La isla de Venusia, Hven para los autóctonos, parecía haber sido predispuesta por la naturaleza para la observación de los fenómenos celestes. Semejante a una montaña, se alzaba, de hecho, en medio del mar, pero en su cima se aplanaba, formando una meseta. Así pues, ofrecía un horizonte despejado y un emplazamiento ideal para la instalación de un observatorio. Con respecto a las localidades más meridionales de Hesse o Augsburgo, aquel emplazamiento boreal tenía sus ventajas, a causa de la mayor duración de las noches y también a que, debido a la intensidad de las heladas y, sobre todo, de los vientos del norte que allí soplaban, el aire se depuraba y aligeraba de manera extraordinaria. Hasta el punto de que, a menudo, a lo largo de numerosas noches consecutivas, las estrellas brillaban al máximo en una atmósfera de una transparencia perfecta.
Sin ninguna parte rocosa, Venusia estaba cubierta de pastos con arbustos, de prados pantanosos en los que crecían los alisos. Un bosquecillo de nogales ascendía por una pendiente hacia el noreste. Fecunda en frutos, tenía abundancia de animales, proporcionaba alimento a una gran cantidad de gamos, liebres, conejos y perdices, y las aguas que la ceñían eran ricas en peces. En pocas palabras, su única aldea, de una cuarentena de campesinos y pescadores, subsistía muy bien, y, cuando comenzó la construcción del castillo de Urania, sus gentes no vieron necesariamente con buenos ojos la llegada de un ejército de arquitectos, albañiles, carpinteros, orfebres y pintores. Urania no se construyó en un día. Después de que Charles de Danzay, embajador de Francia, pusiese la primera piedra con gran pompa el 8 de septiembre de 1572, hicieron falta nueve años para que el edificio estuviese terminado y para que Tycho, finalmente, pudiese instalar en él a toda su familia. Incluso la menor de sus hermanas, la docta Sophie, fue a establecerse allí de manera permanente, a fin de ayudarle en sus trabajos astronómicos y entregarse al estudio de la botánica. Como es comprensible, él mismo había permanecido en las obras durante toda la construcción, tanto para vigilar el progreso de los trabajos en sus menores detalles como para realizar innumerables observaciones celestes, con la ayuda de instrumentos instalados en el lugar de manera provisional.
Inspirado en la Villa Rotonda, que el célebre arquitecto Palladio había levantado cerca de Vicenza, Urania era un extraño palacio de formas redondeadas todo erizado de campanarios, pináculos, torres y torrecillas, bulbos y cúpulas de techos móviles, de terrazas que circundaban una vasta plaza central, claustro cubierto cuyos transeptos, absidiolos y cruceros, y hasta los dibujos del enlosado, representaban el mundo según Tycho. Se entraba en él por la Tierra, orientada al oeste, es decir, hacia abajo según la geografía antigua, y de allí podían verse, claramente señalados, el Sol y los otros cinco planetas a su alrededor, sugiriendo que aquel conjunto daba vueltas alrededor de una Tierra fija.
El palacio no estaba dedicado, al menos en sus partes decorativas, exclusivamente a Urania, musa de la astronomía, sino también al placer y la gloria de Tycho. El príncipe danés había hecho instalar en el recinto un herbario y un jardín hortícola que comprendía trescientas especies de árboles. El subsuelo estaba ocupado por una imprenta, una fábrica de papel, el laboratorio de alquimia y, sobre todo, una gran fuente giratoria, cuyas bombas y tuberías suministraban agua corriente no sólo a los aposentos de la planta baja, sino también a los pisos superiores. Un lujo que no conocía ni la reina Isabel en su glacial castillo de Hampton Court, ni Enrique III de Francia en su desmesurado palacio del Louvre.
El recorrido por aquel extraño templo se hallaba jalonado de bustos, estatuas, telas y frescos, en los que estaban representados filósofos y astrónomos de otras épocas. Los retratos de Tycho aparecían por doquier, en cada escalera, en el centro, siempre en el centro, en lo alto, siempre en lo alto. En comparación, incluso la colosal estatua que había hecho erigir de Federico, su rey y mecenas, parecía como encogida.
