Al fin fue dueño de su destino. Tras los grandiosos funerales de Otte Brahe, a los que asistió toda la nobleza danesa, Tycho tuvo que esperar aún seis meses para cumplir los veinticinco años, cuando obtendría la mayoría de edad plena, tiempo que consagró a formarse su reputación. El rumor lo hacía pasar ya por el discípulo favorito del astrólogo Leovitius y del gran Ramus de Francia, con el que había iniciado una brillante correspondencia. Pero más que sus relaciones con estos notables personajes, era su nariz postiza, que se quitaba y untaba ante un público elegido, lo que más contribuía a su leyenda. Su antiguo adversario, Manderup Parsberg, no hacía nada para contradecirle, al contrario. Sus hazañas guerreras contra los suecos no habían sido más que lamentables retiradas. Unas escaramuzas de pocos segundos contra un enemigo inepto no podían volver a dorar su blasón. Y, además, Manderup tenía dos hermanas que casar y el mayor de los Brahe se había convertido en el mejor partido del país. Por lo demás, todas las familias tenían una jovencita que ofrecer a Tycho.
En lugar de aprovecharse del favor que disfrutaba en la corte y en la ciudad, el joven príncipe decidió alejarse de allí, tanto para huir de casamenteras y alcahuetas como para aprovechar su libertad y construir su observatorio: un Augsburgo más grande, más majestuoso, que sólo le pertenecería a él. Ya sabía dónde lo construiría: en la mayor de las tres islas que jalonaban el estrecho de Sund, lugar que había visitado ocasionalmente cuando su padre o su tío hacían por ella una gira de inspección: Venusia, llamada Hven por los indígenas, y Escarlatina por los marinos extranjeros, a causa de las rocas rojizas que bordeaban una parte de su litoral.
Aprovechándose de la buena disposición de Federico II y del nuevo cargo de gran chambelán que el monarca había concedido a su tío Steen Bille, solicitó el privilegio. Le fue negado. El rey no podía cederle, poco tiempo después de la guerra, aquel alto lugar estratégico que defendía la capital. Steen Bille, presente en aquella audiencia, propuso a su sobrino el disfrute del antiguo monasterio de Herrevad, del que su clan había sido beneficiario cuando los bienes del clero habían sido confiscados, y donde él había instalado su laboratorio de alquimia.
La propuesta era tentadora. Las tierras de las que ahora disponía Tycho estaban, para unos, demasiado cerca de Copenhague; para otros, demasiado al sur y, por lo tanto, a menudo expuestas a nieblas y nubes. A falta de una isla, se contentaría con aquella gran propiedad barrida por los vientos, no lejos del cementerio donde reposaban sus antepasados y su gemelo sin nombre.
Su encuentro con Ramus le había hecho comprender que, en el mundo de los sabios, la reputación se forjaba por medio de las cartas. Tycho comenzó, pues, por las personas a las que había conocido durante su estancia en Alemania; luego, escalonadamente, con otros grandes nombres de las artes liberales, sin evitar ya enfrentarse con los profesores de las universidades más renombradas. Lo que le había dicho Ramus no había caído en saco roto: «Más vale la práctica sin arte que el arte sin práctica». Defendió, pues, el abandono de toda hipótesis, heliocéntrica o geocéntrica, apelando con fervor a los humanistas y otros filósofos de la naturaleza, y propuso sólo fiarse de la observación. Describía su propio método y recordaba los errores y las aproximaciones que había descubierto en las tablas alfonsíes y pruténicas gracias a dicho procedimiento, del que estaba excluido todo recurso a la geometría. Le respondieron. Fue el caso de Rheticus y de Maestlin, que acababa de tomar posesión de su cátedra de matemáticas en la universidad de Tubinga, a su regreso de Italia.
El primero, viejo astrónomo exiliado, le envió las Revoluciones, la única obra de Copérnico. En cuanto al joven Michael Maestlin, éste le explicaba carta tras carta las bellezas del sistema heliocéntrico, con el celo del pedagogo principiante. Era bastante pesado. En cualquier caso, se comenzó a hablar, entre Londres y Venecia, del astrónomo danés de nariz de oro y extraño nombre.
