Capítulo 15

En Fráncfort se acababa de abrir la prestigiosa feria anual, por la gracia de los Fugger, banqueros de reyes y emperadores. Además de lo más selecto de la cristiandad católica y reformada en materia de financieros y negociantes, afluían a la poderosa ciudad impresores, libreros, eruditos, filósofos y poetas, que venían a celebrar al dios que ellos habían creado: el Libro. Delante de los tenderetes de los libreros, grupos de hombres barbudos, completamente vestidos de negro, discutían en latín animadamente. Bajo sus ropas rojas y doradas de gran señor, gorro escarlata y con plumas sobre la cabeza, espada que chocaba contra el muslo, y seguido de cuatro criados de librea, Tycho se sentía un intruso. Como un náufrago que buscase un trozo de madera al que aferrarse, preguntó tímidamente por el impresor de Rostock que le había fabricado su Stella Nova.

El tenderete estaba situado en el extremo de una calle secundaria. Tycho despidió a su séquito y se inclinó sobre los libros expuestos, como un simple mirón. Aparte de una obra de astrología del médico que le había fabricado la nariz, Levinus Battus, no había más que almanaques, obras de montería, preceptos morales. En medio de todo aquello, el único autor danés no era otro que Anders Vedel, su antiguo preceptor.

El impresor observaba sus maniobras con ojos burlones, cuidando mucho de no intervenir. Finalmente, Tycho lanzó en alemán, con un tono que quería ser desenvuelto:

—¡Eh, amigo! ¿No tienes una obra sobre la Estrella Nueva? Me han hablado muy bien de ella, y quisiera consultarla.

—¡Ay!, maestro Tycho —respondió en latín el artesano—, vuestro amigo Pratensis me compró, siguiendo vuestro deseo, los quinientos ejemplares que habíais encargado. No he recibido orden vuestra para una nueva edición.

La sangre subió al rostro de Tycho, que se abstuvo de preguntar cómo el otro le había reconocido. Su nariz, claro está… Una mano que se posó familiarmente sobre su hombro le produjo un sobresalto. Se dio la vuelta. Era Maestlin. El nuevo profesor de matemáticas de Tubinga no había cambiado mucho desde su primer encuentro, hacía de eso seis años, cuando, en una taberna de Núremberg, el joven le había vendido el bastón de Euclides. Su toga negra de universitario, cuyos galones de armiño mostraban su grado, y su barba cuidadosamente recortada le daban al mismo tiempo encanto, juventud y prestancia. Su voz parecía deslizarse sobre el terciopelo.

—¿Tú también, querido hermano, buscas la Stella Nova? Tu obra no se puede encontrar. Los que han tenido el honor de recibirla de tu parte me han hablado de ella con tantos elogios que ardo de impaciencia por poder leerla.

Como siempre que era presa de la turbación, Tycho sintió picores en la nariz. Sobre todo aquel «querido hermano» le chocaba. Ciertamente, la mayor parte del tiempo, los de la religión reformada se llamaban así. Pero Tycho era prisionero de los prejuicios de su casta. Ni siquiera en la lengua de Cicerón, «el querido hermano» colaba. Decidió entonces llamar a Maestlin por su nombre de pila. Y mintió:

—¡Michael! ¿Acaso no has recibido mi obra? Sin embargo, te la envié. Aunque es verdad que muchas leguas separan Copenhague de Heidelberg…

—Tubinga —corrigió Maestlin, siempre tan afable—. Doy clases en Tubinga. Ahora comprendo la razón de…

Y lanzó un guiño de complicidad al impresor, que había escuchado descaradamente la conversación, cosa que también ofuscó a Tycho. ¡Un tendero que se entrometía en una conversación de doctores! Y además en latín.

—Hemos desobedecido, Pratensis y yo, tus consignas, hermano Tycho —dijo el impresor—. Y he impreso un veintena de ejemplares más. A mis expensas, claro está.

—Pues bien, ¡regálale uno al profesor Maestlin! —replicó Tycho en alemán—. A tus expensas, claro está.

Maestlin se contuvo de abofetear a aquel odioso personaje lleno de altivez. Pero se suponía que la feria de Fráncfort era un puerto de paz, tregua del libro como en tiempos pasados había existido la tregua de Dios. De modo que decidió enseñarle las buenas maneras que regían la República filosófica. Se metió en el bolsillo el libro, saludó al impresor después de haberle pagado y cogió amigablemente del brazo al danés, que se puso tenso.

—Permíteme —le dijo— devolverte tu invitación de antaño. Durante la feria del libro en 1480, un posadero astuto rebautizó su establecimiento con el nombre de El Aristóteles asado. Bonito, ¿no es cierto? Naturalmente, desde entonces han proliferado los Platón a la brasa y los Demóstenes estofado, pero todos los que acuden a Fráncfort en esta estación permanecen fieles al Aristóteles. Ahora llaman al lugar «el Colegio». Y créeme, ¡allí no sólo se alimenta uno de metafísica y agua fresca!