Inscripciones, máximas, elogios y epitafios dedicados a los personajes representados cubrían los muros. Tycho se proclamaba signatario de aquellos versos latinos, puesto que se consideraba a sí mismo tan gran poeta como astrónomo. Cerca de una de las efigies, el visitante podía leer: «Aquí se muestra la belleza física de Tycho Brahe; brilla más y es más bella la que oculta: la belleza moral». En otro sitio: «Las armas, la raza, los bienes perecen; la virtud y la ciencia poseen la gloria duradera de la fama». En otro sitio, sobre un pedestal en la base de un arco entre columnas, en el que estaban fijadas las armas de la familia: «Muy pocos son los que tienen el alma lo bastante pura como para haber elegido el más venerable de todos los oficios: la contemplación del cielo».
A la vida diurna en Urania no le faltaban las diversiones, comenzando por los fastuosos banquetes en los que se comía y bebía más de lo razonable. Es cierto que entre los Brahe la bebida era una costumbre familiar. Tycho había hecho instalar aquí y allá diversos autómatas, entre otros, una estatua móvil de Mercurio; era algo que le divertía, y se reía de que los campesinos, e incluso los más augustos visitantes, sospechasen que se trataba una cosa del Demonio. Debido a su pasión por lo celeste, tenía fama de conocer el futuro, y alimentaba de buena gana dicha creencia. Para él era motivo de júbilo llenar de admiración a los crédulos que venían a verle, profiriendo oráculos que pasaban por profecías.
Cada uno de sus ayudantes disponía de una habitación en el segundo piso. Para convocarlos, había hecho instalar en ellas campanillas. Unos cordones corrían a lo largo de unas tuberías ocultas, en dirección sea de su aposento, sea del refectorio, sea de la biblioteca. Todo estaba tan bien hecho que bastaba con que los cordones fuesen ligeramente tocados en los extremos camuflados para que emitiesen su señal en las habitaciones de arriba. La broma favorita de Tycho, cuando los visitantes se encontraban con él, consistía en convocar a uno de sus ayudantes, ocupado en los pisos superiores: «Ven Franz, ven Christian», murmuraba, al mismo tiempo que le avisaba subrepticiamente por el sistema mecánico de campanillas y cordones. Y se partía de risa al constatar la estupefacción de sus visitantes cuando su empleado llegaba corriendo al cabo de pocos minutos.
Protegía a un loco llamado Jeppe, al que daba de comer de su propia mano. Cada vez que se sentaba a la mesa, el otro, echado a sus pies, soltaba en voz alta multitud de frases delirantes, relacionadas, a veces, con el momento. Y Tycho, persuadido de que Jeppe, en la oscuridad de su mente, era capaz de realizar presagios, estudiaba atentamente las palabras proferidas por aquel enano ridículo.
Por su parte, la vida nocturna estaba por completo consagrada al trabajo. El genio de Tycho se había manifestado poderosamente en la concepción y la fabricación de maravillosos instrumentos astronómicos: semicírculo azimutal, regla ptolemaica, círculo paraláctico, armillas zodiacales, sextante de cobre, cuadrante azimutal. El más monumental de todos ellos era un gran cuadrante mural de diez pies de radio, capaz de calcular la posición del Sol con una precisión jamás alcanzada gracias a la extrema finura de sus graduaciones. Tycho estaba tan orgulloso de aquel cuadrante, enteramente concebido por él, que quiso que una efigie suya de tamaño real fuese pintada sobre la superficie del mismo. El pintor Tobías Gemperlin, natural de Augsburgo, al que le fue confiada la tarea, representó al astrónomo cubierto con un pesado abrigo y un bonete, vestimenta apropiada para un personaje entregado a la observación nocturna. Tycho dirigía la mirada hacia un estrecho tragaluz, abierto en uno de los altos muros del palacio, a fin de determinar el instante preciso del paso del Sol por el meridiano de Urania. Uno de sus ayudantes tomaba nota del tiempo en el reloj mural, mientras que otro transcribía sobre un registro la altura del ángulo que el maestro le dictaba.
Tycho rápidamente había comprendido que lo que más les había faltado a los antiguos astrónomos era la medición precisa del tiempo. De modo que ensayó clepsidras y diversos relojes de su concepción. En los primeros de estos instrumentos, el mercurio purificado y revivificado se escapaba por un pequeño orificio, conservando siempre la misma altura en el recipiente cónico que lo contenía; el peso del mercurio evacuado debía señalar el tiempo. Tycho probó también el plomo saturniano, purificado y reducido a polvo muy sutil. «Pero, para confesar la verdad —escribió más tarde—, el astuto Mercurio, que se halla en condiciones de burlarse tanto de los astrónomos como de los alquimistas, se rio de mis esfuerzos; en cuanto a Saturno, aunque amigo del trabajo, tampoco secundó mejor lo que yo me había impuesto». Optó finalmente por un gran reloj de cobre, cuya rueda principal, del tamaño de dos codos y marcada con mil doscientos dientes, permitía marcar los segundos.