El monarca estaba muy contento de que, gracias al mayor de los Brahe, el resto de las cortes europeas comenzase a considerar su reino como algo distinto a una guarida de bestias. Pero primeramente había que casar a Tycho. La boda de un Brahe era un asunto de Estado. Su Majestad habría preferido dar con un partido en el extranjero. Pero debía tener algo de consideración con su propia nobleza, a la que ya había duramente maltratado. Por su parte, Tycho se negaba sistemáticamente a ello, arguyendo que casarse con esta o aquella prima no haría más que producir retoños tarados. Pero era sólo un pretexto. Él sabía que sus actividades de astrónomo y alquimista serían incompatibles con el papel de jefe de una de las mayores familias del país, que tendría que ocultarse de su esposa y su familia política, como antaño lo había hecho de su preceptor, en pocas palabras: que perdería su libertad.
Puesto que durante toda su vida su conducta había sido objeto de escándalo, llevaría el escándalo hasta el límite. Un día fue convocado ante el Rigsraad, el consejo privado formado por un miembro de cada una de las grandes familias, con poder para arbitrar en este tipo de cuestiones matrimoniales.
—¿Cuándo te decidirás, Tycho —le preguntó el rey—, a tomar una esposa digna de tu nombre?
—El rango y el nombre de un Brahe sólo reclaman una hija de rey —replicó Tycho, no sin ostentación.
A excepción del tío Steen, que sonrió bajo la barba, los consejeros se pusieron a gruñir. Incluso el más obtuso de ellos había comprendido que la hija del rey en cuestión era ni más ni menos que la de Federico, por la que los embajadores daneses recorrían toda Europa a la busca del mejor partido posible. El rey no podía dejar pasar aquella insolencia. Ya uno de los miembros más jóvenes del consejo había puesto la mano sobre la empuñadura de su espada, dispuesto a batirse: Manderup Parsberg, el rebanador de narices, cuya hermana había sido desestimada por Tycho.
—No abuses de mi paciencia, Tycho —masculló el monarca—. La gratitud que debo a tu difunto tío, que me salvó la vida a cambio de la suya, podría muy bien agotarse.
—Señor, para los reyes expresar gratitud para con los muertos resulta mucho más fácil que recompensar el talento de sus mejores súbditos, bien vivos estos últimos.
—No es tu nariz lo que te debería haber cortado, sino la lengua —rugió Parsberg.
—Silencio, barón —ordenó Federico—. En cuanto a ti, Tycho, quiero olvidar las palabras que has pronunciado. Pero te ordeno que regreses a Herrevad. Me nombro tu tutor. Como tal, convocaré un consejo de familia que te elegirá una esposa.
Tycho sintió que había caído en una trampa. Recientemente había recibido una carta de sus amigos de Augsburgo, los hermanos Hainzel, en la que le informaban que el menor había abandonado sus cargos para instalarse en Suiza, en la pequeña república de Basilea. No ahorraban elogios sobre la gran libertad que en ella se disfrutaba, sobre la pureza de su aire, que permitiría construir allí un observatorio formidable. Otro de sus corresponsales era el conde Guillermo de Hesse-Kassel, gran señor, también apasionado de la astronomía, que le invitaba a su principado. El tercero, finalmente, aunque católico, era el más prestigioso de todos: el rey de Hungría, Rodolfo de Habsburgo, probable heredero de la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, y al que ya se le llamaba el nuevo Mecenas.
Tycho iba y venía por su monasterio, entre observatorio y laboratorio, ya sin gusto por nada, aplazando constantemente la construcción del enorme sextante que mil veces había dibujado. Aquel domingo de verano apenas se fijó en una muchacha que cogía moras al borde del camino. La chica le saludó profundamente, él se quitó de manera maquinal el sombrero, luego se detuvo y se volvió.
—Dime, pequeña, hoy es domingo, el día del Señor. ¿Qué diría el pastor si te viese trabajando?
—Oh, mi señor, coger unas cuantas moras para una tarta ¿es un trabajo? —respondió la campesina con aire malicioso.
