Aquel 20 de marzo de 1590, yo tenía quince años y seguía a mi rey, Jacobo VI de Escocia, que iba a buscar a su futura esposa, Ana de Dinamarca, hija del difunto Federico II, muerto hacía ya dos años. La boda debería haber tenido lugar en Edimburgo, pero el barco de la reina había naufragado en la costas de Escania. Como un caballero de los tiempos antiguos, el rey Jacobo fue en persona a llevarse a su prometida. Se casaron en Oslo. Para un cerebro de adolescente, empapado de novelas de caballerías, participar en aquella aventura era tan extraordinario como asistir a los amores de Tristán e Iseo. Y cuando, perdido en el cortejo, puse el pie sobre el muelle de Venusia, creí desembarcar en la corte del rey Arturo o en el bosque de Brocelianda, en tierras del mago Merlín. Pero allí, el monarca Tycho Brahe no portaba al costado la espada Excalibur. Hacía sonar sobre el suelo enlosado la contera de plata de un extravagante bastón, al que llamaba el bastón de Euclides. Por lo demás, iba vestido completamente de rojo, con una cascada de encajes de los colores de su isla, Hven la escarlata.
Sus mejillas, llenas de vida, y el rubio, discretamente rojizo, de su cabellera daban fe de una constitución vivaz. Parecía tan grande como grueso, pero cierto paje malicioso del séquito del rey Jacobo hizo notar a uno de sus camaradas que llevaba tacones de al menos dos pulgadas de alto. Yo estaba sobre todo escandalizado por la manera en que se comportaba, como tutor o como regente, cosa que no era, con el joven rey Cristián, apenas dirigiéndole la palabra. Tycho parecía hacer más caso a su propio hijo, Tyge, de nueve años de edad. En la corte de Copenhague las intrigas se agitaban alrededor de Cristián. La visita improvisada de Jacobo VI tenía motivos para inquietar a los grandes de Dinamarca. No se sabía qué pensar de aquel hombre de veintitrés años y de hermosa prestancia que había recibido la noticia de la ejecución de su madre con una soberbia indiferencia. Por el contrario, se había vuelto muy íntimo del verdugo de María Estuardo: su prima Isabel de Inglaterra. Si ésta no dejaba heredero, lo que por el momento era evidente, Jacobo la sucedería. Y si, al otro lado del mar, le ocurría un accidente al joven rey de Dinamarca y Noruega… En aquella época yo me deleitaba con aquellas conjeturas, que quizá se hallen en el origen de mi vocación de diplomático.
Cuando el rey Jacobo le visitó, hacía unos quince años que Tycho reinaba, sin compartir el poder, sobre su isla y sus dos palacios, la Ciudad de Urania y la Ciudad de las Estrellas. «El papa de la astronomía» se había convertido en una leyenda en el mundo de los eruditos.
Todo aquel que, en Europa, presumía de practicar el arte de observar las estrellas había acudido allí, como colega deseoso de arrancarle algunos de sus secretos o como simple curioso, en particular de la nobleza, que se divertía viendo a ese aristócrata dirigir la manipulación de sus instrumentos igual que un capitán de navío maniobrando bajo la tempestad. Cuando un fenómeno celeste excepcional era anunciado, su flotilla no cesaba de ir y venir entre Copenhague y el desembarcadero de Venusia.
Tycho se había reconciliado, por medio de cartas, con el conde Guillermo de Kassel. Éste, siempre tan inconsolable por la muerte de su hija, hacía cultivar en sus invernaderos, por el famoso médico francés Charles de L'Écluse, plantas venidas de los cuatro rincones del mundo: el jazmín de Arabia, el tabaco de México, el tulipán de Turquía, la patata de Perú, y muchas otras más. Igualmente quería reunir en su parque el mayor número de animales posible. En testimonio de amistad, Tycho le había regalado una pareja de grandes alces de Laponia. El asunto no había sido fácil. Primeramente Tycho había hecho criar una hembra en una de sus granjas de Venusia, luego la había hecho transportar a su palacio de Uraniborg, antes de enviarla a Guillermo por barco, en compañía de un macho. Pero la víspera del embarque se había producido un accidente estúpido. Para divertir a sus invitados, y siguiendo las exhortaciones del enano Jeppe, Tycho había hecho beber al animal una ración excesiva de cerveza. Luego, cuando los comensales iban a sentarse a la mesa, la hembra, literalmente borracha, había trepado por una alta escalera. Incapaz de descender y aterrorizada por las risotadas de los asistentes, tan borrachos como ella, el animal había caído, rompiéndose el tobillo. Ningún remedio la había podido curar, y había muerto. Se necesitaron otros seis meses suplementarios para que Tycho, mortificado, pudiese procurarse, a un enorme precio, otra hembra.
