El castillo de Kassel había sido construido siguiendo el modelo de los palacios italianos. Se desplegaba formando un arco de circunferencia sobre una colina artificial. Sus peristilos se abrían bajo unas inmensas ventanas. Por muy sorprendente que pueda parecer para un clima pluvioso y nevoso, sus cubiertas consistían en una inmensa azotea plana orlada de una larga balaustrada, detrás de la cual Tycho pudo ver unos grandes instrumentos de medición. En lo alto de la escalinata le esperaba un hombre joven, que se presentó con el nombre de Christoph Rothmann. Era el matemático personal del conde Guillermo IV de Hesse-Kassel. Rothmann cogió con familiaridad al visitante por el brazo y le condujo hacia los apartamentos que le habían sido reservados.
—Querido colega, para llevar a cabo la tarea que nos pide Su Alteza únicamente seremos dos. El príncipe es, en efecto, extremadamente exigente. Os propongo, pues, que os ocupéis, sobre todo, del observatorio. Es lo menos para el autor de la admirable Stella Nova. En cuanto a mí, conozco lo suficientemente bien a Su Alteza para poder levantarle horóscopos a tenor de sus esperanzas.
Tycho se desembarazó sin cortesía del brazo del médico y le dijo con tono altivo:
—Me temo, hijo mío, que hay un malentendido. Yo no he hecho este viaje para entrar al servicio del conde de Hesse. El nombre de Brahe vale tanto como el suyo. ¿Cómo es posible que no haya venido a recibirme en persona? En Kassel, ¿ignoran acaso las leyes de la hospitalidad?
Turbado por semejante arrogancia, el joven astrónomo se inclinó ante él como ante un príncipe y balbució unas excusas. Seguidamente explicó que el conde había tenido que quedarse a la cabecera de su hija, que agonizaba.
Tycho lo despidió como se despide a un lacayo, exigiendo que le dejasen descansar de las fatigas del viaje y que le sirviesen la cena en su habitación.
—La noche promete ser hermosa. Volved más tarde para hacerme visitar el observatorio.
Mientras sus criados arreglaban su aposento, Tycho, furioso, daba vueltas por la habitación, quitándose la nariz, untándola con bálsamo, volviendo a ponérsela, golpeando con el puño sobre la mesa, al mismo tiempo que mascullaba:
—¿Y a mí que me importa que su hija esté enferma? ¿Dónde están sus bonitas promesas? No me quedaré ni una noche en este lugar.
A la hora de cenar, un mayordomo en librea de gala le vino a anunciar que el conde le invitaba a su mesa. El palacio, desierto a su llegada, se había llenado de una muchedumbre de cortesanos compungidos y ya vestidos de luto. Sólo Tycho iba vestido con sus ropas rojas y doradas, que hacían resaltar su cabellera y su bigote, largo y caído, de un rojo encendido. El conde Guillermo ocupaba el centro de una larga mesa. Con una sonrisa triste señaló a Tycho un sitio a su derecha, lo que contribuyó a que desapareciese el mal humor del huésped, puesto que el joven Rothmann, que le había recibido, había sido relegado a un extremo del lado izquierdo.
—¡Ay! —suspiró el conde—. Quien hoy os recibe no es el amigo que antes esperaba vuestras cartas con impaciencia. Es un padre víctima de la desesperación. Los médicos le dan sólo unos pocos días de vida a mi pobre hija.
Tycho emitió unas cuantas palabras de consuelo de una gran simplicidad y añadió que se marcharía de Kassel al día siguiente, a fin de no perturbar el recogimiento de una familia sumida en el dolor.
—Al contrario, querido Tycho —replicó Guillermo—, quedaos, os lo suplico. Escrutar el infinito del cielo y la creación divina es mi único consuelo. Tener a mi lado, en mi observatorio, a un filósofo tan sabio como vos me ayudará, estoy seguro de ello, a superar una prueba semejante. Quedaos, os necesito.
El danés se sintió atrapado. Su espíritu supersticioso desvariaba ante la idea de vivir bajo un techo que era rondado por la muerte. Además, era una virgen la que estaba agonizando encima de su cabeza. Si permanecía allí, todos los males del mundo se abatirían sobre él. Estaba seguro de ello.
El conde, Rothmann y él pasaron una buena parte de la noche sobre la gran terraza del palacio, midiendo los astros. Tycho constató con satisfacción que él era, y de lejos, el mejor manipulador y calculador de los tres. Se sintió halagado por la deferente atención con la que el joven matemático le hacía preguntas, pero inquieto por el desorden febril del conde. En una de sus cartas, Ramus le había contado que una noche de 1556, mientras pasaba un cometa, se había declarado un incendio en el palacio. Los servidores habían intentado que Guillermo huyese de la terraza, pero éste se negó a hacerlo antes de que hubiese acabado su observación. El filósofo francés, que hablaba de Kassel como de una «Nueva Alejandría» había, por lo demás, recomendado a Tycho ante el conde, y era así como se había iniciado la correspondencia entre el danés y el señor de Hesse.
Al día siguiente, encontró a Guillermo y a Rothmann en la biblioteca, delante de pilas de libros ennegrecidos.
—Echad una ojeada a esto y dadme vuestra opinión —le pidió Guillermo.
El conde había dicho aquello como un profesor que se dirige a un alumno o como un señor a su secretario. Tycho tuvo ganas de dar media vuelta y abandonar el lugar. Se contuvo: los documentos que su anfitrión le invitaba a examinar eran las anotaciones de todas las alturas meridianas del Sol desde hacía más de veinte años. Era necesario que se apropiase de ellas, puesto que serían de mayor utilidad en otras manos que no en las de aquel aficionado pretencioso. Para evidenciar claramente su enojo, no agradeció al gran elector su propuesta ni tampoco preguntó por la salud de su hija, sino que se sentó y comenzó su lectura, tomando notas. De hecho, estaba copiando los documentos. Poco antes del mediodía, Guillermo le propuso que le acompañase para hacer las anotaciones del día.
—Idos ahora, luego me reuniré con vos —replicó Tycho, como si tuviera una tarea urgente que terminar.
En cuanto los otros dos hubieron salido, metió precipitadamente las últimas hojas de la pila en su jubón y las sustituyó por papel virgen, para que la pila conservase la misma altura. Volvió a repetir la misma maniobra al día siguiente y al otro, de suerte que, junto con lo que había copiado, poseía dos decenios de observaciones del Sol en su cenit sobre la longitud de Kassel, que era, con una diferencia de casi tres grados, la misma que la de Copenhague. Procedió de la misma manera con las otras observaciones de Guillermo, mucho más precisas que las suyas, puesto que habían sido realizadas con mejores instrumentos.
Así pasaron varios días. Entre los dos grandes señores, las tormentas se amontonaban, sin todavía estallar. Rothmann, que había observado la maniobra de Tycho, prefirió abstenerse de informar de aquellas sustracciones a su señor, a fin de no envenenar las cosas. Una mañana, un mayordomo vino a anunciar que la hija del conde acababa de rendir su alma a Dios. Una hora más tarde, Tycho había desaparecido del palacio, sin haberse tomado la molestia de presentar su pésame al que había sido su anfitrión durante diez días.