Era bonita, tenía los ojos de un negro profundo, el cabello color oro. Su gracia era radiante, solar. Pero Tycho mostraba poco interés por el trato carnal. Su pasión por la observación de las estrellas era demasiado absorbente y toda otra forma de placer le parecía insípida en comparación con ésa. Es verdad que, de vez en cuando, alquilaba una muchacha de taberna, pero como quien se quita un peso de encima, para calmar por un tiempo aquello que él llamaba los instintos animales, como hacía con las bebidas alcohólicas. Y también, tal vez, para aliviar la oscura angustia que le atenazaba a menudo, cuando pensaba en su gemelo muerto. Entonces se le ocurrió una idea. ¿Querían que se casase? Pues bien, ¡se casaría!
—Te compro las moras, pequeña. Llena tu cesto y llevádmelas a mi laboratorio.
Ella se arreboló, bajó los párpados e hizo una reverencia. Durante mucho rato, Tycho estuvo dando vueltas por la gran sala con los hornos apagados y las estanterías repletas de tarros de hierbas secas, nitrato, oro y plata en polvo. Para estimularse se tomó, uno tras otro, y aunque tenía el vientre vacío, dos vasos llenos de aguardiente. Su rostro se inundó de sudor. Se quitó la nariz para untarla de liga.
—Aquí tenéis vuestras moras, mi señor…
Se dio la vuelta. Ella estaba en el vano de la puerta. Su encantador rostro se descompuso bajo el pavor. Dejó caer la cesta y las bayas se esparcieron por el suelo. Tycho era horrible. En medio de su cara se abría un agujero negro rodeado de una carne hipertrofiada y rosácea. La larga cicatriz roja que se extendía sobre su frente le daba un aspecto furioso, que era acentuado por unos ojos de un azul claro, inyectados de sangre. En dos pasos, estuvo sobre ella. La cogió violentamente por los brazos y la arrastró hacia la cama de campaña que había mandado instalar en la habitación para descansar, al final de la tarde, entre alquimia y astronomía. Sus botas pisotearon las moras y dejaron sobre las losas unas huellas sanguinolentas. La empujó sobre el lecho. No fue hasta que le levantó las enaguas que la muchacha comprendió lo que le estaba sucediendo. Le suplicó:
—¡Piedad, señor!
Tycho se abrió la bragueta, arrancando algunos botones, y se lanzó sobre ella, agarrándole los brazos para que no luchase. La muchacha lanzó un grito de dolor. Era virgen. Él se agitó un poco, tuvo un espasmo y cayó a su lado, con un gran suspiro. Ella lloraba en silencio. Él le dijo:
—El próximo domingo nos casaremos.
Luego quiso saber cosas de su familia. Su padre era aparcero de una granja de la familia Brahe. Trabajaban allí desde hacía generaciones. Tycho se echó a reír: de modo que se casaría con una plebeya, una villana. Al menos estaría seguro de tener una sirvienta, más que una amante. Alguien a la que no le disgustarían sus estudios, y que tampoco le importunaría por no residir en la corte ni por no acompañar a su marido en sus viajes fuera de la patria.
No fue sino al cabo de una semana que supo el nombre de su mujer: Kirstine.
El escándalo fue mayúsculo. Toda la aristocracia danesa se sintió mancillada. Se reclamó, comenzando por los otros Brahe, la inhabilitación, el destierro y la confiscación de los bienes de aquel retoño indigno. Federico II eludió la decisión: esa unión significaba que el clan más poderoso del reino quedaba decapitado, puesto que los niños que del mismo saliesen no serían más que bastardos. Y el poder real se incrementaría en la misma medida…
Desde entonces Tycho fue considerado como un apestado, al que había que aislar en su monasterio de Herrevad. Él habría preferido el exilio. Un día, sí, se marcharía de aquel país, que menospreciaba. Pero primero era necesario que el cielo le enviase una señal.
Durante semanas se consagró por entero a la alquimia en el laboratorio que había instalado en un edificio aislado. E iba repitiendo que de ese modo practicaba la astronomía en su totalidad. Puesto que desde su observatorio podía contemplar los astros celestes y, en su laboratorio, los astros terrestres, que recibían el mismo nombre: Sol, Luna, Mercurio. Su nueva pasión hizo que se olvidase de todo lo demás. Al mismo tiempo, aprovechaba el secreto inducido por el trabajo de los metales para fabricar, finalmente, con sus propias manos un nuevo sextante, mayor que el de Augsburgo, de bronce, de latón y de madera de nogal.
Aquello tuvo buenas consecuencias.