Sintió en su brazo que Tycho se distendía y que su voz finalmente adoptaba un tono festivo.

—Quizá debiera cambiarme de ropa para no…

—Lo has entendido. En el «Colegio» ni príncipe ni siervo, ni doctor ni impresor, ¡únicamente filósofos! ¡Nadie se atiborrará allí si no es geómetra!

—A fe mía que eso me gusta. Acompáñame primero a mi aposento, continuaremos charlando.

Tycho había alquilado toda la primera planta de la más bonita hostería de la ciudad. Mientras Tycho elegía de su guardarropa una vestimenta menos llamativa, Maestlin, a quien un criado había servido un vino de Francia y unas galletas, pensaba que la riqueza y la filosofía podían hacer una buena pareja. Había leído el Stella Nova, que le había prestado uno de sus colegas, y lo había encontrado notable. Como todos los astrónomos del mundo, él también había observado la Estrella Nueva, pero sin poder medir los ángulos más que con un cordón y un trozo de madera: la universidad de Tubinga no tenía ni los medios ni las ganas de dotar de instrumentos modernos a un profesor tan heterodoxo.

La demostración realizada por Tycho de que la estrella nueva no era un fenómeno sublunar le había entusiasmado, puesto que concordaba con una visión copernicana del mundo. Eran sólo unos cuantos los que defendían la hipótesis del canónigo polaco. Ese batallón, dispersado desde la muerte de su general Rheticus, corría gran peligro: las Iglesias católica y reformada, por una vez de acuerdo, hacían todo lo posible para obstaculizar la enseñanza del heliocentrismo. De aquel puñado de copernicanos, Maestlin era el que se hallaba más seguro. Protegido por su cátedra, se resignaba a leer sin entusiasmo a Ptolomeo.

Entonces, a pesar de la antipatía que sentía por aquel hombre arrogante, Maestlin decidió sumarlo a la causa de Copérnico. Alguien tan bien nacido abriría a los grandes de este mundo las puertas del heliocentrismo. La apuesta era considerable: si a un rey o a un príncipe, danés o alemán, se le ocurría llamar a su lado a un astrólogo que levantaba sus horóscopos con el Sol en el centro del universo, las universidades no tardarían en seguir su ejemplo. Tycho, pensaba Maestlin, era sin duda un observador meticuloso y un calculador sin par, pero su espíritu, poco inclinado a la metafísica, hacía de él una presa fácil de convencer.

Maestlin se equivocaba. Durante la comida en la posada, Tycho inmediatamente se vio rodeado de los más tradicionalistas de los comensales: geómetras mediocres, que se ganaban el sustento con las predicciones astrales. El menor hidalgo, el más oscuro prelado, creían, en efecto, que debían pensionar a un astrólogo, cuyo título oficial era el de mathematicus, al igual que tenían un escanciador, un cocinero y un palafrenero. Qué importaba que el matemático en cuestión fuese un charlatán o un imbécil.

Aunque Michael Maestlin creía firmemente que la marcha de los astros regía el destino de los hombres y las naciones, no le gustaba el uso que de esta creencia se hacía. Ya le habían propuesto convertirse en mathematicus oficial de esta o aquella corte alemana o italiana. Pero en cada ocasión se había escabullido, empleando aquella encantadora cortesía que le era propia. Nada le era más querido que su libertad, y sólo la enseñanza se la daba. Al menos era lo bastante prudente como para no alabar a Copérnico desde la cátedra, para no evocarlo más que entre líneas en sus escritos. Esperaba vagamente encontrar allí a ese apóstol de Copérnico que era Giordano Bruno. Este monje iluminado había sido expulsado de todos los países católicos, perseguido por los jesuitas y los familiares del Santo Oficio. Le habían dicho que el «profeta del infinito» había abandonado su refugio de Londres, encaminándose a Augsburgo o quizás a Basilea. Pero ¡ay!, de Bruno nada, sólo un revoltijo de mediocres y renegados.

La primera persona que vino a saludarle fue su antiguo condiscípulo Paul Wittich, con el que antaño se le había despertado el entusiasmo por el heliocentrismo. Posteriormente Wittich se había convertido en astrólogo de corte. Al presentárselo a Tycho, Maestlin esperaba asistir a un bonita discusión.