Un mes después de la visita de Jacobo VI de Escocia, Guillermo recibió una larga misiva de Tycho, en la que éste se lamentaba de que el conde no se hubiese podido desplazar para aquel augusto encuentro. Se quejaba igualmente de que tres de sus ayudantes, y no de los menores —el orfebre flamenco Hans Crolius, que le servía de alquimista, Tobias Gemperlin, su pintor impresor, y, finalmente, el arquitecto Hans van Steenwinkel, llamado Hans de Emden—, se hubiesen aprovechado de la confusión para huir de la isla. Lo que Tycho no precisaba era que el joven rey en persona los había despedido. ¿El conde no tenía a alguien de confianza y de talento que le pudiese recomendar? Por otra parte, afirmaba haber descubierto, en su laboratorio de alquimia, algunas cosas divertidas que interesarían ciertamente «al buen doctor Rothmann». Finalmente, deseaba, «para concluir este templo de la filosofía natural» que debía ser Venusia, crear en él un jardín de plantas medicinales. ¿Quién otro si no el autor La historia de las plantas, Charles de L'Écluse, podía llevar dicha empresa a buen puerto?
—Es el vivo retrato de Tycho, un autorretrato que proclama la verdad —exclamó riendo Guillermo de Hesse, después de haber terminado la lectura de la carta—. No contento con ser el mejor astrónomo de la época, cosa que le concedo, quiere ser el único. No soporta que otro posea lo que él no tiene. Eso lo pone, me han dicho, tan fuera de sí que golpea a sus criados, a sus campesinos o a su mujer, con ese horrible báculo al que llama «el bastón de Euclides». Una vez calmada la rabia, me han contado, se lanza sobre la comida con tanta glotonería como la que tiene en recopilar observaciones sobre las tablas astronómicas, esas que se niega a compartir con el vulgo, como a sus ojos lo somos nosotros, amigos míos.
—La envidia, el orgullo, la ira, la gula, la avaricia… —enumeró con los dedos el botánico francés—. Al parecer, los dos últimos pecados capitales serían incompatibles con estos cinco, Vuestra Alteza.
Hubo una carcajada general. El doctor Rothmann intervino.
—¡Cómo! ¿Querido Clusius, querríais inculcarle la pereza, vos, que casi os matáis al caer desde lo alto del peñón de Gibraltar cuando estabais recogiendo allí unas florecillas? ¿Quisierais hundirlo en la lujuria, vos, el austero discípulo de Calvino, obligado a huir de las persecuciones de vuestra Francia depravada?
—¡Por supuesto que no, Rubeus! Jamás me desplazaría a esos lugares tan húmedos, verdadera tortura para mis viejos huesos rotos en aquella caída. Sobre todo para ponerme a las órdenes de semejante hombre. Toda mi vida he luchado contra la tiranía. ¡No habrá sido para caer bajo la férula de ese Nerón de la filosofía natural!
—Pues bien, yo —intervino el tercero en discordia de aquel pequeño grupo de sabios—, yo, Nicolaus Bär, alias Ursus, estoy dispuesto a enfrentarme al tirano.
—Recuerdo, en efecto —dijo Guillermo—, que me contasteis los altos hechos y gestas de Tycho tras una visita que le hicisteis a Uraniborg.
—La memoria de Vuestra Alteza me honra. Fue en abril de 1584, con ocasión del eclipse parcial de Sol. Yo era el preceptor de los hijos del señor Von Lange, que había hecho el viaje a Uraniborg con ellos, para su instrucción. Tycho, evidentemente, no podía fijarse en el oscuro individuo que yo era, pero en cambio yo sí que le observé atentamente. El que alardea de ser el emperador de las estrellas teme a sus pares, pero no desconfiará de un antiguo porquero.
—¡El cual, sin embargo, podría acudir a casa del Creso de los astros a fin de robarle su tesoro! —completó Rothmann.