La biblioteca estaba dominada por un gran globo de madera de cinco pies de diámetro, grabado con el zodíaco, el ecuador, los círculos trópicos y los meridianos. Durante quince años, Tycho, pacientemente, semana tras semana, transcribió sobre aquel globo las posiciones de las mil estrellas fijas que había observado, así como los trayectos de los planetas y los cometas.
Como Uraniborg parecía no bastar para todos los equipos que Tycho iba planeando al hilo de los días, sobre todo para los más grandes, que desea instalar de manera más segura, más sólida y, consecuentemente, al abrigo de los vientos, se propuso construir un observatorio subterráneo dividido en varias criptas de gruesos muros. Así pues, tras la finalización de Urania, en 1584, hizo levantar un edificio independiente llamado Stjerneborg, la Ciudad de las Estrellas. El nuevo observatorio estaba construido sobre una superficie cuadrada, cada uno de cuyos lados, orientados hacia una distinta región del firmamento y en cuyas mitades se abría un semicírculo, tenía una longitud de setenta pies. El edificio estaba ocupado en el centro por un hipocausto, también cuadrado, con los lados dirigidos en las mismas direcciones, de modo que se podía ir a sus cuatro ángulos desde cada una de las criptas. Una quinta cripta, la mayor, daba a la fachada meridional, mientras que no había ninguna al norte, en el lado donde estaba el vestíbulo y por donde se entraba al observatorio. Un pasaje subterráneo permitía también penetrar en el hipocausto desde Uraniborg y los laboratorios cuando, durante los crudos inviernos boreales, la serenidad de la atmósfera invitaba a la observación. Las criptas estaban cubiertas de techos que bien se podían retirar totalmente o bien plegar, como batientes de puerta, gracias a los cuales los instrumentos, sólidamente fijados en el suelo por medio de garras, podían orientarse hacia la dirección del cielo en que se quisiese poner la mirada.
El hipocausto, calentado por una estufa, contenía alcobas equipadas con camas para descansar. Sobre las paredes, Tycho se había hecho representar pintado, en una galería con los ocho grandes astrónomos de la historia: Timocaris, Hiparco, Ptolomeo, Albategnius, Alfonso X y Copérnico, terminando con él mismo y con «Tychónides», un descendiente del que no se sabía si sería Tyge, su hijo mayor, nacido en 1581, o Jørgen, el segundogénito, nacido dos años más tarde. Una leyenda ornaba cada retrato, y debajo del de Tychónides, se expresaba la esperanza de que fuera «digno de su gran antepasado».
No era la locura de grandezas lo que había provocado el gigantismo de la Ciudad de las Estrellas, sino la posibilidad de tener reglas graduadas extremadamente largas y poder grabar en ellas el mayor número posible de segundos, de minutos y de grados. Así, la más vasta de las criptas albergaba una inmensa armilla ecuatorial. Las otras cuatro criptas estaban ocupadas por un cuadrante azimutal, una armilla zodiacal y un sextante triangular. Equipados con los mejores instrumentos jamás construidos, Tycho y sus numerosos ayudantes pudieron a partir de entonces situar estrellas fijas y planetas, con una precisión jamás alcanzada, sobre las formidables cartas celestes que el maestro elaboró, y en el secreto de sus tablas astronómicas, que no consentía que nadie estudiase.
Cabe soñar el gigantesco monstruo que Tycho habría hecho de la lente de Galileo, y hacia qué infinito se habría zambullido su ojo. Él, que tanto gustaba de fabricar máquinas nuevas, fundir minerales en su laboratorio de alquimia en compañía de un orfebre flamenco, dibujar y grabar en su imprenta bajo la responsabilidad de Tobías Gemperlin, ¿por qué no había pensado en ello, en la fábrica de vidrio que había heredado de su tío? Algunos, como el emperador Rodolfo, ya contemplaban la Luna detrás de cristales de aumento. Pero los religiosos declaraban que querer violar los territorios divinos era una práctica satánica, en una época en que se tomaba por poseídos a los que llevaban quevedos.
Por lo que respecta a los matemáticos, astrónomos y especialistas en ciencias mecánicas, éstos afirmaban que detrás de aquellos cristales no se veía la realidad, sino fantasmagorías. De modo que, Tycho y sus vértigos, Tycho y sus supersticiones, Tycho y su obsesión por la exactitud, no habría podido imaginar una práctica semejante.