Pero no sucedió nada. Los dos se entendieron como rateros de feria. Durante toda la comida Maestlin se sintió marginado. Todas las atenciones iban dirigidas al danés. Su Stella Nova ciertamente había tenido una gran resonancia en el mundo universitario, pero la mayor parte de aquellos comensales, astrólogos de corte, no formaban parte de dicho mundo. En aquella circunstancia, era más bien un corral que cacareaba en torno a Tycho. Cada uno de ellos tenía una pequeña predicción retroactiva sobre la aparición y la desaparición de la Estrella Nueva, que, por lo general, tenía que ver con el destino del gran duque, el obispo o el barón que les empleaban. Lo que más sorprendía a Maestlin era que se lo creían. El mismo se sentía demasiado humilde como para tener la audacia de intentar descifrar los mensajes de las estrellas. «Pero ¿y Tycho?», se preguntó, mientras miraba al danés perorar en medio de aquellos cortesanos, que se interesaban más en su bolsa que en su saber. Buscó cruzarse con su mirada. Finalmente, un guiño de aquella cara, que la nariz de cera volvía inexpresiva, le hizo comprender que el otro no era en absoluto tonto.

La comida se eternizaba. De pronto, sin que nada hiciese preverlo, Tycho se levantó de la mesa, la rodeó, colocó la mano sobre el hombro de Maestlin y dijo en voz alta:

—Estoy perdiendo mi tiempo aquí. Vámonos, Michael, tengo que hablar contigo de cosas importantes.

Y sin un adiós condujo a Maestlin fuera de la posada.

—¡Ah, burros, imbéciles! —clamó en cuanto estuvieron fuera—. No hay uno que se pueda salvar. Pasan su tiempo atracándose, ¡no son astrólogos, sino astrologastros! Pero dejemos eso. Mejor háblame de Italia. He tenido una idea. Quiero hacer creer a mi rey que me alejo lo más posible de él, a fin de que me llame y cumpla finalmente con sus promesas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué promesas?

—Una isla encima de la cual no se detiene ni una nube, ni es visitada por la menor bruma. Eolo y Neptuno se han aliado para ofrecer ese campo elíseo a Urania. Allí, yo construiría el mayor de los observatorios celestes que se ha visto desde Babilonia. Ya tengo hechos los planos. Tengo que enseñártelos.

—De modo que —dijo Maestlin, cuyo rostro se iluminó— para incitar a tu ingrato soberano a que cumpla con sus promesas, finges que buscas a un príncipe lo bastante ilustrado como para que te acoja y ofrezca tu Ciudad de las Estrellas… ¿Es eso?

—En Venecia, o más bien en Padua, me han querido seducir con… —comenzó Tycho a pavonearse.

—¿Giambattista Benedetti? Notable profesor. Un amigo, además. Desgraciadamente para ti, di allí una conferencia y le convertí a Copérnico.

Había pillado a Tycho en tan flagrante delito de mentira que Maestlin se preguntaba si el danés no estaba fabulando. En el fondo, Tycho le divertía. De modo que añadió:

—Benedetti, por otra parte, me informó de que no podría venir a Fráncfort. Las fronteras están cerradas. La Serenísima está en cuarentena. Uno de sus barcos, venidos de Levante, ha traído una nueva epidemia de peste, que podría ser la peor que se haya conocido desde hace dos siglos.

A Tycho le entró el mismo pánico que antaño, la víspera del duelo en el que había perdido su nariz. Nada en el horóscopo que había levantado antes de su partida de Dinamarca le había permitido prever aquello. Cogió a Maestlin por los hombros y balbuceó:

—Pero, entonces, ¿qué puedo hacer? Jamás creerán, allí, que el dogo me ha llamado. Sin embargo, es verdad, ¡te lo juro! El Stella Nova ha tenido en la Serenísima una resonancia increíble, ¡tienes que creerme!

Maestlin se compadeció de él.

—Amigo mío, ¿cómo se podría ignorar que la fama de tu obra ha traspasado todas las fronteras? ¿Te he dicho que, gracias a la lectura de tu Nova, he comenzado una obra sobre los cometas? Veamos, ¿qué tienes tú que ver con esos reyes, esos príncipes, esos dogos? Ven junto a tus hermanos, los que miran por encima de los tronos, hacia arriba, al tabernáculo de Dios, y que cantan las bellezas de su obra buscando la Verdad.

Hermanos… El espíritu torturado de Tycho vio entonces el suyo, el de hermano, no aquel que se exhibía en la corte de Federico, sino el otro, el que escrutaba cada noche, hasta quemarse los pestañas, la constelación de Géminis. ¿Acaso una parte de su alma se había deslizado en la de aquel valiente muchacho sin malicia que le cogía del brazo?