—¡Perfectamente! ¡Guillermo, oh, mi señor, haced como si me regalaseis a él! Yo sabré hurtarle sus tablas astronómicas, luego huir de su isla y traéroslas, a fin de que dichas observaciones sean de provecho para el mundo entero y no únicamente para su manía.
—A fe mía, Ursus —replicó el viejo conde—, me regocija la idea de que os convirtáis en su ayudante. Pero corréis el riesgo de salir escaldado. Cuanto más sabe Tycho rebajarse ante los fuertes, tanto más despiadado es con los que son más débiles que él. Tal es la cobardía de los poderosos de este mundo.
—Seré fuerte, Guillermo, porque seré astuto. La astucia es la fuerza de los débiles.
Cuando era niño, Ursus tenía por todo bastón de Euclides una rama de avellano, con la que aguijoneaba a los cerdos que por orden de su hacendado tenía que guardar en las marismas pomeranias. El pastor de su pueblo se fijó en él, y aprendió a leer, escribir y contar. Como no tenía un protector lo suficientemente poderoso, no pudo obtener una beca y se vio obligado a trabajar como apeador, con un modesto salario que le permitió llegar a bachiller. Su señor, el barón Von Lange, le pidió entonces que educase a sus hijos, al mismo tiempo que le abría las puertas de su biblioteca. Un día, el barón partió para un largo viaje. Llevó consigo a sus hijos y al preceptor de éstos, a fin de hacerles visitar la legendaria Uraniborg y, a continuación, el observatorio más modesto de Guillermo de Hesse. Éste se fijó en la inteligencia del antiguo porquero y lo contrató como ayudante. Ursus no lo dudó un instante y aceptó. Cuando el barón Von Lange se enteró, tuvo un ataque de ira, no porque colocase por encima de todo la educación de sus hijos, sino porque Ursus, su animal familiar, le había traicionado.
Así pues, el antiguo porquero se quedó al servicio de Guillermo de Hesse. Aprendió solo, tanto por medio de la lectura y el cálculo como por la observación, y se convirtió en un astrónomo notable, sin verdadero maestro, y por consiguiente sin ideas preconcebidas.
El viejo conde, por su parte, no había olvidado las afrentas que le había hecho sufrir Tycho durante su rápida visita al castillo de Kassel. El danés, en primer lugar, le había robado sus tablas de observaciones solares; a continuación, había huido el día del fallecimiento de su hija, en lugar de prestarle su apoyo; finalmente, en Ratisbona durante la coronación de Rodolfo, había proclamado a los cuatro vientos que la ausencia del conde era un crimen, cuando lo cierto era que los otros grandes electores reformados tampoco habían acudido. No, no le había perdonado, a pesar de la amable correspondencia que el papa de la astronomía había reanudado con él. Y la pareja de alces que ahora brincaba en su parque no haría que cambiase su determinación de hacérselas pagar. Conocía la moraleja de la fábula de Plauto, Aulularia: la mejor manera de hacer sufrir a un avaro es arrancarle su tesoro. Y el tesoro de Tycho eran los miles de observaciones, de las que nadie más que él se beneficiaba, y a las que dejaba que llamasen las tablas tychonianas. Ursus sería el arma de su venganza.
Pero Ursus no iría solo. El fiel Christoph Rothmann, el mathematicus de Hesse, también había tenido que sufrir los agravios del danés durante la corta semana que Tycho había pasado en Kassel. Rothmann se interesaba por la medicina a través de las plantas, los animales y los minerales, al igual que Tycho, otro paracelsiano convencido; entreteniéndole con estos temas, el primero sabría desviar la atención del segundo. Mientras tanto, Ursus…
Rothmann y Ursus se tenían estimación, fenómeno lo suficientemente excepcional en el mundo de los astrónomos como para que sea subrayado. Sin embargo, si el médico era copernicano, el ayudante se inclinaba más bien por las teorías de Tycho, mientras que Guillermo de Hesse permanecía prudentemente fiel a Ptolomeo, lo que provocaba siempre ardientes, pero alegres, disputas entre los tres amigos y sus numerosos visitantes, en el palacio de Kassel. Decir, como Ramus en su tiempo, que aquel lugar era una nueva Alejandría sería excesivo. Además, su faro había palidecido singularmente desde que el de Uraniborg resplandecía con todas sus luces, en aquel primero de agosto de 1590, cuando los dos sabios compañeros pisaron el desembarcadero de la isla de Venusia.