirantazgo y unos arquitectos. El pretexto era que tenía el proyecto de abrir una escuela naval siguiendo el modelo inglés, a fin de que Dinamarca participase finalmente en la conquista del Nuevo Mundo. Era también una manera de recordar que aquel lugar estratégico todavía formaba parte del dominio real, y que jamás había sido concedido a Tycho con carácter vitalicio.
Inquieto y desquiciado ante la idea de que su Uraniborg pudiese ser invadido por una treintena de jóvenes aristócratas, a los que imaginaba sobre el modelo de Manderup Parsberg, su cortador de nariz, esta vez Tycho decidió mostrarse como el más humilde de los súbditos de Su Majestad, con el fin de disuadirle de aquel proyecto: Dinamarca no carecía de puertos y arsenales mucho mejor adaptados a dicha enseñanza que una isla ventosa. Asimismo se propondría para impartir personalmente, y de manera gratuita, cursos de astronomía aplicada a la navegación. En fin, para poner al joven rey en la mejor de las disposiciones, no escatimaría nada y ofrecería al monarca la más fastuosa de las recepciones, que se cerraría, después de un festín digno del Olimpo, con un castillo de fuegos artificiales.
En aquel final de mañana de principios de julio, el navío del rey y su escuadra fondearon a unos centenares de brazas de Venusia. Vestido con sus más bellas galas, Tycho había descendido solo hasta el muelle, mientras su servidumbre y los habitantes de la isla formaban una doble hilera a cada lado del camino que subía al palacio de Urania, enteramente cubierto de lujosas alfombras. Ayudó a Cristián IV a bajar del barco y se inclinó profundamente delante del adolescente. Éste le levantó y le cogió familiarmente del brazo, como se hace con un tío o un abuelo. Subieron hasta el palacio bajo los vivas. El séquito real les seguía a una notable distancia. Los dos arquitectos y un oficial habían ya abandonado el cortejo para inspeccionar las fortificaciones.
El joven rey contempló con curiosidad los edificios y los aparatos, e interrogó a Tycho sobre muchas cuestiones. Tycho se percató de que Cristián se extasiaba sobre todo ante un planetario de latón dorado, capaz de imitar el movimiento diurno gracias a unos engranajes adecuados, al mismo tiempo que el Sol y la Luna realizaban sus movimientos, presentando la Luna incluso la diversidad de sus fases en su recorrido mensual. A partir de ese momento Tycho insistió en regalárselo, y dio órdenes para que se transfiriese el precioso instrumento al Tesoro real. En reciprocidad, Cristián regaló a Tycho un collar de oro de gran elegancia, que tenía la costumbre de llevar, y que estaba decorado con su efigie personal.
Así pues, todo iba sobre ruedas. Después de la comida, Tycho simuló improvisar un elogio en latín a su rey, elogio que se había aprendido de memoria. Aquello indispuso a algunos altos personajes de la corte, que no comprendían la lengua de Cicerón. El poeta del rey, Vedel, respondió en danés con un amable agradecimiento a su anfitrión, en el que evocó la manera en que antaño, cuando era su preceptor, había prohibido a Tycho entregarse a la astronomía. El tono era amablemente irónico y amistoso. Sin embargo, las risas de los comensales y del rey, ésas, no lo eran. Finalmente, el rey declaró que quería conversar en privado, en compañía del canciller y del chambelán, con aquel al que él llamaba su «buen padre Tyge».
Los cuatro hombres entraron en el gabinete de trabajo de Tycho, cuya llave sólo tenía él. En el interior, pegados a un pilar, había dos enormes mastines negros, que se pusieron a ladrar ferozmente. Con un gesto, Tycho los calmó y explicó:
—Son los dos perros que me envió Su Majestad Jacobo VI de Escocia en agradecimiento por mi recepción. Los he llamado Castor y Pólux, puesto que nacieron bajo la configuración de Géminis.
—¡Hermosos animales! Deben devorarte en carne una buena parte de tus beneficios.
Y el rey, encantado de aquella ocurrencia, se instaló detrás del escritorio. Viendo a un desconocido ocupar el sitio de su amo, los dos mastines se pusieron a gruñir con ferocidad. El canciller Walkenrop intervino:
—¿Harás salir de aquí a esos monstruos, Tycho, antes de que ataquen a Su Majestad?
—¿Esos monstruos? ¿Cómo os atrevéis a hablar así de un presente real?
—¿Ah, sí? ¡Vas a ver lo que hago de tu presente real!
Walkenrop se acercó a una de las fieras, a riesgo de ser mordido, y envió una magistral patada a las impresionantes partes genitales de Castor. A menos que fuesen las de Pólux. El perro dio un salto y se desplomó gimiendo, mientras que su espantado compañero se refugió detrás de la columna. Tycho cogió al canciller por el cuello.
—¡Te haría lo mismo si tuvieras algo debajo de la bragueta!
—Señores, señores —intervino el gran chambelán—. Os recuerdo que estáis en presencia del rey.
Cristián, sin embargo, había prorrumpido en una sonora carcajada: después de todo, sólo tenía quince años. Luego, de pronto, recuperó su seriedad y, con una gran autoridad que sorprendió a Tycho, dijo:
—¡Ya basta! ¡Qué saquen de aquí a esos animales! Tenemos que hablar de cosas serias.
Entre las cosas serias, no se trató de la escuela naval, sino del mantenimiento de las dos basílicas al cuidado de las cuales estaba Tycho, luego del estado lamentable de las fortificaciones de Venusia, a continuación de las quejas que emanaban del vicario de la isla, más tarde de los médicos que afirmaban que el señor de los lugares practicaba la brujería sobre los insulares. Finalmente, el rey se levantó. Unos minutos después de aquella entrevista, el monarca y su séquito habían abandonado la isla, dejando a Tycho completamente desconcertado. Al caer la noche, como provocación, puesto que sabía que se le vería desde Copenhague, hizo encender un castillo de fuegos de artificio, a la mayor alegría de la cincuentena de familias de pescadores y campesinos de Venusia.
Tycho no tenía mucho sentido político. Su pasión exclusiva por la observación astronómica no mejoraba su conocimiento de los sutiles juegos de poder. Sin embargo, esta vez había comprendido muy bien que el joven monarca no iba a esperar los cuatro años que aún le separaban de su mayoría de edad para reinar apoyándose sobre los gremios burgueses, la universidad y el pueblo. El señor de Uraniborg debía, por consiguiente, demostrar que compartía sus puntos de vista, que le ayudaría a amordazar a los clanes más poderosos, de los que, sin embargo, él mismo era un miembro considerable, y que pondría todo su arte al servicio del trono y del pueblo, comenzando por el que vivía en su isla.
Entonces el antiguo tirano se volvió filántropo. Su médico y él, ambos paracelsianos convencidos, se pusieron a prodigar gratuitamente sus cuidados a las gentes de Venusia. Hubo algunas curaciones, calificadas, claro está, de milagrosas, y pronto la gente comenzó a acudir, a bordo de barcas de pescadores, desde las dos orillas del estrecho, hasta el punto de que Tycho se vio obligado a hacer venir a otro médico de Rostock, el hijo de Levinus Battus, que antaño le había curado después de su duelo. Se comenzó a llamar a Tycho «el buen brujo de Venusia». Si hubiese querido disgustar a los médicos y boticarios daneses, no lo podría haber hecho mejor. Las quejas afluyeron a los despachos del canciller Walkentrop. Este consideró la ocasión demasiado hermosa, pero el rey le pidió que esperase un poco, y se contentó con recordarle a Tycho sus deberes de guardián de los santuarios de los reyes de Noruega y Dinamarca.