Sin que pudiese reprimirlo, se lanzó en los brazos de Maestlin y se echó a llorar. Sintió que la nariz se le despegaba ligeramente, pero no le importó. Como era a todas luces más corpulento que Maestlin, formaban en medio de la calle un triángulo rectángulo, puesto que la hipotenusa Tycho, con la espalda y las piernas tiesas, estaba literalmente caída, como un árbol abatido, sobre el hombro del otro, más bajo que él y, sobre todo, mucho más delgado. Un Maestlin, por lo demás, bastante molesto con aquella ridícula situación, y que se contuvo de palmearle la espalda como a un camarada de facultad borracho o sumido en una pena de amor.

Finalmente, prefirió liberarse del abrazo y conducir a Tycho a una taberna que conocía, donde al menos estaba seguro de que no se encontraría con un colega. Maestlin se dijo que tenía aprovechar rápidamente aquel instante de debilidad para llevar a cabo las operaciones. Pidió dos jarras de cerveza y preguntó:

—¿Quién informa a Su Majestad Federico sobre tus viajes y tus encuentros?

—Tengo al corriente de ellos a mi secretario particular, el valiente Pratensis, que difunde en la corte los rumores que yo quiero que corran… ¿Por qué me lo preguntas?

Pratensis, su secretario… ¡Otra fanfarronada! ¡Aquel hombre era el representante autorizado de Dinamarca para todas las universidades reformadas alemanas! Maestlin prefirió no contestar. Prosiguió.

—¿Sospechas que tu familia o el entorno del rey ha pagado a alguien de tu séquito para que te espíe?

—Entre los que me acompañan, sin duda, debe haber un chivato o dos, pero ¡qué importa!

—Despídelos a todos. Me comprometo a encontrar en esta ciudad a un bachiller sin dinero que valdrá más que todos ellos. Y tú, escribe a tu… secretario y comunícale que te diriges a Venecia.

—Pero ¿la peste?

—¿Quién habla de cruzar los Alpes? Bastará con dejar que se crea que las propuestas de la Serenísima son tan enormes que eres capaz de enfrentarte con la epidemia, ¡e incluso de hacerte papista!

Tycho iba a protestar que aquello era una superchería, pero se contuvo, dándose cuenta de repente que toda su vida lo era, y que Maestlin parecía haberse dado cuenta de ello.

—Con todo, Michael, tendré que ocultarme. Yo, un Brahe.

—Uno o dos meses solamente, el tiempo suficiente para dar miedo a tu rey, que entonces se dará cuenta de lo mucho que la pérdida de un hombre como tú es perjudicial para la gloria de su reino. Durante ese tiempo te llevaré al paraíso de los filósofos.

—¿Qué quieres decir?

—A la más bella biblioteca del mundo, en comparación con la cual la de Alejandría habría pasado por un puesto de vendedor ambulante de almanaques: la universidad de Tubinga, de la que tengo el honor de ser profesor de matemáticas y artes liberales. Nadie te reconocerá entre los estudiantes que acojo.

Tycho se echó a reír.

—¡Eres un pícaro, doctor Maestlin! Quieres arrastrarme a tu antro para convertirme en seguidor de tu dios Copérnico. Pero no lo lograrás, soy correoso. En todo caso, eso nos promete vivas controversias. Disfruto por anticipado. ¿Cuándo salimos?

—Mañana, si quieres. Un día de marcha hasta Maguncia, desde donde remontaremos el Rin. En Mannheim y Estrasburgo, conozco a mucha gente, y no nos cansaremos de repetir que bajas a Italia.

—Pero… yo quisiera antes visitar a mis amigos, los Hainzel, y, sobre todo, el gran observatorio que les fabriqué en Augsburgo.

—¡Yo también quería visitarles, para aprovechar su cuadrante gigante y observar desde allí la Stella Nova, pero este invierno una tempestad extremadamente violenta hizo añicos todos aquellos prodigiosos instrumentos!

Maestlin estuvo a punto de añadir que los dos hermanos jamás habían evocado a Tycho como el arquitecto de su observatorio, sino únicamente como su proveedor de fondos… Prefirió abstenerse: su extraño interlocutor parecía más calmado. Era una tontería enfurecer al que estaba considerado como el mejor de los observadores. Y a este nuevo Hiparco había que ponerlo al servicio del nuevo Ptolomeo: Nicolás Copérnico. Así pues, prosiguió:

—Paul, sobre todo, estaba desesperado. Quería reconstruir la obra destruida, pero el consejo de los ediles de Augsburgo, del que, sin embargo, él y su hermano formaban parte, se opuso enérgicamente. Lo tomaron por un loco, hicieron correr contra él la terrible acusación de brujería. Obligado al exilio, pasó por Tubinga y me hizo una visita, para informarme de que se dirigía a Basilea, entre los discípulos de Calvino. Parece que allí construye un espléndido observatorio que no tendrá nada que envidiar al de Augsburgo. Basilea está a tres días de viaje de Tubinga.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? Pongámonos en camino, Michael, pongámonos en camino…